viernes, 15 de enero de 2021

En busca de Varda (XVIII): Les cent et une nuit (Las cien y una noches, 1993)

Me van a permitir que me ponga en modo pollavieja, como se dice ahora.

Creo que los años 90 fue la última década en que un cinéfilo podía acceder a la historia entera del cine. Entiéndase bien, que lo podía hacer sin casi esfuerzo alguno, puesto que las películas viejas -y las de cinematografías de fuera de Occidente- eran programadas con regularidad en la televisión, incluso en salas comerciales. Desde entonces, el cine que no es de actualidad -o que no pertenece a la nostalgia de la generación de turno, como ocurre ahora con las películas bobas de los ochenta- ha desaparecido de la visión del público en general. La Internet, es cierto, y la fiesta de las descargas de la primera década de este siglo, evitó un tanto ese ocultamiento -o cancelación, como se diría en la actualidad- pero la victoria de las plataformas digitales lo ha completado, así como la agonía de los formatos físicos. Sólo existe lo que es streameable por nuestros señores digitales, el resto nunca existió y, si lo hizo, no merece la pena.

¿A qué vienen estas jeremiadas? Si han seguido mis últimos análisis de la filmografía de Agnès Varda habrán notado que siguen una misma tónica. A principios de los noventa del siglo XX, la visión de esta directora se tornó retrospectiva. Sus películas parecían tratar, en exclusiva, del pasado del cine. En algunas, de forma justificada, algo solapada, ya que la razón era el homenaje a su marido recientemente fallecido, el también cineasta Jacques Demy. Sin embargo, Les cent et une nuit (Las cien y una noches, 1993) es claramente una película nostalgica, al tiempo que un ejercicio metacinematográfico y una macedonia de citas cinéfilas. Casi al modo de Tarantino. solo que éste se revuelca con fruición en el lodo del cine Z de los sesenta y setenta, mientras que Varda es una enciclopedia de las formas cultivadas de la cultura, si es que esas calificaciones tienen ya alguno sentido (hint: no)

Con esta descripción, podría pensarse que Les cent et une nuit es un ejercicio pedante -o redicho-, propio de quien quiere epatar a los snobs, derrotar a sus iguales. Nada más lejos del carácter abierto y humilde de Varda. Lo que ocurre en realidad es que esta directora, por esas fechas, pertenecía ya a ese cine antiguo que comenzaba su ocaso - recuerden que empezó su carrera en los cincuenta-, por lo que es dolorosamente consciente de que es una antigualla. Tanto como todos los grandes actores que desfilan ante su cámara en esta película -unos haciendo de sí mismo, otros disfrazándose con placer- que han devenido instituciones vivientes, meros nombres sin futuro, pero cargados de pasado, y que pronto no serán más que entradas en las enciclopedias, consultadas, utilizadas en los exámenes, analizadas y diseccionadas, mientras que sus obras nunca serán disfrutadas y gozadas.

Esa separación, entre jovenes y viejos, queda manifiesta en la propia película, en la que se reproduce, con gracia y ligereza, ese abismo inseparable que aísla las edades: la de aquéllos que sólo viven ya en su recuerdos y la de quienes sólo tienen futuro. Tiempos entre los que pueden existir conexiones, pero que son unidereccionales, puesto que la vejez es ciega -a veces incluso desprecia- a la juventud, mientras que ésta debe llegar a conocerla, para poder suplantarla antes de que desaparezca. Proceso inevitable -e irreversible- que la película también ilustra.

¿Pesimista? Sí, bastante. Porque a pesar de haber reconocido casi todas las citas que Varda siembra en su película, esto no ha contribuido a que me guste esta obra, a la que considero un tanto envarada. Quizás porque yo también empiezo a pertenecer a aquéllos que ya están de sobra en este mundo. Atrapados por sus recuerdos, que visitan diariamente como si fueran un museo privado. Incapaces de apreciar lo todo lo nuevo que surge a cada instante, con fuerza incontenible, y que arrebata a la juventud.

Incapaces, en definitiva, de vibrar y estremecerse al más mínimo toque.

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