domingo, 27 de abril de 2008

Seeking the joke

Ayer por la mañana, estuve visitando la exposición Maximin, abierta en la sede de la fundación Juan March. Una exposición que propone una revisión de las aventuras minimalistas en el arte" contemporáneo" (una de las definiciones más desafortunadas que existan), pero que, supongo que a su pesar, se convierte en una reflexión sobre la incomprensión mutua entre artistas y público, que es casi el único carácter común a todo el arte presente.

Una incomprensión mutua que se debe a que, muchas veces, enfrentado al hermetismo, la obscuridad, los juegos conceptuales y formales, el espectador necesita que le expliquen el chiste, lo cual no puede realizarse únicamente con la obra, sino que necesita un comentario concreto y explícito por parte del artista y el crítico, casi como si la obra fuera en realidad un comentario a un comentario, un añadido prescindible por tanto.

O dicho de otra manera, si cuando se visita un museo de pintura o escultura antigua, es posible formarse una idea clara de las intenciones y objetivos de los artista, simplemente observando lo allí expuesto, esto no es posible con la visita a un museo de arte contemporáneo. No por alguna deficiencia, defecto o carencia entre los artistas del pasado y del presente, sino simplemente porque el artista del pasado trabajaba dentro de un estilo más o menos común, y por tanto, el espectador puede fácilmente reconocer, al contemplar obras similares, las virtudes y las carencias de cada estilo, las diferencias y capacidades de cada artista, y por lo tanto, convertirse en su propio crítico, necesitando únicamente la consulta del auténtico aparato crítico, para confirmar o rebatir sus impresiones.

Este autoaprendizaje es casi imposible en el caso del artista contemporáneo, al cual se le supone que debe buscar, obligatoriamente, so pena de no merecer el nombre de artista, un estilo propio u diferenciador, hacer uso de la libertad y originalidad que suponemos la medida del arte que merece la pena. De esta manera, cada obra expuesta en el museo se encuentra, en cierta manera, aislada, separada de las otras, encerrada en sí misma, en su propia soledad, y obliga al espectador a venir ya preparado, a conocer de antemano lo que viene a contemplar, a leer y estudiar las opiniones críticas y los estudios históricos, buscando que la obra le confirme todo lo que ha aprendido, y sintiéndose defraudado, si esto no se produce, como el que compra un artículo y quiere que le devuelvan el dinero, cuando le sale rana, .

¿Y esto es un problema? ¿Una deficiencia y un error de nuestra cultura contemporánea¿ ¿Un signo, otro más, de nuestra inevitable decadencia?

Evidentemente, no.

Y para explicar lo que quiero decir, tengo que volver a hace más de 20 años, a 1982 y a la integral Marcel Duchamp, que organizara la fundación La Caixa. Una exposición que se cerraba con la instalación de la última obra del artista, el Étant Données, en cuya elaboración gastará más de veinte años.



Una instalación que, en un giro muy duchampiano, se había expuesto de manera distinta a como se hacía en su lugar de origen, en el Philadelphia Museum of Art, puesto que si allí, había que mirar a través de los agujeros de la puerta, para toparse con la imagen erótica y turbadora, en la reconstrucción madrileña, al mirar a través de los agujeros de la puerta se veía otra puerta igual y era al dejarla a un lado, cuando una flecha, o la presencia de otros visitantes, nos descubría otro agujero en la pared, el cual servía para contemplar la segunda imagen.

Al principio yo no entendía nada y apenas le dediqué unos segundos a cada obra, mejor, dicho, al acto de aproximarse, agacharse y mirar por los orificios a ver que se veía allí, sin entender, como bien digo, de qué iba la broma. Esa confusión mía, era compartida por los visitantes, cuya influencia oscilaba entre la indiferencia y la indignación, no por alguna supuesta trasgresión u osadía que hubiera sido cometida por el artista, con la intención de escandalizar al respetable, sino porque sentían como si les estuvieran timando.

Una alienación con respecto a la obra y su significado que, sorpresa, sorpresa, era compartida por los mismos guías que acompañaban a algún grupo, los cuales intentaban hacer comprensible la obra a los visitantes, llamando la atención sobre las cualidades estéticas de la puerta, la variedad de materiales utilizados en el diorama interior, o el tiempo y el esfuerzo que le había llevado a Duchamp construir todo el invento... una serie detalles, de minucias que no hacían otra cosa que aumentar esa sensación de engaño, de estar siendo sometidos por el artista a una broma pesada, con la cual éste debería estar riéndose a carcajadas.

Algo que, en realidad, no estaba del todo desencaminado, tratándose de un artista que realizo algunas de las bromas artísticas más pesadas que se recuerden y que tiene el honor de haber escandalizado por dos veces a la vanguardia, la una con el famoso Desnudo descendiendo una escalera, la otra con ese urinario público al que titulo Fuente, al insinuar que toda la seriedad con que se enfrentaban a su arte, toda la importancia que se daban, no era más que un castillo de naipes al que el menor soplo derribaría.

Porque la cosa es que, con esa instalación, el malvado bromista que se llamó Duchamp, nos había convertido a todos en unos mirones, en unos voyeurs, y más importante que la propia obra, o mejor dicho, formando parte esencial e indisociable de ella, era la forma en la que cada espectador se aproximaba a ella y como reaccionaba ante su propuesta. Algo que, cuando me di cuenta, me hizo quedarme un buen rato en las cercanías de la instalación, contemplando a los visitantes, observando sus reacciones, disfrutando con su variedad.

Convertido en un mirón de un mirón de un mirón de un mirón.....

Así que, por concluir, quizás lo que está mal no es la forma en que crean los artistas modernos, sino la forma en que los miramos. Ése acudir teniendo aprendido todo el aparato crítico, todos los significados, todas las respuestas y esperar que la obra nos lo confirme y que cada de una de ellas represente para nosotros la experiencia única que significó para algunos de sus espectadores.

No, si los artistas han conquistado el derecho a ser libres, a expresarse libremente, nosotros debemos conquistar el derecho a disfrutar también libremente, a contemplar lo que se nos propone sin ideas preconcebidas y cuando encontremos algo que nos llama la atención, como me pasó a mí con estas esculturas de Goeritz


entonces ir a buscar quien nos hable de ello, para saber más, para descubrir nuevos caminos que recorrer, diferentes para cada persona, al igual que distintos son nuestros temperamentos e inclinaciones.

Para redescubrir el placer que se esconde detrás de toda obra de arte.

1 comentario:

Fabber dijo...

Qué genial post, e invita gratamente a la propia reflexión.

Sigo creyendo que la obra de arte que necesita demasiada explicación, falla de la misma manera que un chiste demasiado inteligente, que necesita explicarse para entenderlo.

El problema del alejamiento del público no-especializado de artes plásticas tales como la pintura y la escultura no existe en tal magnitud en artes nuevos como el cine y el cómic, que pueden arriegarse a propuestas poco convencionales y aún así gozar de mayor entendimiento y empatía en comparación. No sé si esto significa que algunas artes "se agotan", y al tener cada vez más difícil la capacidad de encantar, tienen que recurrir a la referencia endogámica en niveles semióticos complejos, o dicho en cristiano: a enredarse y morderse la cola, a la pirotecnia conceptual que engaña y lanza una cortina de humo sobre el arte en sí. A pesar de gustar de muchas obras contemporáneas, encuentro la pintura y escultura occidentales posteriores a los ísmos del primer tercio del s.XX, menos innovadora y fascinante. ¿Se agotan todas las posibilidades de un arte en determinado momento y solo quedan "islas" de genialidad?