Or, les chevaliers avaient reçu de Dieu lui même la vocation de combattre., Où allaient-ils porter leurs coups? Contre les infidèles. Il devient peu à peu clair que, dans le mouvement de purification où la imminence de la fin des temps vient d'engager la chrétienté d'Occident, seule la guerre sainte est licite. Au peuple de Dieu qui s'avance vers la Terre Sainte, il importe d'avoir apaisé toutes ses discordes intestines; il doit cheminer dans la paix. Mais à sa tête, le corps de ses guerriers ouvre sa marche; il disperse par sa vaillance les sectateurs du Malin. Au lendemain du millénaire, la chevalerie d'Occident résiste aux bandes de pillards qui sortent des pays sarrasins, elle les pourchasse, elle les vainc et, dans de tels succès, sauve son âme.
Georges Duby, L'An mil
Porque los caballeros habían recibido del mismo Dios la misión de combatir. ¿Dónde iban a dar rienda suelta a sus golpes? Contra los infieles. Se torna claro poco a poco que, dentro del movimiento de purificación en el que la inminencia del fin de los tiempos acaba de poseer a la Cristiandad Occidental, sólo es lícita la guerra santa. Al pueblo de Dios que marcha hacia la Tierra Santa, le importa haber apaciguado todas sus discordias intestinas: debe marchar en paz. Pero a su cabeza, los guerreros abren el camino. Ellos dispersan con su valor a los seguidores del Maligno. Al día siguiente del milenario, la caballería de occidente resiste las bandas de saqueadores que salen de los países sarracenos, los persigue, los vence y, con ese éxito, salva su alma.
Les adelanto que la lectura de esta obra de Duby me ha defraudado bastante. Más incluso de lo que debiera, puesto que hay que reconocer que el enfoque utilizado por este historiador para analizarlo es bastante poco corriente. Duby intenta darnos una visión lo más próxima y sin distorsiones de las décadas a ambos lados del año mil, para lo que inserta largos extractos de los anales y crónicas contemporáneas, comentadas por apenas unas pocas y breves explicaciones. El objetivo es que escuchemos la voz de la gente de ese tiempo sin intermediarios, que lleguemos a comprender su mentalidad, incluso a compartir sus afanes. Sin embargo, por razones que ya veremos, me da la impresión de que el autor no llega a lograr sus propósitos, a lo que hay que añadir que el libro no ha respondido a mis expectativas. Desavenencia de la que Duby no tiene ninguna culpa, vaya por adelantado.
¿Y por que no ha conseguido cumplir con lo que yo esperaba? Digamos que me esperaba un relato más detallado de los múltiples cambios que ocurrieron en este periodo. Más orientado también a resolver y explicar el misterio de un persistente mito histórico, el mismo que inspira el nombre de libro. Según esa leyenda, la cristiandad occidental habría atravesado un periodo de terror colectivo en las décadas a ambos lados del año 1000. Se esperaba, se nos dice, una inminente segunda venida de Cristo con su correspondiente apocalipisis, que bien tendría que haber tendido lugar en el milenario de su nacimiento, ese año mil al que se refiere el libro, o bien en el de su muerte, en el 1033. El milenio que se cumplía en esas fechas sería además el mileno al que se refería el apocalipsis, al cual habría de suceder otro milenio más, de triunfo del cristo resucitado, hasta la batalla final que culminaría con la derrota definitiva de Satán y los demonios.
En ese marco mental, las diferentes calamidades previas al año mil serían interpretadas así como signos verdaderos de la pronta llegada del Apocalipsis profetizados. Signos catastróficos de los que no faltaron pocos, puesto que el siglo X vio el último recrudecimiento de las invasiones bárbaras contra Occidente, con húngaros y normandos a la cabeza, así como el relumbrar postrero del Califato de Córdoba, en forma de expediciones de castigo a cargo de Almanzor. Correrías, saqueos y matanzas que pusieron a la cristiandad occidental contra las cuerdas, cuya presencia constante y cotidiana, junto con prodigios naturales como epidemias, terremotos y cometas, deberían haber potenciado y agravado ese sentimiento de cataclismo inminente, de fin del mundo, que habría sumido en el terror paralizante a la sociedad altomedieval.
Sólo que el tal miedo nunca existió, fue un mito. Las primeras referencias a él son muy posteriores al año mil, varios siglos tras los hechos, mientras que los historiadores coetáneos nunca señalan un terror universal, ni indican tampoco que hubiese un estado de espera permanente de un apocalipsis seguro, fijado para el año 1000 o el 1030. Por el contrario, las calamidades y catástrofes que se relatan se insertan en un relato con una moraleja muy distinta, la de una humanidad renovada y purificada por el sufrimiento, no la de una que se viera destinada y condenada a la destrucción, según narraba el apocalipsis de San Juan. El sufrimiento acarreado por esas calamidades se ve así paliado por la promesa de recuperación, el dolor infligido por certeza de salvación.
De ahí gran parte de mi decepción. Porque yo esperaba una descripción más detallada del mito, acompañada por una enumeración de los puntos en los que se separa de la realidad. Mejor dicho, de lo que podemos reconstruir como sucedido en eso tiempo. De eso poco, a lo que tampoco ayuda que, como bien indica Duby, los historiadores del siglo X y XI que el cita profusamente pertenezcan a un grupo muy restringido de la sociedad: monjes que componen sus relatos encerrados en sus scriptoria. La visión que tienen por tanto del devenir histórico se halla muy limitada por su formación como religiosos, así como por su obligación de contribuir a la consecución de los fines de la iglesia. En demasiadas ocasiones no les importa lo que ocurra fuera de los monasterios, mucho menos las personas que vivan en el siglo. Ciegos no tanto a los nobles, con los que tienen contacto permanente y a cuya clase pertenecen, sino a la inmensa mayoría de la población: burgueses, artesanos, agricultores, siervos, esclavos, cuyo destino sólo les importa en tanto que actores en el drama divino.
Lo que es una pena, porque como bien señala Duby, el siglo XI es un siglo charnela, de importancia capital en la historia de Europa. No tanto por fraguar en él el sistema feudal que perduraría hasta bien entrada la Edad Moderna o porque en el despuntasen, en forma aún reconocible, instituciones que dominarían la historia posterior de Europa, como las monarquías nacionales, el Papado o el Imperio. Lo importante es que se podría decir, con ciertas salvedades, que el siglo XI constituye la fecha de nacimiento de Europa, mucho más que el Renacimiento Carolingio del siglo VIII, que no pasó de ser una flor pasajera, marchitada enseguida.
En el siglo XI, por el contrario, los avances tecnológicos agrícolas permitieron un crecimiento continuado de la población europea, el mismo sobre el que se fundamentó la aventura de las cruzadas, finalmente fracasadas, la reconquista de la península Ibérica o la expansión al Oeste del Elba de la cristiandad, que sí tuvieron éxito. De repente, por primera vez en muchos siglos, Europa surge como actor histórico, capaz de imponer su ley a las civilizaciones vecinas o al menos de ser considerada como un igual. Rango que, a pesar de la fragilidad del sistema feudal y de los considerables reveses, se vería confirmado con las exploraciones del siglo XVI y la construcción de un orden mundial europeo a partir de 1750.
Sólo que el tal miedo nunca existió, fue un mito. Las primeras referencias a él son muy posteriores al año mil, varios siglos tras los hechos, mientras que los historiadores coetáneos nunca señalan un terror universal, ni indican tampoco que hubiese un estado de espera permanente de un apocalipsis seguro, fijado para el año 1000 o el 1030. Por el contrario, las calamidades y catástrofes que se relatan se insertan en un relato con una moraleja muy distinta, la de una humanidad renovada y purificada por el sufrimiento, no la de una que se viera destinada y condenada a la destrucción, según narraba el apocalipsis de San Juan. El sufrimiento acarreado por esas calamidades se ve así paliado por la promesa de recuperación, el dolor infligido por certeza de salvación.
De ahí gran parte de mi decepción. Porque yo esperaba una descripción más detallada del mito, acompañada por una enumeración de los puntos en los que se separa de la realidad. Mejor dicho, de lo que podemos reconstruir como sucedido en eso tiempo. De eso poco, a lo que tampoco ayuda que, como bien indica Duby, los historiadores del siglo X y XI que el cita profusamente pertenezcan a un grupo muy restringido de la sociedad: monjes que componen sus relatos encerrados en sus scriptoria. La visión que tienen por tanto del devenir histórico se halla muy limitada por su formación como religiosos, así como por su obligación de contribuir a la consecución de los fines de la iglesia. En demasiadas ocasiones no les importa lo que ocurra fuera de los monasterios, mucho menos las personas que vivan en el siglo. Ciegos no tanto a los nobles, con los que tienen contacto permanente y a cuya clase pertenecen, sino a la inmensa mayoría de la población: burgueses, artesanos, agricultores, siervos, esclavos, cuyo destino sólo les importa en tanto que actores en el drama divino.
Lo que es una pena, porque como bien señala Duby, el siglo XI es un siglo charnela, de importancia capital en la historia de Europa. No tanto por fraguar en él el sistema feudal que perduraría hasta bien entrada la Edad Moderna o porque en el despuntasen, en forma aún reconocible, instituciones que dominarían la historia posterior de Europa, como las monarquías nacionales, el Papado o el Imperio. Lo importante es que se podría decir, con ciertas salvedades, que el siglo XI constituye la fecha de nacimiento de Europa, mucho más que el Renacimiento Carolingio del siglo VIII, que no pasó de ser una flor pasajera, marchitada enseguida.
En el siglo XI, por el contrario, los avances tecnológicos agrícolas permitieron un crecimiento continuado de la población europea, el mismo sobre el que se fundamentó la aventura de las cruzadas, finalmente fracasadas, la reconquista de la península Ibérica o la expansión al Oeste del Elba de la cristiandad, que sí tuvieron éxito. De repente, por primera vez en muchos siglos, Europa surge como actor histórico, capaz de imponer su ley a las civilizaciones vecinas o al menos de ser considerada como un igual. Rango que, a pesar de la fragilidad del sistema feudal y de los considerables reveses, se vería confirmado con las exploraciones del siglo XVI y la construcción de un orden mundial europeo a partir de 1750.
Y ese despertar de Europa es el que falta en este libro.
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