Edward Munch, Cenizas |
El principal problema es que el periodo de plenitud de Munch, como ocurre con su contemporaneo Ensor, se reduce a la década de los 90 del siglo XIX, precedidos y continuados por unos pocos años a ambos lados de ese periodo crucial. En ese tiempo Munch va crear una serie de imágenes/icono, los arquetipos a los que se refiere el título de la muestra, que aún hoy, a un siglo de distancia y tras dramáticos cambios culturales, no han perdido nada de su impacto. Continúan, en muchos casos, siendo auténticos puñetazos brutales hacia nuestras creencias y seguridades, propinados por alguien para quien el mundo no es otra cosa que inmensa trampa, continua mentira, para quien la existencia el dominada por la muerte, la degradación y el odio.
Esas imágenes arquetipo son el gran legado de Munch, potenciada por un estilo pictórico que abandona todo realismo en lo referente al color, que no teme yuxtaponer contrarios o primar la energía física de la pincelada, llegando en ocasiones arrojar la pintura directamente sobre el lienzo, Esos cuadros se convierten así, tratados de esa manera, en auténticas pesadillas de las que no podemos - ¿no queremos? - despertar, empecinamiento debido a que, a pesar de su condición de humo, siempre amenazando con disolverse, esas imágenes son lo único tangible que queda en nuestra existencia. Si las permitiésemos disolverse, tras ellas sólo aparecería la nada, nuestra muerte.
Por ello, debido a su poder arrasador, las imágenes-arquetipo de Munch sobreviven enteras a su clara decadencia pictórica a medida que avanza el siglo XX. De hecho, este artista pierde por entero su poder de creación alucinatorio, de manera que pasado cierto momento se limita a realizar, una y otra vez, versiones de sus cuadros antiguos. Son en unos caso, afortunadas, en otros, completamente olvidables, mientras que sus excursiones a otros ámbitos temáticos, como el paisaje, son generalmente estériles, cuando no completas derrotas.
De ahí proviene, precisamente, el gran fracaso de la exposición de Munch en la Thyssen. Como era previsible, las obras principales del pintor noruego no se podían traer a Madrid, así que los organizadores han tenido que recurrir a versiones tardías de estos temas, único modo de poder ilustrar el mundo desesperado y desengañado de este artista. En ello han tenido éxito, e incluso han acertado plenamente con algunas de las obras escogidas - véase la magnífica Cenizas, que abre esta entrada - pero en otras lo único que puede verse es un pálido reflejo de lo que fueron en inicio, en su versión mayor. Gran ideas malogradas por su ejecución, como bien muestra la sala dedicada a las las múltiples versiones del aterrador cuadro, La mujer Vampiro, a cada cual más intranscendente y traidora... especialmente a compararlas con una de las verdaderas y insobornables, colgada justo al lado.
Edward Munch, Los solitarios |
O con la obsesión perenne de Munch, compartida por tantos de nosotros, los pertenecientes a la amplia familia de los pesimistas y los desengañados. Que el amor no es más que otra mentira, mejor dicho, la peor, porque su ejercicio no es más que un acto de guerra y de agresión, de dominio y humillación, de opresión y quebranto de la persona amada, a quien en realidad odiamos desde lo más profundo de nuestro ser, a pesar de todas nuestras declaraciones en contra.
O la certeza de que todo, absolutamente todo está destinado a la desaparición, a ser devorado, digerido y finalmente olvidado, sin que nada sobreviva de ello. Y no hay mejor ejemplo que comprobar como un artista y una exposición tan dolorosos y tan radicales son inmediatemente fagocitadas por nuestra sociedad de consumo, capaz de crear unas bolsas con el rótulo Too Munch.
Un atentado que debería ser merecedor de cárcel, como poco.
Edward Munch, desnudo |
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