jueves, 5 de enero de 2017

¿Diferentes vías?

The final competitive advantage enjoyed by parts of Europe lay in the relationshipc between war an finance. Crudely, European become better at killing people. The savage ideological wars of the seventeenth century had created links between war, finance, and commercial innovation which extended all these gains. It gave the continent a brute advantage in the world conflicts which broke out in  the eighteenth century. Western European warfare was particularly complicated and expensive, partly because it was amphibious. Government needed to project their power by both land and sea. Highly sophisticated systems were required to finance and provision navies at the same time as armies. The value of Caribbean slave agricultural production was so great by 1750 that huge sums were invested in creating systems for maintaining and supplying navies that protected the islands. The British, in particular, reduced their vulnerability to invasion by placing a large fleet permanently in the waters off their western coasts. This required a high level of systems of supply and control, but also created a permanent pool of ships which could be dispatched to more distant waters in the Caribbean or the East. Any European navy in military contact with the British, however distant from the British Isles needed to catch up. Famously, Peter the Great of Russia modernized his army and navy at the beginning of the eighteenth century, just as the Japanese were to do one and half century later. The farther away, however, the less the stimulus for innovation became. Asian powers and the Ottoman could, of course, assemble large fleets, but the techniques for maintaining them at sea for long period of time were not well developed. Naval technology also fell behind the westerners after 1700. One historian of the Ottomans have remarked that the sultans had superb navies in the eighteenth century, but ones for fighting seventeenth -century wars.

C.A. Bayly. The Birth of the Modern World 1780-1914

La ventaja competitiva final de la que disfrutaban partes de Europa estribaba en la relación entre guerra y finanzas. Simplemente, los europeos habían llegado a ser mejores matando gente. Las salvajes guerras ideológicas del siglo XVII habían creado vínculos entre la guerra, las finanzas y las innovaciones comerciales que amplificaban todos estos logros. Esto concedió al continente una ventaja de peso en los conflictos mundiales que estallaron en el siglo XVIII. El modo de guerra de Europa occidental era particularmente complicado y caro, en parte por ser anfibio. El gobierno necesitaba proyectar su poder tanto por tierra como por mar. Se requerían sistemas de gran complejidad para financiar y aprovisionar tanto flotas como ejércitos al mismo tiempo. El valor de la producción de la agricultura esclavista del Caribe era tan alto que hacia 170 se invertían enormes sumas de dinero en crear sistemas para mantener y suplir las flotas que protegían esas islas. Los británicos, en particular, redujeron su vulnerabilidad frente a una invasión manteniendo de manera permante una gran flota ante sus costas occidentales. Esto requería complicados sistemas de suministro y control, pero también creaba una base permanente de barcos que podían ser enviados a las aguas más distantes del Caribe o del Este. Cualquier marina europea en contacto militar con la británica, sin importar lo lejos que estuviera del Reino Unido,  estaba obligada a mantenerse a a su altura. Pedro el Grande de Rusia modernizó su ejército y su marina al comienzo del siglo XVIII, igual que los japoneses tuvieron que hacerlo un siglo y medio más tarde. Cuanto más lejos, sin embargo, menor el impulso para innovar. Los poderes asiáticos y el Imperio Otomano podían, por supuesto, reunir grandes flotas, pero las técnicas para mantenerlas en el mar durante largos periodos de tiempo no estaban bien desarrolladas. La tecnología naval también se quedó atrás desde 1700 comparada con la europea. Un historiador del Imperio Otomano ha señalado que los sultanes tenían una marina soberbia en el siglo XVIII, pero una para librar una guerra del XVII.

Tras leer el inmenso análisis del siglo XIX escrito por Jurgen Osterhammer, con el que les he aburrido durante demasiadas semanas, me he visto impulsado a leer otras historias globales de ese periodo histórico, empezando por las que el historiador alemán citaba con más asiduidad. La primera es la del historiador británico C.A. Bayly, quien como su colega alemán, intenta alcanzar dos objetivos complementarios. Por un lado, escribir una historia realmente global de ese siglo, donde los cambios se muestren desde el punto de vista de las diferentes civilizaciones mundiales, evitando caer en un eurocentrismo ya desfasado, al mismo tiempo que se intenta respetar la multiplicidad de un mundo que aún no había sido globalizado. Por otro lado, dar respuesta a la pregunta de The Great Divergence (La gran divergencia) entre las civilizaciones, que llevó al predominio de la occidental en ese siglo y el XX. O dicho en las palabras de Jared Diamond: Why the westerners got all the cargo (Porque los occidentales se quedaron con todo lo valioso).

La tesis de Bayly es sorprendente, al menos para un público hispano. No hubo tal divergencia. Ya desde el siglo XVIII las diferentes civilizaciones estaban en camino de transformación, enfrascadas cada una en su propio camino a la modernidad. Lo que ocurrió es que debido al complejo de guerras casi mundiales que cierran el siglo XVIII y abren el XIX,  las Napoléonicas y la de Independencia Americana, pero también la de los Siete Años y las de independencia en la América Hispana, Occidente adquirió una ventaja bélica que le permitió conquistar casi todo el resto del mundo habitado a finales del siglo XIX, interfiriendo de manera directa e indirecta en la evolución del resto de sociedades, de manera que estas adoptaron formas particulares del camino europeo hacia la modernidad.



Antes de analizar si esta tesis es válida o no, y sus consecuencias, merece la pena destacar el marco temporal. La supuesta Great Divergence, para los autores anglosajones, se situaría a caballo entre el siglo XVIII y XIX, coincidiendo con la Revolución Industrial y la hegemonía británica sobre los mares del mundo que siguió a las guerras napoleónicas. Esta elección parece en gran medida determinada por condiciones locales a la historia británica, en concreto la constitución del segundo imperio en la India, Sudáfrica y Australia. En el marco europeo continental, sin embargo, el arranque de esa supremacía europea se suele adelantar a dos siglos antes, como muy tarde a la fecha de 1600, cuando el imperio hispanoportugues estaba constituido y todas las civilizaciones estaban interconectadas vía marítima por los barcos europeos. Obviamente, en esa fecha Europa no podía imponerse a los imperios asiáticos - aunque sí que había destruido los americanos -. pero influía indirectamente en todos ellos. Tanto, que la moneda de plata del Perú servía para estabilizar el imperio Ming y Quing en China. Sin contar que ese mismo oro - y los beneficios del tráfico de esclavos triangular en el Atlántico - sirvieron para dotar a las potencias europeas de una fuente de financiación que no se correspondía con su tamaño, recursos y población y que sería determinante en el futuro.

Sin embargo, el problema no está en las fechas sino en la propuesta de múltiples vías hacia la modernidad. Sí para 1800 todas las civilizaciones estaban en camino de la modernidad y Europa fue sólo la más adelantada, se desmorona el concepto mismo de modernidad, como conjunto de ideas políticas definidas y logros científíco-técnicos determinantes. Es cierto que la influencia  en los procesos históricos del siglo XIX de los ideales de la Ilustración - racionalismo, democracia, igualdad, libertad, derechos humanos y laícismo - y de las invenciones de la Revolución Industrial, pueden haber sido exagerados. Como bien indica Bayly, la Revolución Industrial sólo se exporta fuera de Inglaterra tras las guerras napoleónicas, e incluso a ciertas regiones de Europa sólo llega en las décadas finales de ese siglo. Hasta entonces, Europa siguió siendo una sociedad mayoritariamente campesina, tradicional y "atrasada". Por otra parte, la historia del siglo XIX no es una historia de la revolución, sino de la contrarrevolución. Toda ella se podría resumir en como los estamentos gobernantes suprimen las algaradas revolucionarias, haciendo únicamente las mínimas concesiones que les permitan permanecer en el poder. Proceso, por cierto, descrito magistralmente por Lampedusa en El Gatopardo.

Todo eso es aceptable, así como la idea de que las sociedades nativas no se limitaron a aceptar sumisamente las ideas europeas sino que las adaptaron a sus condiciones culturales e incluso reaccionaron ante ellas, para crear nuevas síntesis políticas, sociales y religiosas. El problema viene de que, como digo, esos múltiples caminos no apuntan a una única modernidad, sino a muchas distintas, tornando inútil ese concepto como clasificación histórica u objetivo político. Así, para Bayly el concepto de modernidad no incluye el concepto de laicismo, sino que podrían existir modernidades religiosas e incluso el siglo XIX sería un siglo de triunfo, reforzamiento y consolidación de la religión. De esa manera el resurgimiento del cristianismo evangélico en los EEUU como fuerza política determinante, o del islamismo, radical o no, en el ámbito del islam, no serían aberraciones históricas, sino evoluciones lógicas, siendo precisamente el laicismo y el secularismo las auténticas distorsiones.. concepción que los neocons aplaudirían con gusto.

Se podría refutar que esos movimientos religiosos integristas atacan, dado su carácter de fe, a dos de los pilares de la modernidad,el racionalismo y la ciencia, y que por ello no pueden ser exponentes de la modernidad. Sin embargo, en este caso Bayly se acoge, aunque con reservas, a un credo del postmodernismo contemporáneo: la concepción de la ciencia y la razón como un medio de conocimiento más, incluso como un factor de dominación por parte de occidente. Las otras civilizaciones tendrían sus propias vías al conocimiento que serían tan válidas como la occidental, que sólo habría ganado su supremacía gracias a la ventaja militar europea que aseguró a ese continente el dominio sobre el mundo. Incluso peor, porque la ciencia europea se habría apropiado sin remilgos de ésas otras formas de conocimiento, con lo que su pretensiones de originalidad y excepcionalidad quedarían en entredicho.

De nuevo, es cierto que las raíces de la ciencia Europea se nutren del pensamiento medieval árabe y de lo que éste le transmitió de otras tradiciones, como la matemática hindú. Sin embargo, hay que recordar que a partir de 1600, el saber Europeo inicia su crecimiento exponencial, resucitando conceptos que habían quedado olvidados desde tiempo de los griegos - el heliocentrismo -  e inventando otros completamente nuevos en la historia del saber mundial - como la teoría de la gravitación, el cálculo diferencial e integral, o la química moderna -. Por otra parte, esa conquista militar del mundo no hubiera sido posible, o habría sido más tenue y difícil de mantener, si no hubiera sido por los avances técnicos del XVIII y el XIX, la máquina de vapor, el buque de vapor, el ferrocarril o el telégrafo. Avances científico-técnicos que no se lograron en otras tierras sino en Europa y que sí apuntan a una posible excepcionalidad de esta civilización.

Excepcionalidad no de razas - al igual que a los griegos la filosofía no les venía en los genes - sino a una acumulación de condiciones que también se dieron en otras civilizaciones y otros tiempos - como en la China de los Song - pero que sólo en la Europa posterior a 1600 llegaron a alcanzar la mezcla necesaria para la ignición.

Esa modernidad de la que hablabamos.

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