Mais le hasard n'est pas le plus mauvais aux choses de la culture.
Le premier homme, Albert Camus.
Desconozco si Camus tendrá aún algo de predicamento entre la juventud de hoy. En mis tiempos allá por el principio de los años 80 del siglo pasado, Camus era lo que se podría llamar un must. Algo que había que leer obligatoriamente, para luego discutirlo largo y tendido. Algo que tenía que gustarte necesariamente, que era imposible que no te gustase.
Por supuesto, había muchas razones para ese prestigio. En primer lugar, la obra del autor francés era eminentemente política, algo que cabía esperarse de alguien que viviera la ocupación nazi, las esperanzas de la liberación y el terremoto ideológico que supusieran las guerras de Indochina y Argelia, para la tan aparentemente moderna y liberal sociedad francesa. Una situación política que necesariamente debía resonar en nosotros, cuya niñez asistiera a la descomposición de una dictadura y al surgimiento de una democracia, casi de la nada, y en cuyas mentes se entrechocaban el cristianismo aún universal en occidente, los cismas excluyentes entre sí del marxismo, las ideas aún relucientes pero ya reducidas a curiosidad histórica, del 68, sin contar las múltiples guerras culturales entre tradición y modernidad, alta y baja cultura, etc, etc.
Pero había algo más en Camus. Todos sabemos de escritores eminentemente políticos que no ha pasado de pergeñadores de panfletos y que han sido rápidamente olvidados, una vez pasado el momento histórico al que pertenecían. Camus, sin embargo, y en esto no creo descubrir nada, era profundamente humanista, en el sentido de que para él, las personas particulares estaban antes de cualquier idea, o por decirlo recurriendo a un extremo expresivo, que las ideas, cualquier idea, eran prescindibles, fáciles de arrojar al cubo de la basura, mientras que las personas particulares no lo eran, y que por tanto, la piedra de toque que debía servirnos para juzgar la validez de cada idea era precisamente en el modo en que trataba a la gente del montón.
Todas estas divagaciones vienen a cuento de que estaba leyendo últimamente la obra inacabada, apenas primer borrador, de la novela que Camus estaba escribiendo justo antes de morir en un accidente de circulación, y que se centra en la infancia argelina de un francés nacido allí, trasunto literario del propio escritor y de su infancia.
No es que esta novela, o lo que nos ha llegado de ella, no sea una obra política El tiempo presente de la narración es el de la guerra de independencia del país árabe frente a los franceses. Un tiempo en que ejército francés y guerrillas del FLN se dedicaban a exterminarse entre sí y a los civiles del bando opuesto, una situación que aparece a retazos en el viaje iniciático del protagonista, en busca de su padre, en forma de bombas en las calles de Árgel, y de la evacuación de los colonos franceses de la región, expulsado por una mayoría de población árabe que recupera sus tierras... porque y Camus nos lo cuenta claramente, los colonos franceses (y los emigrantes españoles que llegaran después) no se asentaron en un espacio vacío, sino que desplazaron a otras gentes que ya estaban allí, una victoria que pagarían muriendo a decenas por la malaria, el cólera y la disentería. Una fundación que se realizo en medio de un conflicto sangriento entre dos comunidades, y que terminaría del mismo modo sangriento.
Una obra política por tanto, un aspecto que seguramente, se hubiera acentuado en posteriores redacciones de la novela, pero una obra humanista, al mismo tiempo. Un humanismo que se traduce en que la narración nunca se convierte en denuncia explícita, en que Camus jamás se coloca de un lado concreto, ni de los argelinos ni de los pieds noirs, sino que constata el pecado original de aquella fundación colonial y el resultado inevitable en el que desemboca.
Inevitable y fatalista, por tanto, puesto que a pesar de las personas particulares, árabes y franceses, cada una con su historia digna de ser contada, cada una con sus razones y problemas, cada una al fin y al cabo, buena y justa, el conflicto entre los pueblos y su resolución sangrienta no podrá ser evitado, ocurrirá necesariamente, y nada quedará de aquellos que, durante unos decenios, hicieron de aquella tierra su patria.
Pero esto es secundario, o al menos lo es en el estado en que nos ha llegado la novela. Lo que destaca en este fragmento de borrador es precisamente la faceta humanista de Camus, ese algo que une todas sus obras y que sólo aquí se muestra en solitario. En efecto, lo que se puede leer ahora de ese Le premier Homme, es la narración de la infancia y adolescencia argelina de su protagonista, el alter ego de Camus, narrada en todo momento desde dentro, en una sobria tercera persona, como si nosotros los lectores experimentásemos todas y cada una de las vivencias que van sedimentándose en el interior del protagonista y construyendo su personaje.
Una de esas escasas novelas, como digo, donde tenemos una visión de la juventud y de la infancia que parece haber sido escrita por alguien de esa edad, por la cantidad de pequeños detalles, de anécdotas y de vivencias incluidos, y que sólo alguien que los tuviera muy frescos, que los acabase de vivir, sería capaz de ponerlos por escrito con esa precisión y veracidad. Sin contar, claro está, como ese conjunto de trivialidades y banalidad que es la infancia y juventud, conecta, en manos de Camus, con la experiencia que todos hemos tenido de ese tiempo, se hace universal, reconocible, compartido. No es la infancia de un francés argelino, es la infancia común de todos nosotros.
Una novela en fin, que demuestra la maestría y el dominio del oficio de un escritor de antaño, antes de los ordenadores, su corrección al vuelo, su corta y pega. Los tiempos en que capítulos enteros se tenían que guardar, reconstruir y remozar previamente en la cabeza, puesto que corregirlos y reescribirlos era una tarea inabordable, con lo cual el resultado, ya desde los primeros borradores, era casi perfecto, casi listo para ser impreso, excepto las inevitables erratas, excepto por las dudas y los temores del escritor, esos callejones sin salida creativos que llevan a repudiar hojas y hojas magníficas, porque no coinciden con lo que se quería decir, porque no expresan, a pesar de su perfección, aquello que se deseaba.
Y esto nos sirve para concluir, porque otra cosa admirable de este borrador, además de su coherencia narrativa, de ser prácticamente una novela acabada, es la belleza, la serenidad, la tersura del estilo con que esta escrita, donde apenas es posible encontrar una frase a la que le sobre o le falte algo.
Algo que como digo, solo está alcance de los grandes escritores, con muchos años de experiencia.
Por supuesto, había muchas razones para ese prestigio. En primer lugar, la obra del autor francés era eminentemente política, algo que cabía esperarse de alguien que viviera la ocupación nazi, las esperanzas de la liberación y el terremoto ideológico que supusieran las guerras de Indochina y Argelia, para la tan aparentemente moderna y liberal sociedad francesa. Una situación política que necesariamente debía resonar en nosotros, cuya niñez asistiera a la descomposición de una dictadura y al surgimiento de una democracia, casi de la nada, y en cuyas mentes se entrechocaban el cristianismo aún universal en occidente, los cismas excluyentes entre sí del marxismo, las ideas aún relucientes pero ya reducidas a curiosidad histórica, del 68, sin contar las múltiples guerras culturales entre tradición y modernidad, alta y baja cultura, etc, etc.
Pero había algo más en Camus. Todos sabemos de escritores eminentemente políticos que no ha pasado de pergeñadores de panfletos y que han sido rápidamente olvidados, una vez pasado el momento histórico al que pertenecían. Camus, sin embargo, y en esto no creo descubrir nada, era profundamente humanista, en el sentido de que para él, las personas particulares estaban antes de cualquier idea, o por decirlo recurriendo a un extremo expresivo, que las ideas, cualquier idea, eran prescindibles, fáciles de arrojar al cubo de la basura, mientras que las personas particulares no lo eran, y que por tanto, la piedra de toque que debía servirnos para juzgar la validez de cada idea era precisamente en el modo en que trataba a la gente del montón.
Todas estas divagaciones vienen a cuento de que estaba leyendo últimamente la obra inacabada, apenas primer borrador, de la novela que Camus estaba escribiendo justo antes de morir en un accidente de circulación, y que se centra en la infancia argelina de un francés nacido allí, trasunto literario del propio escritor y de su infancia.
No es que esta novela, o lo que nos ha llegado de ella, no sea una obra política El tiempo presente de la narración es el de la guerra de independencia del país árabe frente a los franceses. Un tiempo en que ejército francés y guerrillas del FLN se dedicaban a exterminarse entre sí y a los civiles del bando opuesto, una situación que aparece a retazos en el viaje iniciático del protagonista, en busca de su padre, en forma de bombas en las calles de Árgel, y de la evacuación de los colonos franceses de la región, expulsado por una mayoría de población árabe que recupera sus tierras... porque y Camus nos lo cuenta claramente, los colonos franceses (y los emigrantes españoles que llegaran después) no se asentaron en un espacio vacío, sino que desplazaron a otras gentes que ya estaban allí, una victoria que pagarían muriendo a decenas por la malaria, el cólera y la disentería. Una fundación que se realizo en medio de un conflicto sangriento entre dos comunidades, y que terminaría del mismo modo sangriento.
Una obra política por tanto, un aspecto que seguramente, se hubiera acentuado en posteriores redacciones de la novela, pero una obra humanista, al mismo tiempo. Un humanismo que se traduce en que la narración nunca se convierte en denuncia explícita, en que Camus jamás se coloca de un lado concreto, ni de los argelinos ni de los pieds noirs, sino que constata el pecado original de aquella fundación colonial y el resultado inevitable en el que desemboca.
Inevitable y fatalista, por tanto, puesto que a pesar de las personas particulares, árabes y franceses, cada una con su historia digna de ser contada, cada una con sus razones y problemas, cada una al fin y al cabo, buena y justa, el conflicto entre los pueblos y su resolución sangrienta no podrá ser evitado, ocurrirá necesariamente, y nada quedará de aquellos que, durante unos decenios, hicieron de aquella tierra su patria.
Pero esto es secundario, o al menos lo es en el estado en que nos ha llegado la novela. Lo que destaca en este fragmento de borrador es precisamente la faceta humanista de Camus, ese algo que une todas sus obras y que sólo aquí se muestra en solitario. En efecto, lo que se puede leer ahora de ese Le premier Homme, es la narración de la infancia y adolescencia argelina de su protagonista, el alter ego de Camus, narrada en todo momento desde dentro, en una sobria tercera persona, como si nosotros los lectores experimentásemos todas y cada una de las vivencias que van sedimentándose en el interior del protagonista y construyendo su personaje.
Una de esas escasas novelas, como digo, donde tenemos una visión de la juventud y de la infancia que parece haber sido escrita por alguien de esa edad, por la cantidad de pequeños detalles, de anécdotas y de vivencias incluidos, y que sólo alguien que los tuviera muy frescos, que los acabase de vivir, sería capaz de ponerlos por escrito con esa precisión y veracidad. Sin contar, claro está, como ese conjunto de trivialidades y banalidad que es la infancia y juventud, conecta, en manos de Camus, con la experiencia que todos hemos tenido de ese tiempo, se hace universal, reconocible, compartido. No es la infancia de un francés argelino, es la infancia común de todos nosotros.
Una novela en fin, que demuestra la maestría y el dominio del oficio de un escritor de antaño, antes de los ordenadores, su corrección al vuelo, su corta y pega. Los tiempos en que capítulos enteros se tenían que guardar, reconstruir y remozar previamente en la cabeza, puesto que corregirlos y reescribirlos era una tarea inabordable, con lo cual el resultado, ya desde los primeros borradores, era casi perfecto, casi listo para ser impreso, excepto las inevitables erratas, excepto por las dudas y los temores del escritor, esos callejones sin salida creativos que llevan a repudiar hojas y hojas magníficas, porque no coinciden con lo que se quería decir, porque no expresan, a pesar de su perfección, aquello que se deseaba.
Y esto nos sirve para concluir, porque otra cosa admirable de este borrador, además de su coherencia narrativa, de ser prácticamente una novela acabada, es la belleza, la serenidad, la tersura del estilo con que esta escrita, donde apenas es posible encontrar una frase a la que le sobre o le falte algo.
Algo que como digo, solo está alcance de los grandes escritores, con muchos años de experiencia.
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