A principios del siglo XVI, vivió en el Asia central BAbur, un descendiente lejano de Tamerlán.
Su carrera es propia de una novela de aventuras, príncipe del valle de la Fergana, en el actual Uzbekistán, y se embarcó en la conquista de Samarcanda, la antigua capital de sus antepasados. Consiguió conquistarla, pero perdió su reíno de origen y cuando volvía a recuperarla, perdió también Samarcanda.
Durante años vivió como un fugitivo, casi un bandido, apoyando a unos señores contra otros, conquistando esta o aquella fortaleza, tentando nuevamente la toma de Samarcanda, perdiendo de nuevo todo... hasta que harto de dar vueltas y revueltas, se dirigió a Kabul y se hizo con la mayor parte de Afganistan.
Contra todo pronóstico consiguió afianzarse allí, a pesar de sus muchos enemigos. No volvería a hacerse con territorios en Asia Central y sus reitarados intentos acabaron casi en catástrofe para él y los suyos. Otro, asqueado, hubiera dejado las campañas y dedicado a disfrutar de lo que había conseguido al fin, pero él había sido guerrero desde que tuvo uso de razón y no podía dejar de guerrear.
Así que se dirigió hacia la India, conquisto lo que es ahora Pakistán, se lanzó contra Dheli y venció a los príncipes hindúes que se le oponían en Panipat. No se detuvo ahí. Enfrentado a una coalición de reyes, tanto musulmanes como hindúes, les derroto en la batalla de Kanauj y se hizo con todo el valle del Ganges, hasta Calcuta y Bangladesh
Suyo era todo el norte de la India, de Afganistán a Birmania. Su imperio, el Imperio Mogol de la India, duraría dos siglos hasta 1730, cuando la locura de Aurengzeb lo hizo caer, pero aún así sus descendiente continuarían gobernando Dehli hasta que los ingleses los depusieran en 1854, tras la Revuelta de los Cipayos. No pasaron inadvertidos a Europa en esos dos siglos de gloria, embajadores de todas las potencias pasarían por su corte para pedir favores y se harían lenguas de las riquezas, el poder y la magnificencia de esa corte.
Pero si Babur fuera sólo un conquistador, uno más de los que han aparecido y desaparecido en la historia, dejando tras de sí una estela de muerte y destrucción, no merecería que se le recordase. Él escribió una de las autobografías más asombrosas que existen, algo que en nuestro entorno cultural sólo es comparable a las obras de César.
Una lectura apresurada no lo muestra. Larguísimas enumeraciones, complejas líneas sucesorias, fanatismo religioso e intolerancia, puntúan aquí y allá el texto. El que se atreva a perderse en la selva de su narración se llevará reconfortantes sorpresas, puesto que Babur, a pesar de la gloria que alcanzó, no se proponé enzalzarse y elevarse. Sus errores, sus equivocaciones, su debilidades están ahí, y el, con una sinceridad increíble para un guerrero o un estadísta, las va desgranando, señalando, criticando, llorando incluso.
Babur no es un guerrero como los que nos imaginamos ahora, dedicado al exterminio y la matanza. Extrañamente, es un presencia cercana a su contemporáneo Garcilaso, uno de aquellos caballeros, imbuídos de un concepto del honor periclitado, que sabían manejar por igual, tanto la pluma como la espada.
De este modo el mismo espacio que se dedica a las batallas, se dedica a la poesía, a la música, a las bellas artes, a recordar todas aquellas personas que dedicaron su vida a la belleza, ese concepto del que tanto se ríe ahora occidente, pero que para Garcilaso, para Babur, para mi mismo era el más noble de todos, por encima incluso del oficio de las armas, el único merecedor de que se grabasen y conservasen los nombres de sus practicantes.
Pero no extingue en eso. Si algo emociona en Babur es su inocencia, impropia de un guerrero, la sensibilidad y sinceridad con que narra los más mínimos accidentes que ocurren en su alma.
Como el día en que, tras muchos años de separación, se encontró con su hermana y ambos fueron incapaces de reconocerse.
O como el día en que probó por primera vez el alcohol.
O como el día en que sintió la llamada del primer amor.
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