sábado, 10 de abril de 2010
Taking a Detour
Ya he hablado en otras ocasiones de como, tras la disolución del modernismo/formalismo hacia 1980, se fue cuarteando asímismo la explicación vanguardista del arte occidental en los siglos XIX/XX, aquella que convertía en un único camino ineludible la secuencia, romanticismo, realismo, impresionismo, postimpresionismos, fauvismo, cubismo, abstracción, dejando fuera todo lo que no pudiese ser encajado en esta clasificación e incluso ignorando a los artistas en cuanto se apartaban de esta evolución dictada por la propia lógica de las artes.
Por supuesto, como en casi cualquier caso, la situación era mucho más compleja. Contemporáneos a los impresionistas, hubo pintores como Odilon Redon o Gustave Moreau, adscritos al simbolismo, tan apartados de la pintura tradicional como ellos, con la diferencia de que el camino elegido era muy distinto al suyo. Asímismo, el postimpresionismo siempre fue una etiqueta apresurada bajo la que reunir personalidades muy dispares en un largo periodo de 20 años, mientras que el Dadá y el Surrealismo nunca se insertaron demasiado bien en la linea general propuesta, dados sus más que evidentes lazos con el simbolismo.
Lo anterior no supone un abandono de ese marco explicativo, sino simplemente un ejercicio de quitarse las anteojeras y atreverse a reevaluar el arte del siglo pasado, una vez que las polémicas y conflictos han sido resueltas (o mejor sería decir que ya no nos afectan ni nos importan). Una oportunidad magnífica para descubrir todos esos artistas que no encajaban en la descripción, los centros que no habían sido determinantes en la transformación del arte o los movimientos que se habían quedado descolgados. En definitiva, atreverse a tomar una desviación y adentrarse por carreteras secundarias.
En ese sentido la exposición Wyndham Lewis abierta en la Fundación Juan March, siempre tan atenta a los artistas del mundo anglosajón y alemán, es una oportunidad perfecta para descubrir a un artista completamente desconocido para nosotros, pero que en la primera mitad del siglo XX tomo por asalto y puso patas arriba un entorno artístico tan estancado y estéril como el británico, llevando a él las lecciones de la vanguardia, y no limitándose a ser un simple imitador del cubismo y el futurismo, sino con el suficiente talento no ya para dar un paso más allá de esos movimientos, sino, lo más difícil para seguir siendo un artista válido una vez que esas vanguardias habían dejado de serlo.
En cierto sentido, lo que perjudica a Windham Lewis, es el hecho de ser una excepción, el artista revolucionario que trabaja en un centro períférico, y por tanto no goza de la publicidad de los que están en el centro del huracán ni del apoyo de sus iguales, pero especialmente por constituir una rareza histórica, casi un híbrido imposible, al tratarse de un pintor-escritor o un escritor-pintor, que además publicaba libros como si fuera una ametralladora, de grandes dimensiones, e intentando ser lo más ácido y polémico posible, definiéndose incluso como Diógenes moderno.
Y es que, en cierta medida, no puedo quitarme la impresión de que una de sus facetas interfería con la otra, al resultarme los métodos de ambas artes y especialmente el modo en que se ejercen como completamente opuestos, al requerir ámbitos excluyentes. O lo que es lo mismo, me resulta imposible reunir en un mismo recinto el estudio del pintor, con sus lienzos, sus bocetos, su suciedad tan próxima al taller del artesano, con el despacho del escritor atestado de libros y papeles, como ese constante transitar, del arte de la pluma al arte del pincel, de transformarse de uno a otro de otro a uno, le hubiera impedido ser cualquiera de ellos, cortándole su desarrollo y hurtándole la posibilidad de desarrollarse al máximo.
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