sábado, 9 de enero de 2021

Descenso a los infiernos

Idí i Smotrí (Masacre: ven y mira, 1985) de Elem Klimov es una película que sólo me atrevo a ver muy de tarde en tarde. No porque sea mala, ni mucho menos, sino por lo aterrador, repelente y desolador de su contenido. Como deben saber, buena parte de su tramo final consiste en el relato, detallado y parsimonioso, de la aniquilación de una aldea bielorrusa por parte de elementos de las SS, en 1943. Quizás sea la película que mejor ha sabido representar, en todo su horror e inexorabilidad, un acto de genocidio. No tanto por la crudeza de sus imágenes, que lo son y mucho, sino por ese obligarte a mirar, sin posibilidad de remisión, al que se refiere el título. 

Es una obra que, por tanto, deja al espectador agotado, sin deseo de volver a verla, un sentimiento de derrota que quizás debió trasladarse al mismo reparto y equipo artístico: Klimov no volvería a rodar otra película y es difícil imaginar cómo podría haber creado otra obra que ni siquiera se le acercase. Analizarla, asímismo, es una tarea harto complicada -fuera de la obviedad de señalar el horror insondable que contiene-, puesto que con facilidad se la podría traicionar. Romper, al comentarla, el difícil equilibrio estético-narrativo que la convierte en una obra maestra. Me limitaré a unas breves pinceladas sobre el qué y el cómo.

¿Cuál es el trasfondo histórico de la película? En nuestro país, la realidad horripilante del Frente del Este durante la Segunda Guerra Mundial sigue siendo desconocida casi por completa. Sólo así se puede comprender que nuestra extrema derecha intente convertir las acciones de la División Azul en glorias perennes de nuestras armas. En lo que ahora es la República de Bielorrusia, entonces parte de la URSS, los nazis se las arreglaron, en el periodo 1941-44, para causar la muerte de entre un cuarto y un tercio de la población. En ese exterminio se conjugaron varios factores: la eliminación de los judíos, la consideración de los eslavos como raza inferior -prescindible, por tanto- y la lucha antipartisana. Es este último aspecto en el que se centra la película.

De toda la URSS, Bielorrusia fue la región en que los partisanos eran más activos. Se refugiaban en los espesos bosques y los pantanos casi impenetrables del Pripet, llegando a constituir, en ocasiones, autenticas unidades regulares del Ejército Rojo. Por su parte, los métodos de lucha antipartisana nazis eran salvajes y despiadados. Cualquier acción contra las tropas alemanas se castigaba con represalias desmedidas, desde el asesinato de diez rehenes -o más- por cada alemán muerto, a la destrucción de aldeas enteras con todos sus habitantes, como muestra Idí i Smotri. El culmen de esas atrocidades fue la creación de las llamadas zonas muertas, áreas de decenas de kilómetros de radio en las que se deportaba -o directamente asesinaba- a toda la población, para así privar de medios de subsistencia a las guerrillas.

Lo que se narra en Idí i Smotrí no fue, por tanto, una excepción, sino la norma. Durante tres años, Bielorrusia se transformó en un auténtico infierno sobre la tierra, en donde las unidades nazis -las SS, el ejército y voluntarios locales- rivalizaban en crueldad. De ese caldo de cultivo surgieron auténticos monstruos,-si esa diferenciación es posible, hablando del sistema nazi- como los integrantes de la brigada Dirlewanger o la Kaminskim famosos por el salvajismo con que trataban a los civiles. Con estos antecedentes, pueden imaginarse la dificultad, casi insuperable, con la que se enfrentaba Klimov a la hora de descibrir el infierno en que se convirtió Bielorrusia: o bien terminaba filmando -sin pretenderlo- torture-porn, que ciertos desviados podían utilizar para sus propios fines perversos, o bien perdía la atención del público a mitad del metraje, insensibilizado por tanta calamidad.

No ocurre así y se debe a un acúmulo de factores. El primero, la parsimonia narrativa del cine soviético de los sesenta, el de Tarkovski y German, por ejemplo, diametralmente opuesto a la efervescencia formal de los años de la revolución, o al ya descrito de Ya Cuba (Soy Cuba, 1965) de Mijail Kalatozov. Esa deliberada lentitud elimina cualquier atisbo de manipulación sentimental, así como incrementa en el espectador la sensación de opresión: puesto que no sabe cuando terminarán los planos, tampoco puede predecir cuando concluirán los actos de horror que está presenciando. Está también atrapado en ese infierno en la tierra, junto con el adolescente protagonista y las víctimas anónimas de las atrocidades nazis.

Esa morosidad narrativa se conjuga con un rechazo del efecto fácil. La película podría haber sido mucho más explícita, pero gran parte de las atrocidades ocurren fuera de nuestra vista: tras una tapia, en el interior de un edificio o dentro de un camión, mientras que nosotros observamos desde fuera. Se subraya así una sensación de impotencia, de nuestra incapacidad de ayudar a esas personas, incluso si estuviéramos presentes. Presencia en el lugar de los hechos que no es un recurso retórico, puesto que la película intenta, en todo momento, hacer realidad ese ven y mira de su título. Una buena cantidad de sus planos son planos subjetivos, vemos lo que ocurre a través de los ojos de un personajes y estos se dirigen a nosotros. 

Nuestra mirada es la mirada de las víctimas. Incluso en una ocasión, para nuestro horror, cuando ya está claro que nos hemos salvado, se convierte en la de los propios nazis. Mejor dicho, la cámara que nos ve y a la que miramos es la cámara con la que uno de los asesinos está tomando fotos de recuerdo. El horror que hemos presenciado para ellos es una fiesta, una ocasión de emborracharse y pasárselo bien: matando y violando gente, eso sí.
Un último apunte: la sensación de inexorabilidad, de desorientación es subrayada con una banda sonora magistral. No hablo de música incidental al uso -ya saben la que intenta que nos sintamos tristes cuando toca- sino la que crea un tejido sonoro, entre ruido y electrónico, que amplifica, sin reemplazarlo, el poder de las imágenes que vemos. Ésta debe ser la primera película en que utiliza el efecto de ensordecimiento producido por las explosiones, pero en vez de usarlo como un mero efecto especial, desaparecido al poco, lo mantiene a lo largo de gran parte del metraje, como muestra de la pérdida de referencias del protagonista, su caída en el infierno.

Asímismo, la música diegética se utiliza de modo magistral. En la parte final del exterminio de la aldea bielorrusa, por ejemplo, escuchamos un batiburrillo de piezas clásicas que parecen fuera de lugar. La diferencia es que están siendo reproducidas por un camión nazi, para ahogar los gritos desesperados de las víctimas. Se trata de una segunda -o tercera- forma de ejecución, de borrar a esas personas del mundo de manera simbólica y que, en la película, aumenta esa sensación de presenciar una realidad desquiciada, cuyo único paralelo es el infierno.

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