Hasta ahora, creo haber visto sólo un par de veces La double vie de Véronique de Krysztof Kieślowski, ambas relativamente cerca de la fecha de su estreno, una en la televisión, otra en DVD. Al instante, se convirtió en una de mis películas favoritas, con seguridad porque su sentir, y la historia que en ella se contaba, coincidían con la visión del mundo que yo tenía por aquel entonces, en la segunda mitad de los años noventa. Hace unos días, me he atrevido a volver verla, coincidiendo con mi revisión de cine polaco, y debo decirles que lo hice con cierta aprensión. Con ese miedo al reencuentro con lo que se ha admirado demasiado y que se teme desemboque en desilusión.
Sin embargo, descubrí, para mi sorpresa, que había olvidado casi completamente la película, fuera de lo que era su nudo argumental, así que ha sido como si la viera por primera vez. Una clara bendición, ya que el impacto ha sido similar al que me hizo, literalmente, enamorarme de esta obra. Incluso cuando mi desengaño y desencanto, los propios de la vejez, se ponían en marcha e intentaban apartarme, distanciarme, de la tormenta emocional que veía en la pantalla. Pero vayamos por partes.
La double vie de Véronique es la primera película de la etapa francesa de Kieślowski, tránsito entre países y culturas que la imbuye por completo. No es ya que la cinta transcurra en Polonia y en Francia, incluso viaje de aquél país a éste, ni que su historia constituya un complejo juego de espejos, dobles y dopplegängers, incluyendo la maldición que recae sobre quien se encuentra con su sosias. Es que además constituye un cambio estético y temático radical en su filmografía, ya que es su primera fábula moral y filosófica, casi abstracta e intemporal, en la línea de los Trois Couloirs posteriores; mientras que su obras anteriores son cuentos realistas y políticos, el retrato de una sociedad muy precisa y muy concreta. De hecho, por la preeminencia del verde en todo su metraje, podría considerase como un preludio a la trilogía que luego le sucedería. Incluso su primera parte.
Sin embargo, este carácter de transición, de cambio y metamorfosis, no la convierte en una obra menor, sino todo lo contrario. Con ciertas precauciones y salvedades, casi podría considerársela como la obra maestra de este director, al constituir una serie continua de pequeños milagros fílmicos. Uno de ellos, el ser amalgama de un cortometraje y un mediometraje, lo que le obliga a detenerse y volver arrancar a mitad del recorrido, con los efectos nocivos que ésto podría haber tendido en cualquier otra película y cualquier otro director. Si no lo hace, es porque ambas partes están unidas por el juego de espejos y referencias que ya les adelantaba hace unas pocas líneas, y que torna ambas mitades en complementarias, partes de un mismo todo. Conectadas por relaciones evidentes en algunos casos, incluso se podría decir que forzadas, pero que en otros son sutiles hasta pasar inadvertidas... como me ha ocurrido a mí, que sólo en esta tercera vez he reparado en un giro esencial en la trama.
En gran parte, el edificio de milagros, casualidades e imposibles se sostiene por un elemento que muchos considerarían foráneo: la música de Zbignniew Preisner, colaborador habitual de Kieślowski en esta película y en la trilogía de los colores. La música de Preisner es tan bella, tan turbadora en su perfección, que podría haber matado otra obra de otro director, hacer parecer su imágenes como prescindibles, incompletas y fallidas. Sin embargo, ambos se las arreglan para que suene natural, consustancial a lo que se narra y lo que se ve. Esto se debe a que la colaboración adquiere rasgos de coautoría, de manera que las imágenes de Kieślowski se apoyan en la música de Preisner y viceversa, hasta resultar inseparables. Tanto es así, que en la primera parte de la película, en su historia polaca, le sirven a Kieślowski para hacer un manifiesto y una predicción. El manifiesto es claro en la escena del canto bajo la lluvia, en la que la culminación obligada de la obra de arte conduce a despreciar todo obstáculo, incluida la propia seguridad personal. El vaticinio... pues si han visto la película pues ya se lo pueden imaginar.
No obstante, el efecto de la música en las películas de Kieślowski no se reduce a su uso. Es esencial también su ausencia. Este director polaco es de los pocos que sabe cuando la música debe callarse, para permitirnos oír el mundo que rodea a sus personajes o simplemente para que podamos mirar sin distracciones. Pudor y recato frente al uso de los recursos estéticos que es esencial para que los milagros funcionen, para que nada venga a romper el hechizo que rodea un momento, sea este elemento turbador la música o un montaje torpe y apresurado. Esto último, además, es otro de los dones de Kieślowski, el saber reconstruir los pequeños instantes, sin sentido ni significado, pero esenciales en la conformación nuestra existencia. Tan banales, pero tan importantes, como el mirar por la ventanilla de un tren o el polvo que cae de un techo cuya pintura ha comenzado a desprenderse.
Atención al detalle nimio, talento para recrearlo, que se unen a otra virtud suya, la capacidad para incorporar los logros del cine experimental, su sensibilidad hacia los resultados de otras artes. El primero, porque ciertas secciones de La double vie de Véronique me parecían extraídas de las obras de Brakhage o Mekas, lo que llevaría a la pregunta de hasta que punto los conocía Kieślowski. El segundo, expresado en el juego de las cassetes en la sección francesa, tan cercano a los postulados del arte sonoro, ése que busca que volvamos a reparar en el telón sonoro que nos rodea a diario.
O porque es el único cineasta, que yo recuerde, a capaz de rodar una representación de marionetas y hacernos sentir que están vivas. Incluso convirtiendo el temblor de las manos de alguien que sostiene una de ellas por primera vez, en parte de esa ilusión. Tan cercana por otra parte, al sentir de la animación de los países del este, capaz de insuflar vida a casi cualquier objeto, capaz de dotar de expresividad a facciones pintadas, congeladas eternamente.
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