Si la revolución española, tan sistemáticamente invocada por la mayoría de los sectores de la frágil alianza patriótica de partidarios del Antiguo Régimen y reformistas, se hubiese extendido a los trabajadores, la efectividad del esfuerzo bélico antinapoleónico se habría visto reforzada. Pero la revolución no era una revolución social. La suerte fue que los pobres tenían sus propias razones para luchar: defender sus familias y sus vidas, sus parcelas y su tierra natal, sus costumbres y tradiciones, la religión de sus antepasados, su monarquía. Donde mejor se expresaba su determinación era en la lucha por la liberación territorial popular y en la guerra de guerrillas.
Roland Fraser, La Maldita Guerra de España.
Cuando era niño, ya entrando en la adolescencia, coincidiendo con la transición de la dictadura a la democracia, y nos explicaban la historia del siglo XIX español, cuajado de guerras fraticidas entre liberales y absolutistas, había un detalle que a todos nos llamaba la atención, pero que nadie se atrevía a decir en alto, como esos tabúes polinesios imposibles de pronunciar. Se trataba simplemente de la regularidad con la que el proletariado y las clases bajas rurales se aliaban con las fuerzas de la reacción, los mismos que les habían mantenido sojuzgados durante siglos, en vez de unirse con las fuerzas que iban a abolir los privilegios feudales, traer las libertades y constituir un gobierno basado en el imperio de la ley, igual para todos, sin diferencias de rango o posición
Para nosotros, los españoles de mucho tiempo después, deseando el fin de la dictadura y el establecimiento de la democracia tantas veces deseada durante el siglo XIX y XX, y tantas veces derribada y asesinada, esa postura política nos parecía absurda, cuando no suicidad. No nos dábamos cuenta de la distancia que nos separaba de esas gentes y como la visión que ellos podrían tener de esos ideales por los que aspirábamos, podría ser de rechazo y desprecio. Sin embargo, como muy bien muestra el estudio detallado de Fraser sobre la guerra de la indepencia, las clases populares rurales no intentaron la revolución, porque esa revolución política, social y económica que proponían los liberales de Cádiz les parecía completamente ajena.
Gran parte de la culpa de ese desapego popular la tuvieron los propios liberales hispanos que durante todo el siglo XIX y XX, e incluso hasta hoy mismo, legislaron, filosofaron y planearon sólo para ellos mismos, creyéndose representantes del país y que todo lo que era bueno para su reducido grupo era válido para ellos, sin preocuparse por el impacto o las repercusiones que sus medidas pudieran tener en el resto del país o sí serían bien acojidas. Un error de apreciación que llevó a una cascada de errores políticos en cadena, que si bien no cambiaron la marcha de la historia si la retrasaron décadas enteras, encarnados a la perfección en los absurdos pronunciamientos decimonónicos, en los que invariablemente, un militar liberar creía que con simplemente proclamar el cambio en su cuartel todo el país se uniría a su causa, cuando el resultado precisamente el contrario, también invariable, pero catastrófico.
Una ceguera, una falta de visión que se reveló en la Independencia de las colonias americanas, puesto que los liberales creían equivocadamente que sus correligionarios americanos sólo luchaban por deponer el absolutismo y que en cuanto se proclamase una constitución abandonarían la lucha, reuniéndose pacíficamente con la metrópoli, para descubrir con grar sorpresa que lo que realmente querían era la independencia y que nada podía España prometerles que les hiciera cambiar de opinión.
Una situación que volvería a repetirse de nuevo en el desencuentro entre liberales y proletariado rural, puesto que se prometía abolición de las propiedades feudales, desamortización de las posesiones eclesiásticas y desaparición de los privilegios, de forma que la tierra quedase regulada por la ley de la oferta y la demanda, una revolución rural que para los labradores suponía la desaparición de sus medios de vida, la destrucción de su cultura y la transformación en simples jornaleros y obreros urbanos, con el empobrecimiento y la caída de las condiciones de vida que ello acarreaba.
Así que no es extraño que se opusieran firmemente a esos cambios que nos les iban a reportar ningún beneficio y que fuera sólo a partir de 1868, con la propagación del marxismo, que las masas del campo empezasen a apoyar a las fuerzas progresistas, y eso sólo en las zonas, como Aragón o Andalucía, donde se había creado un amplio proletariado rural, sin propiedades ni seguridades.
Y no es menos terrible comprobar que esos cambios catastróficos se intentaban justificar como necesarios, producto de fuerzas ineluctables, o como transitorios, preludio de una edad de oro que nunca llegaría. Argumentos que siguen siendo los de los autoproclamados liberales de hoy mismo, junto con esa misma ceguera centenaria consistente en afirmar que es bueno para el país lo que es bueno para mí, sin preocuparse por sus consecuencias para el resto.
Con lo que llegamos a la vieja paradoja, de que toda historia es historia contemporánea, puesto que en ella reflejamos nuestros conflictos actuales e intentamos buscar en el pasado respuesta y solución a los mismos.
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