Una de las peores servidumbres de este tiempo que vivimos es la de la actualidad. Hay demasiadas cosas que ver, y demasiado poco tiempo, de manera que, si uno quiere estar al día, debe limitarse a una apresurada visión de aquello que le interesa, sin poder nunca revisar lo que ha disfrutado... con el peligro de no percibir lo realmente importante entre esa avalancha de novedades y que se pierda rápidamente en el olvido.
Así podía haberme ocurrido con la exigua obra de esta directora de animación, Florence Miailhe, que, para degustarla realmente, hay que verla una, dos, tres, cuatro veces, hasta casi saberse cada plano de memoria, para entonces poder apreciar en su justa medida qué es lo que esta directora hace y por qué es tan importante. Por alguna afortunada razón, no archive el DVD tras haberlos visto por primera vez. Quizás por que el lujoso libro de ilustraciones en el que venía el DVD era demasiado hermoso para guardarlo inmediatamente en la estantería, y cuando me dedicaba, en ratos perdidos, a hojear sus páginas, sentía el deseo de volver a ver esos cortos. Quizás porque había algo en esos mismos cortos, de desusado y poco corriente, que me forzaba a revisarlos hasta poder agotar su esencia.
Lo primero que llama la atención de la obra de Miailhe, exige que sepamos un poco de animación. Como es sabido, el fundamento de la animación, consiste en dibujar cada plano y luego fotografiarlo, para que al proyectar estas fotografías en sucesión se cree la ilusión del movimiento. Gente como Norman McLaren ha intentado romper estas cadenas, deshacerse de las cadenas de la cámara, dibujando directamente sobre el celuloide, en el caso de Miailhe nos encontramos con un n-simo intento por liberarse de la cámara, puesto que en su forma de animar no hay planos, ni dibujo, ella parte de una pintura base, realizada sólo con manchas de color y la va modificando paulatinamente, aplicando nuevas pinceladas, borrando y pintando, construyendo y destruyendo, hasta llegar a otra pintura completamente distinta.
Un proceso en el que se simula el movimiento, a medida que Miailhe transforma la imagen de partida, y que por la forma en que ésta está pintada, a base de brochazos amplios y manchas de color, al espectador no avisado le da la impresión de ser tosco y torpe, sobre todo si se compara con la falsa perfección de la Pixar, pero que para Miailhe, en sus propias palabras, no es sino un intento de pintar como Matisse, en un mundo que esto ya no es posible.
No es gratuita esta alusión a Matisse, al igual que el pintor francés exaltaba en todos sus cuadros la joie de vivre, la obra de Mialhe se haya recorrida por una cálida corriente de sensualidad.
Una sensualidad y una sexualidad, esencialmente gozosa, consistente en disfrutar en libertad y a plena luz del día del propio cuerpo, algo extraño en estos tiempos que se suponen tan liberales y tan liberados, pero donde esas cuestiones del sexo continúan ligadas a las obscuridad y a los antros, cuando no a la violencia y la humillación. Una sensualidad también ajena al modo en que tendemos a sentir y expresar estos temas los hombres. Nada hay más lejano de la volupté, la laxitud y la tranquilidad, la consciencia de tener todo el tiempo del mundo, de la brusquedad, el apresuramiento, incluso la crueldad, con que tan frecuentemente tendemos a amar a nuestras mujeres.
No es el único punto en que se aparta de lo corriente en nuestros tiempos. Cuando la mayoría de las adaptaciones se limitan a ilustrar el texto, sin apartarse una coma de él, ella es capaz, como hacían los antiguos, de tomar textos archiconocidos y hacernos ver aquello en lo que no habíamos reparado. Un don que solo se ha concedido a unos pocos.
Así, a pesar de ser yo un gran admirador de las una y mil noches, me agradó ver como ella me ensañaba el auténtico significado del cuento del Principe convertido en tuerto y mendigo, o la infinita crueldad que supone que aquel que ha salvado a la humanidad, abatiendo al jinete de cobre y terminando así con el horror de las rocas magnéticas, que atraían a ellas a los barcos y los hacían estrellarse contra los rompientes, se convierta en un maldito, sólo por dar gracias a dios, y desde ese instante traiga la desgracia a toda la persona que cometa el error de amarle.
Una maldición de la que sólo hay una escapatoria, abandonar el mundo, renunciar a la felicidad, morir antes de la muerte, para así no causar más daño, aunque sea involuntario.
De la misma manera que me impresiono, al narrar Mialhe la historia de Scherezade, como nos hace ver la diferencia abismal que hay entre la palabra y la imagen, o como aquello que oímos en el cuento, de como el rey Shariar descubrió la infidelidad de sus esposas, las asesinó una tras otra preso de rabia, y decidió vengarse en todas la mujeres en general, tomando una cada noche y ejecutándola al día siguiente. Algo que dicho así, parece vago y lejano, y que sólo al verlo, podemos comprobar el horror que representan.
Una ilustración que hace aún más poderosa la conclusión y la moraleja de la historia, puesto que Scherezade, la valerosa e inteligente, se las arregla para hacerle cambiar, para devolver la humanidad al rey y asímismo salvar al reino de la locura.
Un concepto, éste de que las personas pueden cambiar, pueden regenerarse, pueden volver a convertirse en seres humanos, que nos es extraño, increíble, impensable, ingenuo, propio de niños, tanto para las gentes de derechas como las de izquierdas, a pesar de que unos, como cristianos hayan sido enseñados a creer que es posible obtener el perdón de los pecados, y que los otros estén seguros de que por su propio esfuerzo el hombre es capaz de vencer sus debilidades y construir el paraíso en la tierra.
O quizás es que ya no existan izquierdas ni derechas, y todos seamos ateos de nuestras propias convicciones.
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