A finales del siglo XIV, en plena guerra de los cien años, vivió Cristina de Pisano.
Como todas las mujeres de su época, se casó muy joven y, como todas, tuvo hijos, tres concretamente, pero cuando su marido murió, no eligió el camino que la sociedad de su tiempo le reservaba, el convento, sino que prefirió convertirse en la señora de su casa, críar por sí sola a sus hijos, y lo que era mayor escandalo y asombro, convertirse en escritora.
No una escritora cualquiera. No una que cantase a la virtud y a la obediencia, sino una que cantase al amor y a la libertad en él, para granjearse, entre sus contemporáneosm la reputación de mujer masculina y, al mismo tiempo, el respeto y la admiración por sus dotes poéticas.
Así entr muchas obrasLa cité des Dames. Al igual que la Grecia de Aristófanes, la Francia de Cristina sufría en medio de una guerra, un conflicto al que nadie veía fin y que parecía enconarse año tras año, reclamando más y más víctimas, hasta consumir el mundo entero.
No queda otra solución tanto para Aristófanes y Cristina que construirse su propio paraíso, libre de los defectos y conflictos de la humanidad. Los protagonistas de ambas obras, Las aves y La Cité des Dames huyen su tiempo y realidad, del que no pueden esperar sino dolor y sufrimiento, para encerrarse en un espacio que les es propio y del que excluyen a todos aquellos que traen injusticia y desperación al mundo.
La ciudad de los justos, construida por los justos, reservada para los justos.
Así, en los bellos códices ilustrados de la época, Cristina aparece representada, escribiendo en su estudio, lugar donde razón, honestidad y justicia se le aparecen. Vienen a ayudarla a construir su ciudad y, en la siguiente ilustración, sin apenas ruptura, vemos a las cuatro mujeres trabajando, acarreando ladrillos, extendiendo el mortero con la llana, alineando las piedras de los muros, las murallas que habrán de proteger su ciudad, que la harán poderosa e inexpugnable, a salvo de las iniquidades y argucias de los hombres.
Porque esta ciudad que Cristina construye, la edifica para las mujeres. Los hombres han traído esta guerra, los hombres se llevan a los hijos de las mujeres para que mueran en las batallas, los hombres buscan la fama y la gloria, para traer en cambio la muerte y la destrucción, la violencia contra todos los que son más débiles en ese instante, empezando y terminando por las mujeres.
La ciudad de las damas, construida por las mujeres, gobernada por las mujeres. El lugar donde los hombres tienen vedado el paso. El ámbito que no podrán ensuciar con su violencia y su estupidez, su deseo inextinguible de vivir para la guerra y por la guerra, hasta que no quede ninguno vivo. El único espacio donde las virtudes, Razón, Honestidad y Jusitica podrán vivir, rodeadas de aquellas que creen y confían en ellas.
Sin embargo, la elaboración del códice fue encargada y por un hombre, el duque de Berry, ilustrada asímismo, con delicadeza y sensibilidad por otro hombre, conservada generación tras generación por otros hombres. Extraña paradoja. El libro de las mujeres, destinado a consolarlas, a fomentar su orgullo frente a los hombres, escrito con el mismo impulso que movió a Lisístrata a rebelarse contra la guerra que asolaba Grecia, conservado por sus enemigos, los hombres, aquellos que tenían prohibido el acceso a la ciudad perfecta, la nueva Jerusalem
¿Qué sentimiento podría animarles?
Quizás es algo que sólo conocen aquellos que se han exiliado de la ciudad de los hombres, y vagan por los eriales que les separan de la ciudad de las mujeres, contemplando sus torres y almenas desde la lejanía, los pináculos, las cúpulas, las relucientes techumbres, sabiendo que su sitio tampoco está allí dentro, que nunca serán admitidos tras esas puertas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario