El ejército alemán se niega a comprender este cambio fundamental antes de 1914. Al igual, para ser justos, que el resto de sus adversarios: como sus homólogos franceses, británicos, austriacos y rusos, los pensadores militares alemanes se empecinan en evitar una guerra larga, que se asimila a un auténtico apocalipsis, tanto humano como político. Tanto temía que un conflicto prolongado llevase a un derrumbamiento de las sociedades europeas -es decir, de la civilización- que los profesionales rechazaban considerar otra posibilidad que una guerra corta. Con ese punto de partida, se esforzaron en adaptar las armas modernas a métodos de combate de épocas pretéritas: en Alemania, adoptó la forma de la <<Batalla total>> (Gesamtschlacht) continental, que pasó a la historia con el nombre de plan Schlieffen. La guerra, desde esa perspectiva, se resume en una estrategia unívoca de aniquilación, la Vernichtungstrategie,- movilización/despliegue/Gesamtschlacht- que debía conducir al cerco del ejército enemigo, seguido de su rendición o su destrucción.
Jean Lopez (coordinado). La Wehrmacht, la fin d'un Mythe
Ya saben que mis lecturas no han sido muchas en este periodo de pandemia y confinamiento(s), pero sí ha abundado en descubrimientos. Uno de ellos han sido los libros de Jean Lopez, historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial -en especial el frente del Este-, que me ha servido para revisar y descartar ciertos errores que yo aún mantenía, sin saberlo, sobre ese conflicto. Resultado sorprendente, y también embarazoso, ya que si de algo me ufano es de saber de esa guerra, a la cual me aficioné siendo un preadolescente a finales de los setenta. Sin embargo, lo que se contaba en aquel tiempo dependía mucho aún de mitos y versiones interesadas -las propagadas por los dirigentes supervivientes, algunos todavía vivos en esa década -, que las investigaciones recientes de estas últimas décadas han venido a disipar.
La Wehrmacht, la fin d'un Mythe (La Wehrmacht, fin de un mito) se centra en las ideas equivocadas que se asocian al ejército nazi. Durante los primeros años de la guerra, las tropas alemanas consiguieron hacerse dueñas del continente, del Atlántico a la Unión Soviética, en campañas que no duraban más allá de unas semanas. Esas victorias cataclísmicas se debían -en la concepción transmitida por el mito- al uso de una táctica nueva: la Blitzkrieg o Guerra Relámpago. Esa doctrina definía un uso coordinado de la aviación y las formaciones acorazadas que permitía desorganizar al enemigo, romper su despliegue y avanzar en profundidad en su retaguardia, para así embolsar sus formaciones y obligarlas a rendirse.
Esa invencibilidad quedó en entredicho con la operación Barbarroja: la invasión de la URSS. A pesar de los éxitos incontestables de 1941 y 1942, la campaña ni pudo concluirse antes de la llegada del invierno ni logró alcanzar los objetivos establecidos. Al final, las fuerzas nazis no pudieron aniquilar al ejército rojo - a pesar de causarle unas bajas espantosas-, mientras que el desgaste causado por una campaña larga -y sin final aparente a la vista- fue reduciendo su capacidad operativa. A mediados de 1943, la iniciativa había pasado al Ejército Rojo, que dos años más tarde tomaría Berlín.
Desde el punto de vista alemán, la derrota se debió a dos factores, los dos dos con un claro tinte racista. El primero, que el primitivismo asiático de la población soviética le permitió aceptar sacrificios que un pueblo civilizado, como el alemán, no podía asumir. Por otra parte, la victoria soviética sólo se debió a contar con una capacidad demógrafica casi inextinguible, lo que le permitía lanzar ataques en masa que abrumaban las defensas alemanas: las famosas hordas mongolas a las que los generales nazis achacaban todos sus fracasos. La derrota alemana se habría debido así a factores naturales, -como el invierno ruso- fuera de su control, contra los que no servían la planificación y organización de un ejército moderno.
Sin embargo, el cuadro que Lopez pinta es muy distinto. El ejército alemán tenía graves problemas estructurales que acabarían por causar su derrumbe. El principal es un dilema insoluble que dio origen a a su doctrina estratégica y que derivó circulo vicioso, obligando a aplicarla sin cambios durante todo el conflicto. No era un problema nuevo, sino que ya se había planteado en la Primera Guerra Mundial, con el mismo resultado negativo. El estado alemán no tenía recursos humanos y económicos para una guerra larga contra toda Europa, así que tenía que derrotar a cada enemigo por separado, en campañas cortas que no supusiesen una tensión demasiado fuerte para la sociedad. Esto fue llevado a la perfección por Bismarck en las guerras de unificación alemana, pero llevó al resultado contrario en la Primera Guerra Mundial, cuando el plan Schlieffen concluyó en un impasse en otoño de 1914.
Esa doctrina de la guerra rápida y corta tuvo dos efectos secundarios que se revelaron contraproducente en 1939. El primero, que la logística sólo se preparaba para campañas cortas, no para campañas largas. Esto no tuvo importancia en 1939-41, cuando las operaciones no pasaban de unas semanas de duración, pero se reveló en toda su crudeza en la operación Barbarroja: dado que no existían reservas, tras varios meses en campaña las unidades de primera línea sufrieron tal desgaste que las hizo inoperantes en otoño de 1941, cuando los ejércitos nazis estaban aún lejos de Moscú y el invierno se acercaba. La necesidad de terminar la campaña antes de fin de año condujo a las unidades alemanas a su punto de ruptura durante octuber-noviembre, permitiendo así la contraofensiva rusa.
El otro efecto es que para conseguir que esa guerra fuese rápida y decisiva se debía ejercer con la mayor crueldad posible. En especial, en aquellos teatros donde la población se consideraba racialmente inferior, donde cualquier restricción humanitaria quedaba abolida. A la guerra nazi, por tanto, era inherente la matanza y el exterminio, la destrucción de infraestructuras y poblaciones, lo que enajenaba cualquier simpatía por parte de las poblaciones ocupadas. Esto tenía un efecto deletéreo sobre la máquina de guerra nazi, que dependía para su mantenimiento de esos mimos países ocupados. El saqueo esquilmaba los recursos de esos países, mientras que la única manera de utilizar su población, dada su hostilidad, era mediante el trabajo forzado.
El ejército nazi era, por tanto, un coloso con pies de barro, que se había embarcado en una conquista que estaba más allá de sus posibilidades. De hecho, la cadena de victorias de 1939-41 tampoco debería haber ocurrido, En el caso de la campaña de Francia de 1940 los aliados tenían más soldados, aviones y carros de combate -y estos de mejor calidad que los alemanes- por lo que podrían haber contenido la ofensiva alemana, conduciéndola al impasse que tanto temían. Para empeorar la situación, la famosa Blitzkrieg aún no era una realidad operativa, el alto mando no confiaba en ella y, de hecho, en varias ocasiones intentó reducir el tempo de las operaciones, aun cuando ya se había producido el derrumbe del frente francés.
Si en realidad se produjo una Blitzkrieg fue debido a dos factores concomitantes, la prudencia suicida del alto mando francés y la temeridad, rayana en la insubordinación, de los mandos intermedios alemanes. Ambos altos mandos, el aliado y el nazi, seguían inmersos en la mentalidad de la primera guerra mundial: mantener grandes concentraciones de tropas en reserva, determinar con seguridad la dirección de cualquier ofensiva y aplicar en ella la fuerza justa para detenerla. Se tardaba así mucho en reaccionar y transmitir las órdenes, de manera que cuando llegaban a las unidades que debían ejecutarlas, las situación ya había cambiado o se encontraban ellas mismas bajo ataque.
Esa rapidez alemana, que le permitía sorprender una y otra vez a los ejércitos aliados, no se debía a un plan maestro, sino a que los mandos intermedios avanzaban sin pedir permiso ni obedecer sus órdenes, poniendo a sus superiores ante hechos consumados. Dado que estos, ante la lenta respuesta del enemigo, se saldaban con éxito, el alto mando alemán no tenía otro remedio que dar su aprobación, a posteriori, a esas acciones independientes. En Francia tuvo éxito, pero esa independencia se volvería contra ellos en la campaña de Rusia. Allí, los éxitos parciales, por muy resonantes que fueran, no llevaban a una victoria decisiva. En esos casos, el reflejo del ejército alemán era seguir adelante, sin tener en cuenta el desgaste de las tropas, hasta obrar el derrumbe del contrario.
Sólo que éste no se produjo. Al contrario, fue la Wehrmacht quien se quebró, sin posibilidad de recuperarse.
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