martes, 1 de junio de 2010
Divergences (y III)
Había dejado un poco lado estas meditaciones sobre los impresionistas, motivadas por las dos exposiciones sobre el movimiento que coincidieron esta primavera en Madrid, por un lado, la de la Fundación Mapfre, general hasta el extremo de contener obras cuya única relación con el impresionismo era la coincidencia temporal, y por otro la de la Thyssen, centrada en el último Monet y su supuesta influencia en los informalismos post 1945.
En la exposición de Mapfre, en la sala que podríamos llamar plenamente impresionista, al reunir en su interior cuadros de los grandes nombres, se hallaban dos cuadros que venían a demostrar cuán convencionales son las etiquetas artísticas y qué equivocados estamos al considerarlas monolíticas. Se trataba de los dos cuadros que he he puesto arriba, aunque no en muy buenas capturas, uno de Renoir y otro de Monet (les dejo adivinar cual es cual), los dos nombres que podría decirse constituyen el núcleo duro del impresionismo, al haber sido los promotores de la pintura a plein air, y que sirven para mostrar el abismo que mediaba entre dos pintores tan aparentemente cercanos como ellos, dejando traslucir sus diferentes personalidades y esa obligación que tiene todo gran pintor de abandonar y traicionar cualquier estilo que siga, aunque él haya sido su inventor.
El cuadro de Monet ayuda a comprender porqué se le apodó el ojo. Cualquiera que fueran los extremos a los que llegasen es la abreviación y simplificación de su pintura, excepto hasta muy tarde en su vida, sus cuadros son siempre descifrables y se refieren a un momento, a unas condiciones atmosféricas y una iluminación muy precisa. En cierta manera, a pesar de lo abstractos que nos puedan parecer los cuadros de Monet siempre nos queda la impresión de que podríamos ver lo que él está pintado, de que por ejemplo, conocemos al detalle su jardín en Giverny, sin necesidad de haberlo pisado nunca.
No ocurre los mismo con Renoir. En su pintura, los objetos acaban por asumir otra forma, es más acaban por dejar de ser incluso impresionistas o una representación a plein air. Los críticos del tiempo le acusaron frecuentemente de no ser realistas, de que sus mujeres en la naturaleza parecían enfermas, ya que las sombras de las hojas proyectaban sombras azuladas sobre ellas, y en cierta manera tenían razón, ya en que Renoir las texturas dejan de ser fieles a los objetos representados, debido a su pincelada más que libre. Así, las ropas y chaquetas de su modelos acaban por parecer hechas de pieles, mientras que sus arbustos se transforman, como en este cuadro, en algodones, en conjuntos abigarrados donde la forma se disolvía en la pintura, convirtiéndolos en objetos que eran imposibles de encontrar en la realidad y que sólo existían en la mente de la artista.
En cierta manera, ambos empezaban a adentrarse cada uno por su lado por dos de las vías que monopolizarían la pintura occidental en las décadas siguientes, por un lado la abstracción, en la cual el color se liberaría de la forma y reinaría libre, por otro el expresionismo, donde el artista decidiría representar la realidad al modo que él la sintiera.
Es conocido como acabarían ambas pintores. Ambos se darían cuenta a finales de los años 70 del siglo XIX que el impresionismo había dado ya todo lo que podía dar, y que era necesario buscar nuevos caminos. Incluso comenzaron a ser considerados como viejos carcas; peor, como revolucionarios cuyo tiempo ya había pasado y que debían ser combatidos como obstáculos. Su respuesta fue muy distinta. Monet radicalizaría su propuesta, se encerraría en si mismo y en su jardín de Giverny, para acabar pintando casi exclusivamente para sí mismo y legarnos una de las series mas prodigiosas de la pintura occidental. Renoir por el contrario, intentaría inutilmente encontrar una nueva vía con la que empezar, pero todos sus intentos no le llevaron a ninguna parte, excepto pintar un buen puñado de obras maestras y acabar perdido en una sensiblería que ahora nos parece inaceptable.
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