Schwäne ziehen in geordneten Formationen nach uber die Stadt. Man bekommt jedesmal Angst, sie könnten von dem Flak beschossen werden.
Hans Graf von Lendorff, Diario de la Prusia Oriental, 1945-1947
Los cisnes vuelan sobre la ciudad en formaciones ordenadas. Siempre tememos que les alcance el fuego de la defensa antiaéra.
He estado leyendo estos últimos días de diciembre las memorias que sobre el final de la guerra y la postguerra en Prusia Oriental, esa avanzadilla de occidente en el este de Europa, escribiera Hans Graf von Lendorff. En otras entradas de este blog ya he hablado de ese momento histórico, cuando la violencia que los alemanes, en colaboración con el nazismo, habían extendido por toda Europa, se volvió contra ellos y les arrastró en la riada, primero en forma de resistencia a ultranza y muerte a los que flaquearan, con la que el nazismo quiso prolongar su agonía. Luego, en forma de venganza despiadada por parte de las tropas rusas, que saquearon, violaron y asesinaron sin ninguna restricción moral, al igual que el ejército alemán había actuado en Rusia. Por último expulsados de las tierras que habían ocupado durante más de setecientos años, y que ahora iban a ser repartidas entre rusos y polacos.
Ese es el momento histórico en que escribe este habitante de la antigua ciudad de Königsberg, pero si impresionante son esos acontecimientos, no lo son menos el modo en que los narra, con una serenidad y una sobriedad impensables, sin apenas odio o rabia, deteniéndose en detalles como el que he elegido para representarles, aquellos que nos parecen impensables a nosotros , los hijos de la paz que sólo conocemos la guerra por sus representaciones, y que no dudaríamos en calificar de imposibles en otras circunstancias que no fueran las del testimonio directo del protagonista.
Un testimonio que proviene de un hombre que se negó a militar, no ya en el partido nazi, sino en el ejército de su país en guerra, debido a sus profundas convicciones religiosos que le llevaban a profesar el más profundo y militante pacifismo. Un hombre cuyos familiares estuvieron implicados en atentado contra Hitler del 20 de julio de 1944, y que tuvo que luchar contra sus propias creencias, para así poder encontrar una dispensa a su pacifismo que le permitiera colaborar en el asesinato del monstruo. Grandes ideales, grandes combates morales, que a nosotros, traidores de nosotros mismo, nos pueden parecer risibles, pero que, en cierta manera, colocan a esas personas por encima de nuestro tiempo.
Un hombre cuya familia sufrió la persecución del nazismo, no ya por esa colaboración con los conspiradores, sino simplemente por no denunciar a los posibles opositores al régimen, ya que para el nazismo, aquellos que no compartían su retorcida ideología, eran enemigos mortales con los que se ajustarían cuentas más tarde o más temprano, puesto que sólo el pensamiento o la sospecha de un pensamiento bastaban para ser culpables. Un individuo que habría de sufrir doblemente, puesto que si para los nazis era un traidor a la comunidad de la raza, para los rusos era simplemente un alemán, cómplice de aquellos que habían llevado muerte y destrucción a la URSS, culpable sin eximentes, sin posibilidad de perdón o indulto.
Y aquí, para finalizar o para comenzar, es cuando quiero señalar dos de los momentos más impresionantes del libro.
Uno de los cuales queda obscurecido por el misterio, o mejor dicho por el respeto que el autor tiene a su esposa. Tras la ocupación de Könisberg por los rusos, acabo separado de ella y no volvió a verla hasta meses más tarde, sin que ella llegará nunca a contarle lo que le había ocurrido en ese tiempo, hasta que un día al pasar junto a un bosque, en las afueras de la ciudad, ella se mostró extremadamente nerviosa y esa misma noche, según nos deja intuir el autor, se suicidio con una fuerte dosis de somníferos. Unos hechos, los ocultados y los causantes de su muerte, que el escritor descubriría leyendo el diario de la difunta, pero que nunca llega a comunicar a nosotros los lectores, como última prueba de respeto y de amor.
Un respeto que meses más tarde, al enterarse de que iba a ser detenido por los ocupantes, la hace dudar, puesto que el abandonar su tumba, la seguridad de dejarla sola para siempre, sin posibilidad de volver a ella, le parece la última traición, el último insulto a aquella que le amó y le protegió.
Es entonces, de resultas de esta denuncia y de la huida que le sigue, cuando tiene lugar el segundo momento estremecedor de la narración, puesto que el narrador recorre la tierra que era su patria hasta ese instante, como si fuera una alimaña, caminando sólo de noche para evitar ser descubierto, escondiéndose donde buenamente puede, evitando a los hombres, marchando siempre hacia el oeste, para huir de la cárcel sin muros en la que ha sido arrojado.
Sólo que no hay nadie que le persiga, ni nadie con quien encontrarse. Su tierra, la tierra que amaba, la tierra de su gente, de sus antepasados, está vacía. Todos los que vivían en ella han muerto, huido con las tropas en retirada o han sido deportados por los ocupantes.
Sólo queda él, entre el cielo obscuro y la tierra negra.
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