Ce fut la troisième fois que j'ai diné avec lui que le discours étant tombé comme toujours sur la religion, je lui ai demandé s'il était sûr que sa religion fût la seule qui pût acheminer le mortel au salut éternel. Il me répondit qu'il n'était pas sûr qu'elle fût la seule, mais qu'il était sûr que la chrétienne était fausse parce qu'elle ne pouvait pas être universelle
-Pourquoi?
-Parce qu'il n'y a ni pain, ni vin dans les deux tiers de notre globe. Observe que le Coran peut être suivi partout.
Je n'ai su que lui répondre, et je ne me suis pas soucié de biaiser.
Casanova, Historia de mi vida, Libro II, Capítulo IV
A la tercera vez que cené con él y que la conversación recayó como siempre en la religión, cuando le pregunté que si estaba seguro de que su religión era la única que podía conducir a un mortal hacia la salvación eterna. El me respondió que no estaba seguro de que fuera la única, pero que sí estaba seguro de que la cristiana era falsa, puesto que no podía ser universal.
- Por qué?
- Porque no hay pan ni vino en dos tercios del globo. Por el contrario el Corán puede ser seguido en todas partes.
No supe que responderle y no me preocupé de cambiar de tema
Este fragmento corresponde a la visita que Casanova, siendo muy joven, realizó a Constantinopla, aún por aquel entonces la capital del imperio Otomano y gran potencia Europea. Durante esa estancia, según su versión, trabó amistad con turcos de alta posición, gracias a haber sido presentado por un renegado cristiano, el conde de Bonneval, para el cual traía una carta de recomendación del cardenal Acquaviva (y el mismo Casanova, según su testimonio acabaría siendo tentado a su vez para pasarse al Islám)
Lo primero que llama la atención en estas conversaciones, de las que sirve de perfecto ejemplo el fragmento mostrado, es como Casanova se siente en un plano de igualdad con sus contertulios de otra religión, considerándolos como personas cultas con las que se puede discutir de una manera racional sobre cualquier tema, como cual de los religiones es superior a la otra, y donde la victoria viene de la fuerza de los argumentos y el poder de las razones, no de la supremacía de las armas.
Esta aceptación del contrario, como un igual con el que se puede conversar, resulta imposible de comprender o de conseguir en un mundo como el actual, distorsionado por los atentados del 11-S. A pesar de todas las declaraciones, cristianos y musulmanes se ven como enemigos mortales, enfrascados los unos en destruir a los otros, peligro que sólo puede ser conjurado por los medios más expeditivos y violentos, nunca por la negociación y la tolerancia.
¿Era tan distinto entonces el mundo de Casanova? Sí, pero no en el sentido en que lo esperaríamos, puesto que entonces el Islám era un enemigo mucho más poderoso y peligroso que ahora, cuando sus ataques no pasan de ser simples arañazos. No es ya que Libia, Argelia y Marruecos (piénsese que Salé, la actual Rabat, era una base pirática) fueran nidos de piratas y que rutinariamente los barcos mercantes fueran abordados por ellos, sus mercancías saqueadas y sus tripulantes tomados como rehenes. Es que el Imperio Otomano era una potencia europea, que dominaba la península Balcánica y que hasta 1680 (apenas 60 años antes que Casanova comenzara sus andanzas) tenía sus límites a pocos kilómetros de Viena, ciudad que había intentado tomar por última vez en esas fechas.
Dos religiones que entonces eran tan enemigas mortales como ahora y donde el poder militar de cada una de ellas no tenía nada que envidiar al de la otra, pero donde, sin embargo, dos personas cultas y educadas, pertenecientes a esos mundos opuestos, no tenían problema en sentarse a la misma mesa y dialogar tranquila y razonadamente sobre sus diferencias.
Algo sobre lo que tendríamos que meditar, especialmente en este mundo desquiciado en el que vivimos.
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