lunes, 28 de noviembre de 2011

The TDS Files (XXIV): Los Rojos y los Blancos. Miklos Jancsó

La edad y la memoria suelen jugarnos bastantes malas pasadas. Cuando uno es joven, piensa que recordará todo, pero cualquier cinéfilo con bastantes años a las espaldas conoce ese extraño sentimiento llamado redescubrimiento, el encontrarse repentinamente con obras y autores a los que había admirado décadas atras pero cuyo recuerdo se había desvanecido completamente.

En mi caso, ése fenómeno, la repentina iluminación al darse cuenta de que aquello era ya conocido, junto con la alegría que conlleva, me ocurrió en el caso de Raoul Servais, de Robert Bresson y en el caso de este director húngaro al que se dedica el artículo, Miklos Jancsó (y hay otro húngaro más del que ví un par de películas siendo joven, pero cuyo nombre y obra se me escapan por completo). El Jancsó del que oí hablar en mi juventud era un director difícil, hermético y complicado, pero capaz de transitar por terrenos desconocidos lo cual convertía sus obras en especialmente valiosas y recompensadoras para el aficionado.

Mi (re)encuentro ya en edad madura con su obra no me defraudó, al contrario, pronto se convirtió en una de las estrellas de mi panteón personal. De esa admiración, aumentada por el redescubrimiento, es producto este artículo. Lástima que las capturas se perdieran con la rotura de mi disco duro y haya tenido que tirar de copia expurgada.

En fin, aquí les dejo con él... y recuerden, con este artículo se cierra mi gran época como comentador de películas, época que coincidió con el ascenso y caída de Tren de Sombras.



Los Rojos y Los Blancos, Miklos Jancsó


Preguntas

Hace no mucho tiempo, con motivo de la película A history of Violence (Cronenberg, 2005), se planteó la, al entender de muchos, acuciante pregunta de “¿Cómo es que un hombre normal se convierte en una bestia?” seguida por la de “¿Cómo se puede seguir amando a alguien que hace esos actos infames?” y se aplaudió la valentía del maestro del fantástico por mostrar la génesis, desarrollo y conclusión de la brutalidad. Los que llevamos cierto tiempo viendo cine no pudimos por menos que sentir cierto cansancio (Abraracurcix-like), ya que, desde que aparentemente cayeron las últimas barreras censoras a finales de los sesenta, periódicamente aparece un filme con esas pretensiones e intenciones, como fue el caso de Straw Dogs (Sam Peckinpah, 1971). Unas obras en las que se promete realizar un profundo análisis de las razones de la violencia y que, por el contrario, frecuentemente se quedan en un simple espectáculo voyeurista, donde se hilvanan una serie de escenas fuertes propias del más rancio horror serie B, aunque rodadas con un mejor aparato de producción, eso sí.

Sin embargo, a mi entender el debate está mal enfocado. La cuestión no es cómo un hombre se convierte en una bestia. Rutinariamente, los telediarios nos lo muestran todos los días, personas decentes, amantes de sus hijos, respetuosos con sus cónyuges, incapaces de hacer daño a un animal, se entregan a la matanza y exterminio de sus enemigos, sin que ninguna duda moral les asalte. Estas conductas no suponen censura alguna en sus respectivas sociedades, sino que por el contrario son jaleadas y aclamadas oficialmente, recogidas en la historia y el mito, celebradas en monumentos, obras literarias y fechas señaladas del calendario... donde sólo importan los muertos de uno de los bandos. El nuestro, por supuesto.

La película de Jancksó que comento, no se plantea ninguna de las preguntas triviales a las que me refería anteriormente. La violencia que llena la película de principio a fin, las decenas de ejecuciones, a bayoneta, a pistola, a fusil, a granada, a ametralladora, a arpón, no reciben ninguna explicación, ninguna justificación. Simplemente ocurren. Son algo natural en un mundo en guerra, donde unos hombres obedecen las órdenes de matar a otros hombres y, más tarde, esos mismos hombres obedecen las órdenes de sus verdugos, sin que en ningún momento asome la duda, puesto que se trata de una mera cuestión de supervivencia personal... aunque sea sólo por unos segundos más.

Matar es lo que toca hacer, simplemente. Y ahí puede que sea donde está precisamente la raíz de la tragedia. En que es algo que todos, llegado el caso, haremos igualmente, con la misma indiferencia, con la misma tranquilidad con que se representa en esta cinta.

Historia

Con demasiada frecuencia los españoles tendemos a dramatizar en exceso nuestra guerra civil, el breve periodo de guerra y represión que ocupó el final de los años 30 y los años 40. Como país que ha vivido la edad contemporánea de espaldas a Europa, tendemos a olvidar que la historia también transcurrió fuera de nuestras cuatro paredes.

Así por ejemplo, no reparamos en que el núcleo de Occidente, Gran Bretaña, Francia, Alemania e Italia, perdió en dos ocasiones, 1914-1918 y 1939-1945, una generación entera, la de sus jóvenes de apenas veinte años, o que esa catástrofe nacional es leve comparada con la que asoló Europa Oriental. Ciudades como Lvov, en la actual Ucrania, durante el periodo 1914-1945, fueron ocupadas por el ejército austriaco, el ejército zarista, el ejército imperial alemán, el ejército polaco, el ejército rojo, de nuevo el ejército polaco, de nuevo el ejército rojo, las tropas nazis y por último otra vez por el ejército rojo. Conquistas que cada vez eran más  destructivas, como corresponde al avance de las técnicas bélicas, y tras las cuales una parte de su población era exterminada, por pertenecer y representar al otro bando. La terrible perversión de las guerras ideológicas, libradas por la población entera de un país, y en las que no puede haber inocentes o neutrales.

Jancksó, un cineasta preocupado por la historia y por su interpretación, nos lleva a 1919, a plena guerra civil rusa entre rojos y blancos, tras el triunfo de la revolución de Octubre y el final de la primera guerra mundial. Sin embargo, su visión de la historia no es la que podría suponerse. No se trata, como se hace tan a menudo en el cine comercial y no tan comercial actual, de narrar un punto determinante de la historia, aparentemente simulando las técnicas del reportaje en directo y ajustándose a una supuesta verdad inamovible, de manera que la secuencia de eventos presentada sea perfectamente inteligible y reconstruible por el espectador, el cual pueda irse luego a casa satisfecho por “haber aprendido historia”, mejor dicho, “por haber experimentado la historia tal y como fue en realidad”.

En Los rojos y los blancos, el lugar donde los hechos ocurren, el tiempo incluso, se deja deliberadamente en la obscuridad, excepto por las vagas referencias a Rusia y a 1919. El desarrollo de las operaciones militares, el curso de la guerra, no es narrado en ningún momento. El espectador, al igual que los protagonistas, desconoce quién está ganando o quién está perdiendo, qué lugares de esa geografía imprecisas son importantes para el ataque o la defensa y cuáles no. La línea del frente, en esa guerra librada en las estepas, se convierte en algo inexistente, frágil y permeable, la retaguardia en un lugar peligroso, donde en cualquier momento el enemigo puede irrumpir, trayendo la derrota y la muerte. Un espacio y un tiempo, de confusión, de incertidumbre, donde no hay lugares seguros a los que retirarse, ni futuro u hogar que espere.

El interés de Jancksó, como queda claro, no está en el relato de hazañas bélicas, sino en algo mucho más sutil. Por una parte, la película nos muestra la guerra como combatida por gentes de multitud de patrias e idiomas. Durante la primera guerra mundial, el ejército zarista había hecho un buen número de prisioneros enemigos, alemanes, austriacos, checos, húngaros, gentes del bando enemigo, que en buena parte seguían en campos de concentración cuando estalló la guerra civil rusa y que fueron reclutados por ambos bandos en conflicto. No hubo muchos que se negaran, puesto que permanecer en los campos en medio de una guerra civil, suponía la muerte segura por inanición, así que en su mayoría los prisioneros se unieron al primero que vino a ofrecerles ropa y comida.

De esta manera, en el film de Jancksó, la guerra civil rusa se convierte en una guerra civil europea, un conflicto en la amplia lista de guerras ideológicas que, como las guerras de religión de siglos anteriores, asolaron Europa entre 1914 y 1945, y a las que sólo la bomba atómica impidió que continuaran en los 50 y más allá. Con una importante diferencia, y he aquí el segundo punto insinuado por el director, los hombres que libran esta guerra civil olvidada en un lugar también olvidado no lo hacen por convencimiento ideológico. Excepto algunos de sus mandos, que sí están convencidos de la justicia de su causa, la mayoría combaten por mera supervivencia, lo que hace aún más terrible que, al ser capturados por el enemigo, sean consignados a la muerte sin posibilidad de salvación o redención.

Unas ejecuciones absurdas porque la militancia en un bando o en otro de los condenados responde simplemente al azar.

Estilo

No menos peculiar es el estilo fílmico de Jancksó. Rodada en 2,35:1, en un más que sobrio blanco y negro, cualquier otro cineasta hubiera intentado aprovechar el amplio formato para incluir en él la mayor información posible, para así, como parecería propio y necesario, compilar una lección de historia aún más completa.

Sin embargo, ya he señalado que Jancksó no pretende dar una lección de historia. Su objetivo es narrar el vagabundeo, sin posibilidad de escape, a través de la tierra de nadie que separa ambos bandos, de los húngaros prisioneros de los rusos y enrolados en el ejército rojo, mientras tratan de evitar a las unidades blancas que les persiguen. Un camino por tanto, lleno de peligros, donde ninguna ruta es segura, donde la decisión más inocente puede ser la última, la que preceda a la muerte

El estilo de cámara de Jancksó refleja a la perfección esta incertidumbre. En cualquier momento, fuera de campo puede ocurrir algo que cambie la situación por entero, como la llegada del ejército enemigo, y que sólo podremos anticipar por las expresiones de los personajes que pueden verlo, antes de que irrumpa en la pantalla. En otros, un simple e inocente movimiento de cámara puede descubrirnos la ruta cerrada que impide la huida de los fugitivos. Un movimiento de cámara que llamo inocente, porque no está pensado para que el espectador descubra lo que ocurre antes que los personajes, como podría ser el caso en la tan habitual praxis del suspense, sino que es la cámara, al seguir la mirada de los personajes o su movimiento a lo largo del plano, la que se topa con el obstáculo al mismo tiempo que ellos.

En todo momento, por tanto, el espectador se siente en tensión, como uno más de los combatientes que no sabe lo que se va a encontrar al dar la vuelta a la próxima esquina. Una sensación de estar prisionero, de angustia y asfixia que, como sólo un gran maestro sabe hacer, se consigue a pesar del amplísimo formato, a pesar de la llanura húngara, en la que nada impide la visión, a pesar de los lentos, medidos, elegantes y suntuosos movimientos de cámara que recorren y describen el espacio (casi podría hacerse un croquis detallado de los diferentes espacios escénicos y de las rutas de los personajes). Una cámara siempre en movimiento que, como ya he dicho, no anticipa lo que va a ocurrir a continuación, como haría un director efectista, sino que obedece a necesidades internas de lo que se ve/ocurre/experimente en el plano. Una cinematografía que tampoco cierra el plano para crear una falsa claustrofobia, impidiéndonos ver lo que está sucediendo alrededor, como haría un director preciosista, ni se aparta del estricto y sobrio plano general para saltar al primer plano y resaltar lo que un personaje siente y experimenta, como haría un director más sentimental y apasionado.
Para conseguir este efecto de miedo, de inseguridad, de incertidumbre, simplemente basta con que la cámara, al igual que haría un espectador inmerso en la escena, se deje seducir por un elemento nuevo que acaba de entrar en campo o un movimiento casual que la cámara ha descubierto. Una distracción que puede convertirse en un imprudencia mortal porque hace olvidar a personajes y espectador que otros sucesos más importantes, y mortíferos, pueden estar teniendo lugar justo a nuestro lado.

Como realmente ocurre en la vida, cuyo curso creemos controlar y dominar, pero en la que sólo somos prisioneros y esclavos del azar.

Erotismo frío

Una de las características de la escuela pictórica de Fontainebleu, allá por el siglo XVI, era el erotismo frío, la representación de las escenas eróticas de manera que dejasen de serlo, por rechazar la intervención del espectador o simplemente por que su plasmación o su estilo no eran los esperados en un material de ese tipo.

No muy distinta es la mirada de Jancksó.

Vivimos en un tiempo donde el estilo del cine porno y el del horror serie B han sido asumidos como rasgos culturales definitorios por público culto y cineastas respetados,  un tiempo donde el compromiso y la importancia de una película se mide en el número de brutalidades por segundo y las (posibles) salpicaduras que recibiría el espectador dada la proximidad de la cámara, un tiempo, en definitiva, donde la forma de narrar elegida por Jancksó para ese contenido merece, más que nunca, el honor de ser descrita como erotismo frío.

El primer rasgo que llama la atención en la película es que no hay protagonistas. Mejor dicho, no hay personajes, con un nombre que los identifique, con un pasado, un presente y un futuro, una  historia  que contar al espectador y con la que podamos identificarnos. Los primeros minutos de la película son voluntariamente confusos, no porque no podamos seguir la historia que se nos cuenta, sino porque los actores aparecen y desaparecen, entran y salen del plano continuamente, la cámara los encuentra y acto seguido los abandona, sin darnos tiempo a conocerlos, sin que podamos decidir quienes serán, en ese ambiente de asesinato organizado, de burocracia del exterminio, los que van a continuar con nosotros hasta el final de la película. Una confusión que se convierte en tragedia cuando, a medida que avanza la película, empezamos a reconocer rostros, a descubrir que ya habíamos visto esa cara antes, que ese personaje ha sobrevivido a tal o cual peligro, para que, sin que lo esperemos, proceda a morir ante nuestros ojos.

Déjese un instante de lado el cómo se plasman esas muertes. Esta confusión, estos personajes que aparecen, desaparecen y vuelven a aparecer, para morir inmediatamente, es otra decisión estética sabía y meditada de Jancksó. Un ejemplo claro de un estilo que se adapta al contenido y, a pesar de eso, lo hace suyo, algo impensable en el cine pirotécnico de hoy en día.

He dicho con anterioridad como la historia transcurre en una tierra de nadie en medio de la estepa, un espacio donde no hay líneas de frente definidas, donde la retaguardia se convierte repentinamente en vanguardia, la seguridad en muerte, el refugio en matadero. Así ocurre que, en ese mundo, cualquier contacto entre seres humanos es forzosamente pasajero, una bala puede acabar en cualquier instante con una de las dos personas, razón por la que no tiene sentido entablar la amistad con los que te rodean o intentar establecer algún tipo de relaciones. Ésa es la forma en que los diferentes personajes ven su mundo, y así es también como Jancksó nos fuerza a mirarlo, con desapego e indiferencia, con una desensibilización creciente, enseñada y aprendida a medida que nos adentramos en la historia narrada, al igual que la aprenden los mismos soldados, obligados a acostumbrarse a matar y asesinar si no quieren morir ellos mismos.

Desensibilización que se extiende al modo en que se muestra la muerte de los personajes, tanto conocidos como anónimos. Al contrario que el cine actual en que cada homicidio se supone que debe traumatizar al espectador y forzarle a tomar no se sabe qué postura política, en la película de Jancksó cada homicidio es presentado de forma sumaria y burocrática, como algo normal y natural, algo que se realiza todos los días, sin que se piense más en ello, ni por supuesto quite el sueño. Así se nos muestra a  nosotros, los espectadores, porque así es para los personajes. En el tiempo en que se narra la historia, la guerra lleva ya cinco años de duración, todas y cada una de las personas que aparecen en la película, todos sin excepción, han visto morir a seres humanos a su lado, son supervivientes de piel y corazón endurecidos, para los que matar y morir es como vestirse por la mañana, un hábito natural y cotidiano, algo sin lo que seguramente no sabrían ya concebir sus vidas, una tarea que realizan con profesionalidad y eficiencia, con cierto desapego, sin ningún placer, como los expertos que son.

Porque ése tiempo, ese lugar, es un tiempo y un lugar donde la vida humana no tiene ninguna importancia.

Ambigüedad

Esta frialdad, esta cotidianeidad, esa vulgaridad incluso, de la muerte y del exterminio se extiende al mensaje de la película. En puridad, una producción húngaro-soviética de estos años, basada en uno de los mitos fundacionales de la URSS y del comunismo internacional, debería haberse convertido en un vehículo propagandístico más, en una obra que cantase el heroísmo y las excelencias de los rojos frente a la corrupción y bestialidad de los blancos.

Sin embargo no es así, los actos de brutalidad se reparten casi (y ése casi es el impuesto por la censura, obviamente) equitativamente entre ambos bandos, así como los raros actos de abnegación, hasta tal punto que varias veces la misma persona se nos muestra capaz de cometer actos heroicos y viles, dependiendo de la situación. El oficial zarista que ha ordenado sin pestañear la ejecución de los prisioneros rojos ordenará el fusilamiento de otro oficial que ha abusado de la población civil. Una enfermera intentará salvar a un guardia rojo arriesgando su vida, pero luego, cuando los blancos amenacen con fusilar a su superior jerárquico, delatará a los enfermos del bando rojo. El oficial rojo que ha impedido el fusilamiento de sus soldados tras huir ante el enemigo, no vacilará en ordenar la ejecución de esa misma enfermera a pesar de la oposición del resto de su unidad... y así y así ejemplo tras ejemplo, hasta que nada sea ya seguro, ni siquiera nuestras propias convicciones, como es propio de esa tierra de nadie, ese infierno en la tierra, en el que están encerrados y vagan los personajes.

O como, en la que constituye quizás la única escena lírica de la cinta, la secuencia en que un oficial zarista manda traer las enfermeras del hospital y las hace bailar ante sí con trajes de fiesta... para inmediatamente enviarlas de vuelta al hospital, puesto que son reflejo de un mundo que ya no existe, un mundo al que, nosotros, espectadores de muchos decenios después, conocedores del resultado de la historia, sabemos que ese hombre no podrá volver jamás.

Heroísmo

Puede parece extraño que cierre esta crónica hablando del heroísmo. En ciertos momentos, como ya he apuntado, aparece fugazmente, para desaparecer inmediatamente, hasta que en los últimos instantes llena la pantalla y la película, en un efecto devastador, amplificado por esa misma ausencia en la hora y cuarto anterior.

Sin embargo, este heroísmo es de otra calidad, de otra materia, al que nos tienen acostumbrados en el cine “normal”. El heroísmo con que finaliza la película de Jancksó es el heroísmo real. El que rompe los esquemas mentales de aquél que lo presencia y le conmueve profundamente, simplemente porque no tiene ningún sentido ni admite explicación, puesto que de esas acciones heroicas no va a derivarse nada, ni conseguirse nada, mucho menos la victoria. Un heroísmo que se lleva a cabo simplemente porque se sabe única vía que queda cuando se tiene la certeza de la muerte, y se convierte en la única forma decente de enfrentarse a ella.
Y así, sin esperanzas, sin uniformes, cantando la internacional, los supervivientes de la unidad del ejército rojo marchan al encuentro del enemigo que les supera en número, sabedores de que ninguno habrá de sobrevivir al combate.

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