sábado, 20 de septiembre de 2008
In Defeat
Siguiendo con mi descubrimiento de esa inmensa directora olvidada que fue Larisa Shepitko, le ha tocado este sábado a Voskhozhdeniye (La Ascensión), su última película, si descontamos la que tuvo que completar su marido, el más conocido Elem Klimov, tras la muerte de la directora en un accidente de tráfico.
Se me hace difícil escribir sobre esta cinta, de hecho llevo como media hora meditando ante el teclado, simplemente porque dudo que mis palabras puedan expresar lo que ha supuesto esta película para mí. Por decirlo de manera sencilla, cuando ya desde hace unos años me resulta difícil concentrarme en seguir una película, y se me hace cada vez más fácil interrumpir su visionado y dejarlo apartado, esta obra ha conseguido que me esté los 109 minutos que dura pegado a la pantalla.
Es, por empezar de alguna manera, una película sobre el frente ruso en la segunda guerra mundial, el peor lugar que haya existido en el mundo según lo definió Richard Overy, y se centra en uno de los aspectos peor conocidos para Occidente, el de las unidades partisanas, medio ejército rojo, medio irregulares, que combatieron tras las líneas alemanas.
Sin embargo no hay nada en esta película que nos hable de gloria o heroísmo, al contrario de lo que podría pensarse de una producción soviética sobre ese hecho, la atroz, cruel y despiadada invasión alemana, que casi podría definirse como el hecho definitorio de la Rusia del siglo XX, más casi que la revolución o la caída del comunismo. Una calidad, la de falta de gloria o heroísmo que queda clara desde las primeros minutos de la cinta, puesto que queda sin definir el año (¿1941, 1942, 1943?) ni el lugar (¿Bielorrusia, Ucrania, la propia Rusia?) excepto que es invierno, el inacabable invierno ruso, que no hay lugar donde refugiarse para aquellos que han quedado aislados, que el enemigo que les persigue es casi ubicuo y que poco a poco todos irán cayendo, sea muertos por el hambre, el frío, o las balas enemigas, antes o después de rendirse.
Tampoco es una película de guerra como mandan los cánones de ahora. El que busque grandes combates o la representación naturalista de la matanza a la que con tanta fruición y regocijo nos abandonamos los humanos, se verá defraudado, puesto que, para realzar más ese sentimiento de angustia, de estar abandonados sin remedio y sin salida, la película abandona pronto a la unidad de partisanos, para centrarse en el camino sólo de ida de dos de sus miembros, enviados a buscar comida, esa comida de la que acaban de saborear los últimos bocados.
He hablado antes de que la película no era naturalista, pero quería decir que no es naturalista al uso, que confunde realismo con ensuciar el celuloide. Pocas cintas como esta, a pesar de su belleza formal que es fácilmente observable en las capturas, han sabido transmitir la sensación de frío y de hambre, ese frío y ese hambre inextinguible y que parece no tendrá fin ni alivio. Pocas cintas al mismo tiempo, han sabido transmitir una impresión de claustrofobia, de no haber caminos de huida, como ésta, donde los personajes parecen perdidos en la blancura de las llanuras nevadas, sin puntos de referencia que les marquen el camino, y donde cada paso ejerce un esfuerzo que poco a poco te vacía de fuerzas y sólo te acerca a la muerte.
Tampoco es una película de guerra al uso, en el que el único combate es con el enemigo interior, aquí el combate se establece entre rusos, entre los partisanos y la policía local reclutada por los nazis, un ejemplo más de esa guerra civil europea que se libro en todos los países ocupados y donde, como ocurre en esta obra, los soldados alemanes parecen quedar en un segundo plano.
Un desgarro y una escisión de la sociedad que se convierten también en un desgarro y una escisión interior, porque en este mundo de un invierno desolado, de un país ocupado, de unas vidas abocadas a la muerte, todos intentan sobrevivir de cualquier manera, vivir unas horas más, conseguir esa comida y ese calor que lo permita, y ahí precisamente se esconde la pregunta fundamental del filme, una pregunta moral que no encontraremos en estos tiempos revueltos.
La de cuando se hace necesario abandonar ese instinto común de de supervivencia para poder seguir llamándose un ser humano. O de como elegir la propia muerte es precisamente ese camino de salida, mientras que empecinarse en vivir no es más que elegir la antesala del infierno.
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