Hace siete años, emprendí un viaje a Uzbekistán. Un lugar que dicho así, puede no significar nada para el lector, pero que si pronunciara el nombre de Samarcanda, debería despertar una serie de asociaciones muy precisas, la ruta de la Seda, la capital de Tamerlán, la última ciudad conquistada por Alejandro en casi los límites del mundo, el culmen en definitiva del exotismo y el refinamiento.
Es en estos viajes cuando descubre uno la inmensidad del mundo. Llegar hasta allí, lleva casi un día entero en avión, escalas incluidas. Una travesia que destroza el cuerpo y la mente, que embota ambos y los deja fuera de funcionamiento, descolocados, por la falta de sueño y el cambio ritmos horarios.
Pero ninguna de nuestras molestias actuales, no pasa de ser eso, molestias, comparada con las penalidades de los viajeros de antaño. Llevaba conmigo en ese viaje la crónica de otro viaje del siglo XV, que recorriera casi la misma ruta, de España a Constantinopla, de Constaninopla a Samarcanda, la embajada famosa de Ruy de Clavijo a Tamerlán, enviada por un rey castellano que esperaba convencer al último de los mogoles para que se aliase con él en la lucha contra el moro, al enterarse de como el guerrero de las estepas había aplastado el ejército del sultán otomano en la batalla de Angora, la actual Ankara, y se lo había llevado prisionero a Samarcanda, retrasando cincuenta años la caída del Imperio Bizantino.
Lo que más me llamaba la atención, según leía la crónica de aquel viaje, me llamaba la atención comprobar que se trataba de un asunto de vida o muerte. Los viajeros sabían que no habrían de llegar todos con vida al destino, que alguno se quedaría por el camino. No por los peligros de los hombres, no por las guerras, no por los bandidos, no por el capricho y la arbitrariedad de los gobernantes y las gentes de los países que cruzaban.
No. Simplemente porque aquel viaje habría de durar muchos meses. Meses cuyos días se reducirían a caminar y caminar, sin tregua ni descanso, puesto que un retraso podía estropear la misión, cambiar las circunstancias, invalidar su permisos y salvoconductos. Un tiempo de ejercicio continuo que acabría en el agotamiento, un agotamiento que les debilitaría, una debilidad que les haría más sensibles a las enfermedades, unas enfermedades que les llevarían a la tumba.
De esa manera, la crónica del viaje, según se adentran en Irán y luego en los desiertos inmensos que les separaban de Samarcanda, deja de prestar atención a los pueblos y a las tierras que visitan. Poco a poco, sólo queda un tema. Hoy, tal cayó enfermo. Hoy, no podía continuar la marche. Hoy, tememos que nos abandone para siempre. Una crónica que deja de ser el relato sereno y reposado que era hasta ese momento, y que poco a poco se va tiñiendo de una cierta desesperación, porque la meta está cerca, lo peor ya ha pasado, y sin embargo, todo puede acabar yéndose al traste, puesto que todos absolutamente todos están gravemente enfermos y no saben si podrán avanzar un día más, una legua más.
Todo se fue al traste finalmente. No por falta suya. El aliado al que iban a ver, el mogol dueño del mundo que tendría que ayudarles a combatir al moro, era un musulman él mismo. Alguien que había conquistado el mundo mediante la fuerza bruto, y para el que las gentes se dividían en dos clases, los que se le sometían y se convertían en sus subditos, los que se le oponían y eran exterminados. Un hombre que por tanto sólo tenía una pregunta para aquellos castellanos, si le rendirían pleiteisa o no.
Una misión que se fue al traste también por otras razones, porque Tamerlan habría de morir al poco de abandonar ellos su corte, y su imperio se descompondría tan rápido como había sido construido, casi sin dejar rastro, excepto algunas mezquitas, palacios y madrasas destartalados.
Aquellos castellanos no habían sido los únicos europeos que habían llegado a esas tierras. Antes que ellos, esos desiertos que yo sobrevolaba y que luego habría de recorrer en autobús, habían sido cruzados a pie por el ejército de Alejandro que, desde Afagnistán había llegado hasta Samarcanda. Un viaje que, nos cuentan los cronistas, Marco Rufio y Arriano, estuvo lleno de terrores difusos, de amenazas que no existían, excepto en la imaginación de los macedonios, pero que hubieran bastado para provocar el pánico, y el pánico una estámpida similar a la de los rebaños enloquecidos.
Así, los cronistas nos hablan de las voces que se oían en medio de la noche, de las formas desconocidas que rondaban el campamento, de todo los fantasmas de la obscuridad que se desvanecían en la nada cuando se reunía el valor y se marchaba a su encuentro. También nos hablan del río de aguas gélidas, el Yaxartes, el Sir Daria actual, que fluía en medio del desierto, amplísimo y sin vados, de aguas rugientes y obs curas, y en el cual muchos de los macedonios habrían de perder la vida ahogadas.
Yo también vi ese río, rodeado por la nada, enterrado en el surco que sus aguas habían excavado, inmenso y majestuoso, producto de quién sabe qué milagro, y llegué también, en cierta manera, a comprender el miedo, el terror que puede provocar el desierto, ése desierto en partícular, porque desde la ciudad, desde la carretera, no parece peligroso, tan plano es que no piensa uno que pueda extravieras, y está cubierto de vegetación, de forma que aparenta rebosar de agua.
Es una ilusión, basta adentrarse unas decenas de metros, para descubir que es una sucesión de colinas y hondonadas, desde cuyo fondo no es posible ver nada, excepto las cimas verdes de las elevaciones más cercanas, a las cuales hay que escalar si quiere vislumbrar algún punto de referencia, pero para ello hay que recorrer la arena y la tierra suelta, realizar un esfuerzo agotador, sólamente para descubrir un paisaje que es igual en todas las direcciones, donde todas ycada una de ellas son la equivocada.
Un lugar donde reína el silencio más absoluto, el que hace que te duelan los oídos y nos escuches ni tus propios gritos.
Es en estos viajes cuando descubre uno la inmensidad del mundo. Llegar hasta allí, lleva casi un día entero en avión, escalas incluidas. Una travesia que destroza el cuerpo y la mente, que embota ambos y los deja fuera de funcionamiento, descolocados, por la falta de sueño y el cambio ritmos horarios.
Pero ninguna de nuestras molestias actuales, no pasa de ser eso, molestias, comparada con las penalidades de los viajeros de antaño. Llevaba conmigo en ese viaje la crónica de otro viaje del siglo XV, que recorriera casi la misma ruta, de España a Constantinopla, de Constaninopla a Samarcanda, la embajada famosa de Ruy de Clavijo a Tamerlán, enviada por un rey castellano que esperaba convencer al último de los mogoles para que se aliase con él en la lucha contra el moro, al enterarse de como el guerrero de las estepas había aplastado el ejército del sultán otomano en la batalla de Angora, la actual Ankara, y se lo había llevado prisionero a Samarcanda, retrasando cincuenta años la caída del Imperio Bizantino.
Lo que más me llamaba la atención, según leía la crónica de aquel viaje, me llamaba la atención comprobar que se trataba de un asunto de vida o muerte. Los viajeros sabían que no habrían de llegar todos con vida al destino, que alguno se quedaría por el camino. No por los peligros de los hombres, no por las guerras, no por los bandidos, no por el capricho y la arbitrariedad de los gobernantes y las gentes de los países que cruzaban.
No. Simplemente porque aquel viaje habría de durar muchos meses. Meses cuyos días se reducirían a caminar y caminar, sin tregua ni descanso, puesto que un retraso podía estropear la misión, cambiar las circunstancias, invalidar su permisos y salvoconductos. Un tiempo de ejercicio continuo que acabría en el agotamiento, un agotamiento que les debilitaría, una debilidad que les haría más sensibles a las enfermedades, unas enfermedades que les llevarían a la tumba.
De esa manera, la crónica del viaje, según se adentran en Irán y luego en los desiertos inmensos que les separaban de Samarcanda, deja de prestar atención a los pueblos y a las tierras que visitan. Poco a poco, sólo queda un tema. Hoy, tal cayó enfermo. Hoy, no podía continuar la marche. Hoy, tememos que nos abandone para siempre. Una crónica que deja de ser el relato sereno y reposado que era hasta ese momento, y que poco a poco se va tiñiendo de una cierta desesperación, porque la meta está cerca, lo peor ya ha pasado, y sin embargo, todo puede acabar yéndose al traste, puesto que todos absolutamente todos están gravemente enfermos y no saben si podrán avanzar un día más, una legua más.
Todo se fue al traste finalmente. No por falta suya. El aliado al que iban a ver, el mogol dueño del mundo que tendría que ayudarles a combatir al moro, era un musulman él mismo. Alguien que había conquistado el mundo mediante la fuerza bruto, y para el que las gentes se dividían en dos clases, los que se le sometían y se convertían en sus subditos, los que se le oponían y eran exterminados. Un hombre que por tanto sólo tenía una pregunta para aquellos castellanos, si le rendirían pleiteisa o no.
Una misión que se fue al traste también por otras razones, porque Tamerlan habría de morir al poco de abandonar ellos su corte, y su imperio se descompondría tan rápido como había sido construido, casi sin dejar rastro, excepto algunas mezquitas, palacios y madrasas destartalados.
Aquellos castellanos no habían sido los únicos europeos que habían llegado a esas tierras. Antes que ellos, esos desiertos que yo sobrevolaba y que luego habría de recorrer en autobús, habían sido cruzados a pie por el ejército de Alejandro que, desde Afagnistán había llegado hasta Samarcanda. Un viaje que, nos cuentan los cronistas, Marco Rufio y Arriano, estuvo lleno de terrores difusos, de amenazas que no existían, excepto en la imaginación de los macedonios, pero que hubieran bastado para provocar el pánico, y el pánico una estámpida similar a la de los rebaños enloquecidos.
Así, los cronistas nos hablan de las voces que se oían en medio de la noche, de las formas desconocidas que rondaban el campamento, de todo los fantasmas de la obscuridad que se desvanecían en la nada cuando se reunía el valor y se marchaba a su encuentro. También nos hablan del río de aguas gélidas, el Yaxartes, el Sir Daria actual, que fluía en medio del desierto, amplísimo y sin vados, de aguas rugientes y obs curas, y en el cual muchos de los macedonios habrían de perder la vida ahogadas.
Yo también vi ese río, rodeado por la nada, enterrado en el surco que sus aguas habían excavado, inmenso y majestuoso, producto de quién sabe qué milagro, y llegué también, en cierta manera, a comprender el miedo, el terror que puede provocar el desierto, ése desierto en partícular, porque desde la ciudad, desde la carretera, no parece peligroso, tan plano es que no piensa uno que pueda extravieras, y está cubierto de vegetación, de forma que aparenta rebosar de agua.
Es una ilusión, basta adentrarse unas decenas de metros, para descubir que es una sucesión de colinas y hondonadas, desde cuyo fondo no es posible ver nada, excepto las cimas verdes de las elevaciones más cercanas, a las cuales hay que escalar si quiere vislumbrar algún punto de referencia, pero para ello hay que recorrer la arena y la tierra suelta, realizar un esfuerzo agotador, sólamente para descubrir un paisaje que es igual en todas las direcciones, donde todas ycada una de ellas son la equivocada.
Un lugar donde reína el silencio más absoluto, el que hace que te duelan los oídos y nos escuches ni tus propios gritos.
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