Hacía 1974, un año antes de su muerte, Sostakovich escribió su último cuarteto. Estaba ya muy enfermo, sometido a medicación, y ese estado se trasluce en sus tres últimos cuartetos, una música a contrapelo, alucinatoria, sin que le importanse ya el público a quien fuese dirigido. Una partitura con anotaciones como las siguientes "tocadla tan lenta que las moscas caigan muertas por aburrimiento".
¿En quién pensaba Sostakovich cuando componía esta música? ¿A qué público dedican los compositores sus composiciones? ¿quién imaginan que escuchará su garabatos?
Seguramente, no pensaría que alguien como yo lo escuchara, al igual que dudo que se diera cuenta de que con él, en esos años, moría la gran tradicíón musical de Occidente, aquella que nació con el canto Gregoriano y los trovadores, aquella que generación tras generación consideraron la música y que ahora es sólo una más entre muchas, cada vez más despreciada y olvidada.
No. No pensaba en mí.
En 1974 yo tenía siete años. El dictador, ése que lo dejo todo atado y bien atado, aún vivía. Yo no comprendía nada de lo que ocurría a mi alrededor, pero sentía la inquietud de mis mayores, sus miedos, sus silencios elocuentes. No sabía que un hombre llamado Sostakovich agonizaba casi al otro lado del mundo, no supe que existía hasta muchos después, en el 81, en la asignatura de historia de la música.
No escuché este cuarteto hasta el año 2002, en verano. Fue como un enamoramiento, como si hubiera encontrado lo que me faltaba en el momento que me faltaba. Día tras día, lo ponía, únicamente el primer movimiento, haciendo que se repitiera una y otra vez, hasta que llegaba la hora de marcharme.
Era agosto, no había nadie en el despacho que compartía con otros, estaban de vaciones, así que no te tenía miedo en dejarme llevar por mis sentimientos, en permitir que las lágrimas aflorasen a mis ojos y llorar largo tiempo.
Aquello había sido escrito por un hombre agonizante. No había desesperación. No había rebelión. No había violencia. Las notas fluían dulcemente, lentas, como intentando alargar el tiempo que les había sido concedidas, como intentando atrasar el final inevitable, como intentando permanecer un instante más en este mundo, creyendo que lo que no había podido ser, podría ocurrir aún, sintiendo melancolía por lo que nunca había existido, por lo que nunca habría de existir.
Ese dolor, sordo, inextingible, paralizador, era el mío. Exactamente el mismo que sentía yo aquel año. Como si hubieran disecado mi alma y me la presentasen en una vitrina.
Tiempo. Distancias. Lenguas. Culturas. Ideologías. Vidas. Todo había sido abolido. El anciano agonizante y el niño que no entendía el mundo en el que había nacido nunca llegaron a conocerse, nunca llegaron a sospechar de su exitencia.
Aquel año, sin embargo, aquel hombre, a través de su obra, me parecía más cercano, más vivo, más real, que todo el resto de mis semejantes.
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