Durante la guerra civil de Sierra Leona (1991-2002), tanto el ejército gubernamental como las milicias rebeldes del FRU preparaban a sus soldados adultos y menores para la batalla mediante la distribución de anfetaminas (las llamadas bubbles), crack (cocaína barata y adulterada, muy potente) brown-brown, marihuana y ciertos estupefacientes vegetales locales. Antes de entrar en combate, los niños estaban obligados a tomar drogas que los convertían en pequeñas máquinas de matar. A menudo, los estimulantes se servían con la comida (arroz o gachas), se esnifaban o se inyectaban. Los relatos de los niños soldado ilustran hasta que punto su consumo era habitual. Ishmael Beah, que luchó en el ejército del gobierno, recuerda unas cápsulas de color blanco que los cabos distribuían a todas horas y a las que pronto se hizo adicto: «Tras varias dosis de esa droga, lo único que sentía era un distanciamiento de todo y tant enregía que no podía dormir durante semanas»
Lukaz Kamienski, Las drogas en la guerra
Un grave problema de Blitzed de Norman Ohler, sobre el uso militar de las drogas en la Alemania Nazi, es que puede acabar convenciendo de una falsa conclusión: la utilización de las drogas como arma de guerra fue sólo una perversión mal de una tiranía inhumana como el Nazismo. Una excepción en la historia que nosotros, como pertenecientes al bando de los buenos, jamás nos rebajaremos a utilizar, ni siquiera en las ocasiones de mayor peligro. Sin embargo, esto es una ilusión, una de tantas creadas al socaire de unos altos ideales morales que jamás llegan a alcanzarse. Todos los ejércitos, en todas las épocas, han utilizado drogas duras, blandas y estimulantes, bien para potenciar el rendimiento de sus soldados, tornándolos incansables, bien para eliminar el sentimiento de autoprotección, de manera que aceptasen embarcarse en proezas temerarias.
Ambos aspectos son analizados en profundidad en el libro Lukaz Kamienski, Las drogas en la guerra,que nos guía en un extenso recorrido a lo largo de los conflictos humanos, desde las primeras guerras conocidas hasta las campañas semivirtuales y semirobóticas del presente. Operaciones militares en las que las drogas, junto con la logística de su administración a los soldados, han sido siempre un arma más en la panoplia del alto mando, sin importar el bando al que perteneciesen o las consideración, permisiva o restrictiva, que las drogas tuviesen en tiempo de paz o en la sociedad civil.Se trata de un fenómeno tan antiguo como las propias guerras, inseparable de ellas, irrenunciable en la conducción de las mismas, sin visos de desaparecer en un futuro próximo.
Por ponerles un ejemplo, yo hice mi servicio militar hace treinta años. En aquellos tiempos, la droga en España era un problema social de primera magnitud, que había llevado a imponer condenas muy duras para los traficantes y a difundir campañas de publicidad de ámbito nacional, para prevenir a la juventud de sus riesgos. Oficialmente, el consumo de drogas estaba prohibido en el ejército, pero había unidades donde su uso era corriente. La legión, por ejemplo, esa unidad de elite de la que tanto se ufanan nuestras derechas, era apodada el Tercio del Gran Canuto, dado el consumo generalizado de porros entre sus componentes. Sin olvidar, por supuesto, que en las sociedades occidentales el alcohol es una droga legal, cuyo consumo en el ejército se disparaba a niveles muy superiores a los normales en la sociedad. Era el único consuelo para quienes estaban fuera de sus hogares, abrumados de una rutina estúpida e idiotizante, sometidos a la arbitrariedad de los mandos.Esta adicción de los ejércitos por el alcohol viene de antiguo. Los reglamentos militares siempre han contenido instrucciones muy precisas sobre la ración diaria de alcohol que debían recibir los soldados. Sin embargo, como droga, el alcohol no es muy fiable. Si bien elimina toda sensación de peligro, embota el cerebro, impidiendo cumplir la misión encomendada. En general, cualquier actividad un poco compleja. No es la primera vez que un ejército victorioso es derrotado por haberse entregado a una borrachera salvaje, lo que los dejó inermes en manos del enemigo. Si lo que se quiere es poner a las tropas en un estado de frenesí suicidada, que los lleve a quebrar la resistencia enemiga, aunque perezcan en el proceso, hay otros compuestos más potentes. Por ejemplo, las drogas alucinógenas que se cree están detrás del fenómeno Berserker de normandos y vikingos.
No obstante, hay ejércitos que han devenido adictos por mera casualidad o que han tenido que sancionar oficialmente lo que era una realidad incontenible, de la que dependía el éxito de su campaña. Durante la guerra civil americana, por ejemplo, el uso de morfina como analgésico en los hospitales de guerra condujo a una epidemia de drogadicción en las décadas de 1870 y 80. Aquéllos veteranos que habían sufrido heridas graves -o aquellos que habían comenzado a tomarlas como medio de superar la tensión del combate- acabaron enganchados a la morfina con la que les trataban, de la cual ya no pudieron librarse y que, en muchos casos, acabó destrozando sus vidas.
Un siglo más tarde, en el Vietnam, un ejército formado por adolescentes, luchando una guerra cruel en un país cuya cultura no entendían, se combinó con la facilidad de obtener estupefacientes en la ciudades de la retaguardia. Ya fuera por la presión de los compañeros o para no quebrarse ante los horrores de la guerra de guerrillas, los soldados americanos se entregaron a la cocaína, la heroína y todo tipo de cócteles de estupefaciones, deriva ante la que los mandos hicieron la vista gorda, como único medio de que la cohesión y la (poca) disciplina de las tropas no se derrumbara. En contrapartida, el hecho de que los soldados americanos estuvieran permanentemente colgados -así como una propaganda por la que todo vietnamita era un guerrillero en potencia del Viet-Cong - se hallan detrás de las múltiples matanzas infligidas sobre la población civil, de las que el famoso caso de My-Lai es sólo la punta de iceberg.
¿Y en nuestro presente? En la actualidad, las drogas siguen siendo esa realidad irrenunciable que señalaba al principio, tanto en las guerras ultratecnificadas libradas por las grandes potencias, como en las de pobre entabladas por irregulares, en el curso de la multitud de guerras civiles que plagan la posguerra fría. En el caso particular de los EE.UU., porque la operaciones de bombardeo estratégico requieren vuelos de decenas de horas hasta el objetivo, sólo posibles con la ayuda de estimulantes químicos. Dependencia que, aunque pueda parecer paradójico, se repite con la guerra remota por dron, realizada desde la seguridad de un edificio a miles de kilómetros del teatro de operaciones. El operador necesita estar en atento en su puesto, durante jornadas sin término, para responder al instante a cualquier eventualidad que pueda surgir sobre el terreno.
En el caso de los conflictos civiles del Tercer mundo, la droga cumple un doble fin. El primero, romper los lazos que el soldado, ya sea adulto o niño, pueda tener con su pasado. Tras haberle drogado, el futuro soldado es obligado a realizar actos horrendos de crueldad, en ocasiones contra su propia comunidad, de manera que el único refugio que le quede sea el bando que le ha captado, ya sea de manera voluntaria o por la fuerza. En segundo lugar, el uso continuado de drogas sirve para poner al combatiente en un estado cercano al del berserker nórdico, de manera que cometa acciones temerarias sin mirar por su propia seguridad. Las pérdidas humanos suelen ser enormes, pero a los mandos implicados no les importan. Dada la estructura poblacional de esos países, mayormente jóvenes, siempre será posible encontrar nuevos reclutas, en especial entre niños y preadolescentes, a los que es más fácil intimidar y reeducar.
En resumidas cuentas, el uso de las drogas es una constante en la historia militar y seguirá siéndolo, sin importar como se considere en la retaguardia: en caso de necesidad, siempre se encontrará una excusa con la que justificarla.
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