A las afueras de Samarcanda, tras el inmenso montículo donde están enterradas las ruinas de la ciudad que conquistara Alejandro, hay una pequeña colina rodeada de árboles.
Desde fuera, excepto por la estatua de un gobernante, Ulugh Beg, nieto de Tamerlán y un torre de construcción moderan que se eleva sobre las copas del bosquecillo, nada hace sospechar que allí hubiera algo especial. Tampoco lo parece cuando se alcanza la cima de la colina. Una explanada, la entrada de la torre en cuyo interior hay algunas pinturas, nada de importancia, nada que lo distinga de un parque más en una ciudad más.
Excepto una especie de cobertizo en medio de la plaza.
Cuando se entra cegado por la luz de sol, apenas puede verse más que una zanja. Cuando los ojos se aconstumbran la cosa no mejora, apenas unos cuantos escalones que llevan hasta el fondo, enmbarcados por dos barandillas, sucias y gastadas.
Podría irse uno desilusionado, enfadado por haber caminado hasta allí para encontrarse con cuatro piedras viejas, pero si uno se toma el tiempo para ver y comprender, se llevará una sorpresa.
Los escalones no descienden en línea recta, lo hacen siguiendo un círculo, como si se tratase de un arco de una inmensa rueda, tan alta como una casa de seis pisos. A intervalos regulares, se han tallado hendiduras en las barandillas, y sobre ellas símbolos.
Esta escalera no es tal escalera, se trata de la parte baja un inmenso astrolabio, orientado al sur, un lugar donde un observador, subiendo y bajando por los tramos, podía medir la posición de una estrella que se encontrase en su visual.
Tan preciso era este instrumento, que las tablas astrales elaboradas con él, a mediados del siglo XV, se convirtieron en las más precisas nunca elaboradas, tanto que en occidente sólo serían superadas un siglo y medio más tarde, casi en el XVII, por la información compilada por Tycho Brahe y utilizada por Kepler.
Nunca se supo de esta proeza en occidente, hasta que ya se habían quedado anticuada, tampoc tuvieron la repercusión que debían en el mundo musulman. Babur llegó a ver el observatorio, aún intacto y se maravilló con la obra de su antepasado, no sobreviría mucho tiempo, sería derribado por fanáicos, puesto que no servía al dios único y verdadero.
Su creador había sucumbido mucho antes. Había tenido la audacia, en pleno siglo XV, de afirmar que la ciencia era más importante que la religión, que en caso conflicto era la ciencia quien debía tener la primacía.
Su destino fue el mismo que el de muchos reformadores y progresistas, aún en el siglo XX, juzgado y condenado por las autoridades religiosas, fue depuesto y asesinado.
Una víctima más de la superstición y el fanatismo. Un héroe al que debería ponerse de ejemplo del mundo musulmán, convertirse en su modelo y en su orgullo... pero ahora está más de moda proteger y aplaudir a los imanes, los mismos que le derribaron.
Los mismos que derribarán a cualquiera que se atreva a retar su poder.
No hay comentarios:
Publicar un comentario