lunes, 4 de enero de 2021

Nieblas y cortinas de humo (y II)

Con independencia de cuál de las posiciones expuestas se considere más plausible, ambas comparten una serie de aspectos que p0ueden considerarse resultados suficientemente seguros de una reconstrucción crítica. Primero, el proyecto de Jesús tuvo una dimensión política y nacionalista que fue nuclear en su visión, hasta el punto de que, sin ella, su figura -así como el texto de los evangelios- resulta ininteligible. Segundo, Jesús no se opuso por principio a la violencia y no fue un pacifista avant-la-lettre. Tercero, al igual que tantos otros profetas milenaristas en la historia, Jesús creyó -y prometió a sus seguidores- que en el momento oportuno tendría lugar una asistencia sobrenatural en sus esfuerzos por destruir el orden repudiado: Dios intervendría de manera decisiva a su favor.

Fernando Bermejo Rubio.

En el estudio del primer cristianismo y su fundador, Jesús, recientemente ha tomado cierto auge una corriente que en inglés recibe el nombre de mythicism. Estos miticicistas sostienen que nunca existió un Jesús real, cuyos hechos fueran recogidos en los evangelios. Bien fue un invento de los primeros cristianos, con el apóstol Pablo como principal sospechoso, bien lo que nos ha llegado está tan embellecido y distorsionado que nada tiene que ver el personaje, o personajes, al que se refieren. Esta postura puede parecer radical, pero se fundamenta en un hecho incontestable, que ya comentamos en la historia anterior: los evangelios son fuentes tardías, basadas en una tradición oral que ha sido remozada para servir los intereses de comunidades cristianas muy concretas, lo que lleva a que incurran en frecuentes contradicciones, en su mayor parte irresolubles.

Este problema fundamental en las fuentes resulta exasperante para todo estudioso serio, en especial, aquéllos que intentan descubrir al Jesús real, no al de la doctrina. Al final, lo único que podemos concluir, basándonos en los evangelios, es que en algún momento hacia el año 30 surgió un predicador, en apariencia venido de Nazaret, que tras un breve periodo de actividad pública -menos de un año, para Marcos, tres, para Juan - fue hecho preso por las autoridades romanas durante la Pascua judía, para ser crucificado al punto, como rebelde al poder imperial. Poco más, puesto que en el resto de detalles las fuentes no hacen más que contradecirse, empezando por el día en que tuvo lugar su ejecución: el viernes, para los evangelistas sinópticos, el jueves, para Juan. Sin embargo, aunque parezca que se está en un callejón sin salida, en realidad muchos de los problemas que afectan a los evangelios son comunes a las fuentes de la antigüedad. La utilización de los mismos métodos críticos podría llevarnos a alguna conclusión substancial. Veamos cómo.

Los métodos que los historiadores clásicos utilizan a la hora de evaluar las fuentes suelen ser tres: la concordancia entre fuentes independientes, la coherencia de lo narrado con lo conocido en la época y, por último, la llamada lectio difficilior, es decir, la pervivencia de elementos contrarios a la mentalidad del narrador. No obstante, la conconcordancia es de poca utilidad en el caso de los evangelios. Tres de ellos son llamados sinópticos por las similitudes entre sus contenidos, de manera que gran número de historias aparecen en los tres, aunque en diferentes versiones. Se podría pensar, por tanto, que esto constituye una prueba de la historicidad de estos episodios compartidos, sino fuera porque los sinópticos no son independientes. El consenso es que Mateo y Lucas utilizaron el de Marcos como base para sus escritos, modificando su relato para adecuarlo a las creencias de sus respectivas comunidades. Juan, por su parte, sólo coincide en datos muy concretos -apenas los del resumen esbozado más arriba-, mientras que el resto no tienen correlato en otras partes de la Biblia. Sin olvidar, además, que Juan no es un evangelio narrativo, sino uno doctrinal, en el que intenta ya una deificación -la cristología- del personaje de Jesús.

¿Y sobre el ambiente? Aquí tenemos algo más de suerte. No sólo tenemos la obra entera de Flavio Josefo, un judio del siglo I d.C que narró la historia de ese periodo por duplicado, en las Antigüedades de los Judíos y en la Guerra de los Judíos, sino que además contamos con los manuscritos de del Mar Muerto, una ventana abierta a la mentalidad religiosa de ese periodo. Lo que se puede concluir de ambas fuentes es que el judaísmo de ese tiempo estaba obsesionado con un hecho que había ocurrido dos siglos antes, a mediados del siglo II a.C,: la rebelión de los Macabeos. Esta familia había liderado una rebelión triunfante contra los emperadores seleúcidas, quienes se habían propuesto una helenización forzosa del pueblo judío. Por supuesto, el grado y la coerción de esta helenización son discutibles, pero lo que importa aquí es que amplios sectores del judaísmo del siglo primero esperaban que se repitiese algo similar contra el dominio romano: el ascenso de un Mesias que con la ayuda de Dios derrotase a los gentiles e instaurase el reino divino.

Así, en los manuscritos de Qumrán se teoriza con cómo tendría lugar esa guerra sagrada, además de instituir las leyes por las que la nueva comunidad habría de regirse. En general, la lectura más rigorista ante los muchos puntos obscuros de la ley mosaica. Josefo, por su parte, registra una larga lista de rebeldes religioso-políticos, unos movimientos que consiguen reunir multitudes bajo su liderazgo, marchan hacia Jerusalén y son derrotados por las armas romanas, a lo que sigue una represión fiera y ciega. El punto culminante -y de no retorno- será la rebelión judia del 66 al 70, que concluirá con la toma, saqueo y destrucción de Jerusalén. Sin embargo, hay que matizar la repercusión de estos movimientos religiosos en la sociedad. La elites -fariseos y saducesos- era prorromanas, en la medida que estos les aseguraban la tranquilidad para mantener su predominancia y no se inmiscuían en sus creencias religiosos. Es sólo en el año 66, cuando el procurador romano rompe ese pacto tácito y las élites temen verse superadas por los extremistas -como bien reflejó Josefo-, que se produce el vuelco definitivo.

Es el momento de hablar del otro lado, el romano. El Imperio romano debe su larga vida a su poder integrador. No en el sentido de forzar una cultura única sobre poblaciones preexistentes, sino en el de alcanzar  un modus vivendi con ellas. Una vez pasada la violencia de la conquista, los romanos tendían a dejar el gobierno de las nuevas provincias en manos de las elites locales. A cambio de asegurar el pago de impuestos -y las levas de soldados a las legiones-, las élites podían mantener su costumbres, creencias y tradiciones. Es obvio que, poco a poco, el prestigio de la cultura imperial provocaba una romanización, más o menos rápida, cuyo mayor exponente era un modelo de ciudad repetido a lo largo de todo el imperio, pero no había una imposición como tal. Esto explica como, en regiones periféricas, como el norte de Hispania o la misma Britania, donde la romanización era imperfecta y superficial, la herencia romana desapareció en cuanto el poder romano se debilitó en el siglo V.

Lo esencial es que los gobernadores y procuradores ponían especial cuidado en evitar enajenarse las simpatías de las élites locales. Una rebelión era un asunto muy costoso para las arcas imperiales, que podía tardar años en ser sofocado y que durante ese periodo distraería recursos militares de unas fronteras siempre en estado de alerta. En el caso de Judea, y de nuevo según el relato de Josefo, se puede observar como los procuradores -al menos los inteligentes- tenían que hacer difíciles equilibrios para impedir un posible estallido. Yugulando, en primer lugar cualquier atisbo de rebelión, en especial en fechas como la Pascua, cuando Jerusalén era un hervidero de gentes, pero sin  olvidar castigar las ofensas contra la sensibilidad de los judíos. Josefo nos cuenta como un legionario que custodiaba el recinto del templo fue ejecutado, tras haber enseñado el culo a los fieles desde lo alto de los muros exteriores, provocando asíun tumulto.

¿A qué apunta esto? Explica que la ejecución de Jesús fuera tan fulminante, Pilatos no podía permitirse que un posible movimiento rebelde se organizase o que sus seguidores tuvieran tiempo de reaccionar ante la detención de su líder. Además, indica una realidad que los evangelios, a medida que embellecen el relato, intentan ocultar: la iniciativa de la crucifixión fue romana, sin que las autoridades religiosas judías tuvieran mucho o poco de decir, más allá de alegrarse de la desaparición de un alborotador. Por último, nos coloca sobre la pista del tipo de mensaje que predicaba Jesús. Dados el contexto, parece probable que fuera de tipo mesiánico, el anuncio de la pronta llegada del Mesias -que quizás el propio Jesús llego a creer que se encarnaría en él-, cuya primera acción sería la expulsión violenta de los romanos. Subrayemos esto: violenta. Porque tanto en los manuscritos del Mar Muerto como en Josefo, la llegada del reino de Dios es indisociable de una guerra final: la de las fuerzas de la luz contra las de la obscuridad.

¿Queda algo de esta ideología en los evangelios? Piénsese que en la doctrina cristiana el mensaje de Jesús es pacifista, de amor y mansedumbre, al tiempo que dirigido hacia un futuro impreciso y un mundo ultraterreno, no al aquí y al ahora. Es en este instante donde cobra importancia la lectio difficilior, esas reminiscencias contrarias a la doctrina que no fueron eliminadas de los evangelios, simplemente porque eran ya parte integrante de la tradición oral y de la imagen de  Jesús de las comunidades primitivas. Por ejemplo, el carácter apocalíptico de la predicación de Jesús, es decir un cambio en el aquí y ahora que, surge aquí y allá en los Evangelios Sinópticos. Una y otra vez se señala que el reino de Dios está próximo, que se acerca con sigilo y que su llegada pillará a todos por sorpresa. Es más, incluso se señala que algunos de los presentes serán testigos de esa llegada, que acontecerá antes de su muerte.

Esa idea, la de la pronta llegada será difícil de extinguir y se puede encontrar en los escritos del propio Pablo, quien no conoció personalmente a Jesús. Será sólo cuando la generación de los discipulos haya fallecido, revelando falsa la profecía, que será trasladada a un futuro indeterminado.Una instauración, por otra parte, que se realizará de manera violenta, no pacífica. Recuerden la referencia a traer la espada, la presencia de armas entre los discípulos reunidos en el monte de los olivos o el incidente del templo, cuando el propio Jesús desencadenó un tumulto entre los mercaderes. Acciones y detalles que poco tienen que ver con un pacifista convencido.

Como se puede apreciar, una visión atenta revela detalles que pueden ayudar a descubrir ese Jesús histórico tras la cortina de humo de la tradición y la doctrina. Veremos a donde nos llevan.

 

 




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