martes, 2 de enero de 2018

La estupidez al poder (y II)

So much for a highly representative set of  'great captains'. The list is not exhaustive. Indeed, of all the commanders who exemplify the principle that 'Competence is the free exercise of dexterity and intelligence in the completion of tasks unimpaired by infantile inferiority', none do so better than Field-Marshall Earl Alexander of Tunis. The product of a happy childhood, free from the curb of oppressive parents, he was a compassionate, versatile, sweet-natured, courageous and temperate commander. He was the perfect social leader and a highly competent supreme commander.

And there were Guderian, General Sir Richard O'Connor and Field Marschal Auchinleck, and on the other side of the world their psychological counterparts - the Japanese admiral Yamamoto, victor of Pearl Harbour, another unconventional, non-authoritarian, deep-thinking and humane warrior whose reputation as a trouble-maker in high circles rivalled that of Montgomery, and Douglas Mac Arthur, who, with all his faults and, to some people, obnoxious megalomaniac flamboyance, remains a great, albeit grandiose, impossibly autocratic, yet non-authoritarian military commander.

Norman Dixon, On the Psychology of Military Incompetence

Con esto sobra para formar un conjunto representativo de 'grandes capitanes'. La lista no es exhaustiva. De hecho, de todos los comandantes que sirven de ejemplo del principio que reza, "la competencia es el uso libre de la destreza y la inteligencia para completar tareas que no se vean obstaculizadas por una inferioridad infantil", ninguno es mejor que el Mariscal Alexander, duque de Tunez. Producto de una niñez feliz, libre de las trabas de unos padres opresivos, era un comandante compasivo, flexible, de naturaleza dulce, valiente y moderada. Era el líder social perfecto y un comandante supremo de gran competencia. 

Y luego estaban Guderian, el general Sir Richard O'Connor y el Mariscal Auchinleck, y en el otro extremo del mundo sus contrapartidas psicológicas - el almirante japonés Yamamoto, vencedor en Pearl Harbpur, otro guerrero poco convencional, falto de autoritarismos, perspicaz y humano, cuya reputación como alborotador entre los altos mandos rivalizaba con la de Montgomery, y Douglas Mac Arthur, quien, a pesar de todos sus defectos y, para ciertas personas, molesto despliegue de megalomanía, continua siendo un gran comandante antiautoritario, a pesar de su grandilocuencia autocrática.

En una entrada anterior , les comentaba un par de libros que detallaban multitud de patinazos militares, desde los simplemente ridículo hasta los catastrófico. Este último aspecto es el que hace más llamativos los errores militares, puesto que de ellos se derivan miles de muertos, incluso cientos de miles, cuando no crisis políticas y revoluciones internas en los países beligerantes. Consecuencias espectaculares que es muy difícil se produzcan el caso de errores en otras profesiones, excepto, claro está, si se dedica uno a la construcción y mantenimiento de centrales nucleares.

Sin embargo, aún en éste último punto, la metedura de pata catastrófica es y continúa siendo la excepción, mientras que en el caso de la profesión militar parece ser la norma. Da la impresión que en la carrera militar y en su ejercicio hay algo que favorece la ineptitud y la acumulación de incompetentes, sin que el grado de desarrollo de una sociedad venga a corregirlo, sino más bien a agravarlo. Ocurre que en los estados modernos, el ejercicio de las armas es una carrera más, peor pagada y sin especial reconocimiento social, de manera que las mentes más brillantes, o más ambiciosas, prefieren elegir otras profesiones. En la política, el comercio, las ciencias o las artes.

Sin embargo, dejando aparte este descrédito del ejército en el mundo moderno, queda abierta la cuestión. ¿Por qué  parece que haya más ineptos en la carrera militar? Peor aún ¿Por qué no parecen existir mecanismos para identificarlos y arrinconarlos o  al menos para disminuir las consecuencias de sus acciones? Esto es lo que Dixon intenta dilucidar en su libro, que ha gozado de una reciente fama, a pesar de haber sido publicado en los años setenta. Síntoma, por otra parte, de que mucho no hemos mejorado.

El principal problema del libro es su anglocentrismo, como suele ocurrir en los libros de esa nacionalidad. Sin embargo, esa estrechez de miras le vale para centrar el tema en unos pocos casos de estudio. En concreto, la guerra de Crimea contra Rusia de 1850, la guerra de los Boers en 1900, la primera guerra mundial y especialmente la "aventura" del general Townshend en Mesopotamia o la caída de Singapur en 1942 ante los japoneses durante la segunda guerra mundial. Cada uno de ellos es ejemplo de una incompetencia homicida que lleva a la catástrofe y a la muerte de miles de seres humanos.

En el caso de la guerra de Crimea, por ejemplo, un grupo de generales cuyo único mérito era el de sus títulos de nobleza, se las arreglaron para no asegurar el suministro de alimentos y combustibles a sus soldados, que murieron como moscas en el invierno de 1855, además de embarcarlos en ataques frontales que terminaban en matanzas espantosas. En justicia, el ejército británico debería haber perdido la campaña y la guerra, pero la ganó porque su contrario le superaba en estupidez. Como suele ocurrir, estos errores no fueron subsanados, sino se olvidaron debido al triunfo final, hasta que el Reino Unido estuvo a punto de perder otra guerra, la lanzada contra los Boers sudafricanos, a pesar de que los superaban en número, armamento y tecnología. El problema fue que, como volvería a ocurrir en 1914, los generales británicos se empeñaron en librar una guerra del siglo XX con tácticas napoleónicas, es decir, atacando frontalmente en formación cerrada, mientras que los Boers aplicaban técnicas de guerrilla y de emboscada que permitían compensar su inferioridad.

Los otros ejemplos son aún más dolorosos. En el caso de Townshend, su ambición le llevó a ir más allá de lo ordenado, la toma con éxito de Basora, para intentar ocupar Bagdad, objetivo para el que no disponía ni tropas suficientes ni de una logística a la altura. Una vez fracasado el intento, en vez de retirarse a la base de partida, decidió hacerse fuerte a medio camino, en Kut, a orillas del río Tigris, sin conseguir otra cosa que ser rodeado y provocar la pérdida de su ejército y del mandado en su auxilio. En el caso de Singapur, el general al mando, Arthur Percival, pensó que todo ataque vendría por vía marítima y no preparó ningún tipo de defensa en las vías de acceso terrestre. El resultado es que una fuerza japonesa muy inferior, que tuvo que cruzar la península de Malaya entera, derrotó una y otra vez a sus oponentes británicos, hasta forzarlos a una rendición prematura.

De estos ejemplos, Dixon extrae una conclusión demoledora. La causa de la incopetencia militar no está en la inteligencia de los generales, ya que muchos de ellos habían sido estudiantes brillantes y se habían distinguido en sus puestos anteriores. El problema se haya en otra parte, en lo que Dixon llama personalidad autoritaria. No la de la persona que intenta imponer su voluntad, sino la de quien busca un conjunto de reglas establecidas al cual uncirse y que le permitan descargarse de sus responsabilidades. No otro es el caso del ejercito británico en Sudáfrica o en Singapur, empecinados en librar una guerra según los manuales, sin darse cuenta que sus órdenes y decisiones poco tenían que ver con la realidad del combate.

A esta propensión a ver el mundo en términos de las ordenanzas se une otra característica aún más peligrosa, que es la que vemos en Townsend y los generales de Crimea: el orgullo desmedido y la ambición no menos desaforada. Ambas características provocan que no se admita el fracaso, ni mucho menos sus consecuencias personales, y que se empecine en la consecución de un objetivo que no es alcanzable y que llevará a esa derrota que se quiere evitar. En aras de esa meta y para salvaguardar los propios sueños de gloria, se está dispuesto a sacrificar cualquier cosa, empezando por las vidas de los propios soldados, consideradas como prescindibles. 

Pero volvemos a lo mismo. ¿Cómo se alcanza esa mezcla imposible de personas que sólo saben seguir el reglamento y que sufren de una ambición desmedida? Parte de la culpa la atribuye Nixon a un sistema educativo, como el británico de las clases altas en el siglo XIX y XX, que buscaba la sumisión del alumno a la normativa, además de convertirlo también a él, en propio elemento represor de sus inferiores. Un ambiente que, curiosamente, era idéntico al del ejército jerarquizado y clasista del Imperio británico de esa misma época y que, por tanto, se convertía en un imán, para las personalidades que mejor se habían amoldado a esa deformación educativa. Las mentes libres, originales e inquisitivas, bien habían sido destruidas en el camino o bien habían elegido otras profesiones más abiertas y provechosas. De nuevo, el comercio y las ciencias.

El razonamiento es convincente y tiene mucho de razón. Sin embargo, hay dos peros. ¿Por qué sigue esto ocurriendo en nuestras sociedades, con sistemas educativos más libres, tolerantes y orientados hacia la flexibilidad mental? Y en segundo lugar, como se puede ver en el párrafo anterior, Dixon señala como "buenos" generales a figuras muy problemáticas. Alexander, por ejemplo, no supo contener a un inepto como Clark que quebrantó a las fuerzas americanas en infructuosos ataques contra la línea Gustav alemana, para luego, una vez rota, dejar pasar la oportunidad de rodear a las fuerzas de Kesselring, para poder tener la satisfacción de liberar Roma el primero.

O el caso de Mac Arthur una intenta prima donna militar cuyo juicio se fue ofuscando a medida que pasaba el tiempo, alcanzando su mínimo en la guerra de Corea, cuando se negó a creer que los chinos preparaban una contraofensiva masiva, para luego, tras la sorpresa y la derrota, proponer un ataque nuclerar contra territorio Chino y la creacción de una tierra de nadie radioactiva.

Gracias que Truman le cesó fulminantemente.

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