lunes, 14 de marzo de 2011

AMGD Capítulo VII: Jerusalén año 66 d.C

En los capítulos que describen la situación en el bando judío, ya habíamos presentado a dos personajes, un bandido ya envejecido, que participó en un movimiento religioso aplastado por las autoridades romanas y que contempla todo con cierto escepticismo y desapego, pero que se une a la rebelión por una extraña mezcla de amistad,  fidelidad y fascinación a un joven que encontró perdido en el desierto. Este último cree haber sido elegido por Dios para traer su reino y experimenta visiones que le dejan sin sentido durante horas enteras.

Faltaba un personaje, al que está dedicado este capítulo, un joven de buena familia que tomará una decisión irrevocable, muestra de como esa rebelión era en realidad una guerra civil disfrazada.

Capítulo VII: Jerusalén año 66 d.C.

Siempre están arriba, vigilando.
   
El patio del templo está abarrotado de gente. Ascienden por las amplias escalinatas que llevan desde el barranco del Tiropeón, hasta alcanzar la basílica del sur, o cruzan por el alto puente que salva el barranco, en el oeste de la colina, o simplemente, sin pasar por la ciudad, entran por la puerta del Oeste, desde el barranco del Cedrón, tras haber contemplado el Templo desde el monte de los Olivos.
   
No importa cuantas veces se entre, no importa quienes seas, de donde vengas, cual sea tu rango, todos, sin excepción, reaccionan igual.
   
Desde lejos, desde el momento en que la ciudad de Jerusalén se ofrece a su vista, el visitante queda asombrado ante la magnitud del templo. Los muros de la muralla que lo protege, construidos por el rey Herodes, el que la gente de aquí llama en voz baja el rey maldito, se alzan orgullosos desde el fondo de los barrancos que delimitan la alta colina donde se yergue el templo, si es que en realidad el templo está construido sobre una colina, porque es imposible ver traza de ella, fuera de las inmensas piedras de las murallas, traídas desde tierra lejanas, labradas por los artesanos más hábiles, sólo para demostrar la grandeza y el poder de un rey que hace ya decenios que murió.
   
Altas son las murallas, asombrosa su traza, pero la vista se aparta del joyero para fijarse en las joyas y, aunque apenas se ve más que los pináculos del templo, el blanco del mármol purísimo con que están construidas, el brillo cegador del oro con que su tejados están forrados, bastan para cautivar la atención, para hacer olvidar todo lo que no sea ése lugar sacrosanto, para reducir a la nada las ambiciones de ese rey.
   
Pero es sólo una pálida visión de ese tesoro, una ilusión que enseguida desaparece, en cuanto se desciende a los barrancos que rodean el templo o se penetra en las callejuelas de la ciudad que lo alberga. Por eso, por esta razón, cuando, tras ascender las escalinatas y franquear los pórticos dobles construidos tras las murallas, se penetra en el patio, pocos hay que no se detengan, abrumados, pocos hay que no permanezcan, la boca y los ojos abiertos de par en par, abrumados ante tanta belleza.
   
De los pórticos al templo media una amplia explanada, más grande que muchas ciudades paganas. A pesar de su extensión, toda ella ha sido recubierta de mármol blanco, sin mácula, pulido hasta el extremo de ser imposible distinguir las junturas de las losas, hasta el extremo que el pavimento del patio parece una única roca,  un único cristal purísima, colocada allí por sabe quien que poder. Cuadrillas de vigilantes cuidan porque nada mancille la pureza de ese suelo y su tarea no es fácil, puesto que diariamente, multitudes lo cruzan, portadoras de ofrendas, de bueyes y ovejas aún vivos, de aves, para ser sacrificadas en el recinto del templo y ofrecidas en holocausto al dios único y verdadero.
   
En medio de esta explanada, el templo. Podría pensarse que sólo en esa inmensa extensión, rodeado por los pórticos que cierran el recinto y coronados por las almenas de la muralla, el templo parecería pequeño, aplastado por la grandeza de lo que le rodea. Pero no es así, puesto que el pavimento se alza imperceptiblemente hacia el templo haciendo que destaque sobre todo lo demás, que gravite, imponente, sobre aquel que se le acerca, como observando y juzgando al visitante, como el mismo ojo de dios dirigido hacia la superficie de la tierra.
   
No sólo este truco de perspectiva lo que engrandece el templo. El edifico es tan grande como el mayor de los palacios de la ciudad, y el mismo es una fortaleza erizada de almenas. Sobria y amenazante, pero al mismo tiempo de una belleza sobrecogedora. A pesar de la extensión que ocupa, la altura de sus muros ha sido cuidadosamente medida. Ni demasiado bajos para que no parezca hundirse sobre si mismo, ni parezca tampoco demasiado altos, para que parezca frágil y débil. Tampoco se ha descuidado la ubicación de la puertas, siete de ellas, a intervalos regulares, para romper la monotonía de la murallas, grandes para impresionar al que entren por ella, pero no demasiado grandes para evitar que la fortaleza deje de serlo.
    
Ni se ha escatimado en los materiales utilizados para construirlos. Mármol aún más puro que el de pavimentos y pórticos, tan puro que, cuando el sol le da le lleno, parece la cumbre de una montaña recién nevada. Oro para cubrir las techumbres, de forma que rivalice con el mismo sol, de manera que le demuestre que él no es dios, que no puede compararse con el dios que elegido esta como su morada. Bronce para las pesadas puertas que cierran el recinto, plata para forrarlas y decorarlas, todo lo que el hombre puede codiciar, todo por lo que el hombre puede llegar a matar, reunido aquí, ofrendado aquí, enterrado aquí, para mayor gloria del dios de este pueblo, el único verdadero, el único que existe.
   
Y si el visitante se ha quedado estupefacto, no lo estará menos, cuando sepa que eso que ve es sólo un segundo estuche, que tras esos altivos muros, tras esas orgullosas puertas, está el auténtico templo, protegido del mundo, cerrado a todo aquel que no haya aceptado la verdadera religión. Cerrado y prohibido, porque justo antes de esos muros se alza una baranda, con inscripciones en todas las lenguas del imperio, amenazando con la muerte al infiel que se atreva a pasar de ese punto. Avisos que no son hueros, pues no es el primer insensato que ha pagado su temeridad con su vida, sin que sirviera para nada el recurso a las autoridades romanas, sin que le salvase su rango o posición, por alto que fuera, a menos que fuera acompañado con las armas.
   
Así es el templo, cerrado y protegido, morada y habitación de ese dios celoso y terrible al que este pueblo adora, tan celoso y terrible que ese recinto sacro está, a su vez, dividido en recintos aún más pequeños, donde cada vez son menos los que tienen permiso para franquearlos, primero vedados a las mujeres, luego a los hombres, por último incluso a los sacerdotes, no ya a su presencia, sino incluso a su mirada.
   
Pasará el primer momento de sorpresa, se recuperará el viajero de la impresión y entonces reparará en ellos, los romanos, siempre están arriba, vigilando, haciendo la ronda sobre el adarve de la muralla que corre justo por encima de los pórticos. Son pocos, muy pocos, apenas los justos para observar el recinto entero, pero no conviene engañarse, un tumulto y las murallas se cubrirán de legionarios, porque en un extremo del templo, construido también por ese rey maldito, se alza la fortaleza Antonio, dispuesta a abrir sus puerta y escupir enjambres de soldados, refugio inexpugnable en el caso de que la situación se descontrole, espina perenne en el corazón de la ciudad .
   
Los habitantes de esta ciudad jamás deben olvidar que ya no son libres, que cualquier intento para recuperarla será descubierto y reprimido, sin que se pueda esperar misericordia o compasión, sin que repare en la sangre que sea necesario verter para restablecer el orden. Sobre todo no deben olvidar que ese dios terrible y todopoderoso no lo es tanto, siempre deben tener presente que los gobernantes de la ciudad, ya sean ese rey maldito o los ocupantes romanos, lo son mucho más, están mucho más cercanos, son mucho más peligrosos.
   
Ya ha ocurrido muchas otras veces. Nadie duda de que volverá a ocurrir.
    
Pero, entretanto, la gente se afana en continuar sus vidas.
    
La misma gente que despertará al viajero, que le topará con él y le empujará, que le imprecará para que se aparte y no obstruya el paso, que le mirará con ojos de odio y desprecio, porque él no es de allí, porque él no pertenece al pueblo elegido por ese dios, porque él no cree en el único y verdadero dios.
    
Marchará el viajero y recorrerá el patio, sabiéndose seguido por las miradas de los fieles, sabiendo también que sólo se tolera su presencia debido a la fortaleza Antonia y al poder de las armas romanas que la ocupan. Percibirá todo esto, pero no sabrá la razón, porque no tiene sentido perderse en los entresijos de un pueblo olvidado, arrinconado en una esquina perdida del imperio, válido sólo para ser ocupado y conquistado por todas la potencias del mundo, rico sólo en derrotas y reveses.
   
Los que le miran, saben, sin embargo. Él, el viajero venido de otras tierras, el gentil que cree en dioses fieles, es un símbolo viviente. De la cultura ajena y extraña que consiguieron expulsar, siglos atrás, del recinto sagrado y puro del templo, donde se llego a alzar la abominación de la desolación, para escándalo y terror de los auténticos fieles. No fueron los compatriotas de este viajero quienes lo hicieron, no fueron otros gentiles quienes lo intentaron, fueron miembros del mismo pueblo elegido, traidores a su gente y a su dios, insensatos seducidos por lo que parecía poderoso y fuerte en aquel instante, necios que abandonaron la forma de vestir de los suyos, que abandonaron las costumbres milenarias de la comunicad, que eligieron dioses que no eran los suyos, que creyeron que su poder podría compararse con el del dios único y verdadero, el señor de las batallas, el comandante de los ejércitos.
   
Polvo, eso es lo que queda de esos ciegos. El suyo y el de los señores que eligieron, porque sus imperios inmutables hace mucho que se derrumbaron y su recuerdo, desvanecido de la memoria.
   
Todo esto no es más que historia antigua, tan vano como el polvo y los huesos que se acumula en las tumbas, incapaz de actuar e influir sobre el presente. El hoy reclama su atención y la gente, los fieles, los servidores del templo, los meros curiosos, olvidan pronto al visitante. Éste, a su vez, se siente libre de marchar a donde quiera, puede acercarse hasta la baranda que marca el límite e intentar vislumbrar, a través de las puertas abiertas de par en par, las asambleas de los hombres en el interior del templo o el tráfago constante de sacerdotes, o el velo que protege el sacnta sanctorum del templo, muy, muy en su interior, apenas visible en la penumbra, señalado únicamente por las ondas que recorren su superficie.
    
Puede también acercarse a la basílica construida en el lado sur del recinto. Por allí, en un momento u otro, tiene que pasar todo el mundo que viene al templo. Sin molestar, recorre el margen de las grandes piscinas, colmadas de agua viva, continuamente repuestas, con escalones finamente tallados que permiten descender a su interior. Allí, antes de franquear la baranda y adentrarse en el templo, deben purificarse los fieles, eliminar todo lo que pertenezca al mundo exterior, desprenderse de todo lo sucio y todo lo impuro, prepararse para ser admitidos a la presencia de ese dios celoso y cruel, que no admite medias tintas ni componendas.
   
Silencio es lo que se esperaría de este lugar, silencio y recogimiento. En su lugar, el oído del viajero es atronado por una cacofonía de voces y ruidos, pared con pared, justo al lado de las piscinas y cisternas, también bajo las columnas de la basílica, se extiende un inmenso mercado. Todo aquel que viene a orar al verdadero dios tiene que portar una ofrenda, sea pequeña o grande, sea un buey, asequible sólo para poderosos y potentados, sea una humilde paloma, al alcance de los más pobres de esta tierra. Aquí es donde se puede comprar, aquí es donde están los cambistas que te den la moneda para adquirirlo, aquí es donde se pueden contratar a los sirvientes que lo conduzcan hasta el altar, alquilar a músicos y danzarines, reservar los servicios del sacerdote que lo inmole y luego lo ofrezca en holocausto.
   
Así, bajo este techo, amplificadas por el eco, se mezclan las voz tras voz, hasta formar un rumor, un estruendo irreconocible, de ríos que se vierten por cataratas, de compradores que buscan un precio mejor, de vendedores que intentan colocar su mercancía, de personas que se sienten estafadas, de comerciantes que pretextan su inocencia, de guardianes que intentan poner paz, de cualquier conversación, de cualquier reacción, de cualquier conflicto, de cualquier sentimiento que puedan albergar los seres humanos y pueda ser expresado en palabras,
   
Allí bajo este techo, perdido, abrumado, el viajero se deja emborrachar por el calor humano, por la variedad de lo que ve y casi se siente con ganas de participar, de comprar el también, de regatear y contratar, de ofrendar a ese dios desconocido, al que tantos corazones oran, en el que tantas almas fían, en el que tantas personas esperan.
   
Desearía, pero no quiere perturbarlo, así que se limita a observar, a la mujer anciana que vaga entre los puestos, sin que nadie se fije en ella, perteneciente ya al sepulcro, al niño que corretea entre ellos, ajeno al mundo, centrado en sí mismo, al joven orgulloso que pierde el tiempo y aguarda su oportunidad, dispuesto a comerse al mundo, conocedor de que su juventud le dará la victoria, al poderoso, en fin, que marcha sin volver la mirada, sabedor de que su escolta le abre el paso, de que no necesitará que intervenga, de que los demás se apartarán ante él e inclinaran la cabeza.
   
Sin pensarlo, el viajero sigue a este cortejo, curioso, intrigado, tanto como la mayoría de los fieles que cruzan el templo. Uno tras otro, descubren la procesión, vuelven su mirada hacia aquel que avanza, interrumpen su conversación y se inclinan ante el poderoso, sin que éste les responda, sólo muy raramente, al descubrir un igual o alguien que puede ser su igual, porque nada en este mundo puede interrumpir su carrera o detenerla, aunque la multitud se arremoline a su paso, aunque los brazos se extiendan hacia él, aunque las peticiones le lluevan encima.
     
O así lo creía. Porque de repente, los rostros de los espectadores se contraen y un grito de horror, apenas reprimido se escapa de las gargantas. Todos han visto a ese hombre, hace un instante tan seguro de sí mismo, sufrir un espasmo y llevarse las manos a la espalda, intentando alcanzar algo que ni él mismo sabe lo que es. No llega a descubrirlo se desploma enseguida sobre el pavimento y, allí tendido, enredado entre sus ricas ropas, abrumado por su peso, el rostro medio cubierto por el preciado tocado del que presumía, sin que nadie se atreva a acercársele, sin que nadie se atreva a tocarle, agoniza, se estremece una, tres veces más y se queda inmóvil.
    
La multitud se espesa, todas las miradas están pendientes del cuerpo. Los rumores se extienden, confusos, contradictorios, hasta que las vestiduras comienzan a teñirse de rojo, hasta que la sangre, un charco de sangre, comienza a extenderse bajo el cuerpo, corre por el sagrado mármol, hace retroceder un paso a los espectadores más cercanos que temen la impureza. Es entonces cuando se percatan de la extraña posición del cadáver, de cómo el pecho está más alto que la cabeza, como está cae en un ángulo, como algo parece levantar el cuerpo del suelo. Lo ven, pero aún no acaban de convencerse, al igual que no acaban de creer que alguien se haya atrevido a profanar así, con esa acción, con la sangre, el lugar santo. Tiene que ser uno de los escoltas quien se arrodille y dé la vuelta al muerto, para que todos vean la empuñadura del puñal sobresaliendo de la espalda.
    
Entonces se vuelven todos, buscando al asesino. Entonces los ven. Un grupo de jóvenes que corren hacia la salida que lleva al puente. Demasiado lejos ya, para que ellos, un grupo de viejos, deseosos de conservar sus vidas cuanto puedan, puedan alcanzarlos y detenerlos. Gritan y les señalan con el dedo eso sí. Les increpan y amenazan, pero de vuelta llegan las risas, el desprecio de la juventud hacia la vejes, la certeza de quien seguirá caminando sobre la tierra cuando está cubra ya a los otros.
   
Nada puede hacerse. Los soldados de la muralla, dan la alarma, pero es sólo para cubrir el adarve y vigilar que ningún tumulto estalle en el templo. No descienden, temiendo ser atrapados en el tumulto y se limitan a apuntar sus armas hacia el grupo, cada vez más numeroso que vocifera en el patio. Tampoco son de utilidad los propios guardias del templo. Hacen ademán de bloquearla las puertas, esgrimen sus lanzas y desenvainan las espadas, pero es sólo una pose, vana e inútil, basta que los fugitivos agarren a un espectador y lo empujan contra la barrera, para que esta ceda, para que se abra un hueco, a través del que no vacilan en escurrirse.
    
Corren y corren por el viaducto, sorteando a los fieles que vienen al puente, chocando con aquellos que no están atentos, sin volverse a mirar, alegres, riendo, llenos del vigor de la juventud. Pronto han alcanzado las casas de la colina, pronto se han desviado por la primera calleja, pronto han desaparecido en el laberinto de callejuelas de la ciudad alta. Ya están a salvo, ya pueden detenerse, perdido el aliento, jadeantes, extenuados, pero con una sonrisa en su rostro, satisfechos con haber cumplido su deber, con haber dado una lección a los traidores que colaboran con los ocupantes romanos.
    
Aún queda día, sin embargo, y hay que decidir que hacer con él. Saben que no les perseguirán, que a menos que le hubieran cogido allí mismo, en el templo, el ocupante no se arriesgará a sacar a las tropas a la calles, por miedo de provocar una rebelión, saben también que sacerdotes y potentados, los traidores que dicen servir a Dios pero que se humillan ante los romanos, son demasiado cobardes como para emprender la persecución ellos mismo.
   
Desearían que fuera al contrario, sin embargo, desearían que el romano estuviera tan borracho de su propio poder como para ocupar militarmente la ciudad y lanzar sus tropas contra la multitud inerme, sin distinguir entre inocentes y culpables. Entonces sacerdotes y potentados se verían forzados a quitarse la máscara, entonces se vería de que lado verdaderamente están. No del de su pueblo, efectivamente.
    
Sería el tiempo del desengaño. Sería el tiempo del despertar de los pequeños. Se darían cuenta de que no hay quien los proteja, sino toman las armas ellos mismos. Desde luego, no los poderosos, por muchas proclamas, llenas de promesas, que hagan. Desde luego, no los romanos, por mucho que sus inscripciones están llenas de grandes palabras como justicia, orden y protección. Se darían cuenta de que no hay otro camino fuera de la rebelión, que ir sólo a sus asuntos, centrarse en sobrevivir un día más, en preparar el camino del siguiente, dejando a otros el gobierno y el poder, es propio de necios e insensatos, de bestias conducidas al matadero. Los verdaderos hombres se ponen en pie y luchan por lo que creen justo y bueno, con las armas en la mano.
   
En ese momento, cuando el pueblo despertase, ellos se pondrían al frente del pueblo y sabrían muy bien donde guiarle, hacia la victoria y la libertad, hacia el bien y el verdadero dios, hacia su reino que no tendrá fin.
   
Pero hasta que llegue ese día, hay que pasar este día, y el siguiente y el siguiente.
   
Hay que ponerse en marcha, decidir que hacer. No necesitan hablarlo, irán al mismo sitio de ayer, al mismo sitio que anteayer, al mismo que todos los días. Son jóvenes, el futuro les pertenece y no necesitan preocuparse por el mañana. Eso son cosas de viejos, lo que nunca serán.
   
Un mirada basta para decidirlo, una seña entre amigos para ponerse en marcha. En grupo, alborotando, entregados a juegos aún infantiles, recorren las callejuelas camino del mercado de arriba. Parecen no ver nada de lo que ocurre a su alrededor, a nadie de entre los transeúntes o de las gentes sentadas a la puerta de sus casas, pero eso forma parte del juego, eso es parte del placer. Estar seguros de que la gente les sigue con la mirada, de que se apartan a su paso, de que buscan refugio en sus casas. Saber que les tienen miedo, no porque vayan a hacer tal o cual cosa, sino porque no saben como van a reaccionar, si esa alegría, si ese juego puede tornarse repentinamente en violencia, si ellos van a convertirse en sus víctimas, simplemente por capricho, simplemente por aburrimiento.
    
Esos son los privilegios de la juventud. Esa es su gloria. Esa es su belleza.
    
El mercado está abarrotado. Los puestos al completo. Toda Judea, todos sus productos están allí representados, sin excepción, sin que falten tampoco los de las regiones cercanas, de Idumea, de Galilea, de la Decápolis, de aún más lejos, puesto que Jerusalén es la metrópoli de todo el pueblo Judío, el imán que a todos atrae, y así pueden verse las especias que llegan vía Petra y los nabateos, desde el los reinos de Saba y desde ellos, desde muy lejos, desde detrás del mar, desde la isla de Trapobana, o la extraña seda que vienen desde Palmira, traídas desde Babilonia y Ctesifonte, cruzando el país de los Partos, donde arranca la larga ruta que atraviesa inmensos desiertos y altísimas montañas hasta llegar al país mágico y fantástico de los escitas. Sin olvidarse de las extrañas joyas, decoradas con animales imposibles, que llegan desde Siria y Antioquia, desde detrás del monte Tauro y pasado el Ponto, donde los escitas del Tanáis los forjan y labran, sin olvidar tampoco 
    
El miedo también está en venta. Desatendiendo un instante sus puestos, los comerciantes forman corrillos, un ojo en las mercancías, las cabezas próximas, el oido atento a los cuchicheos. Luego, entre señas para guardar el secreto, se dispersan, buscan otros amigos a los que comunicar las últimas noticias o conversan, bajando la voz, con el cliente que esperaba y que, entretenido por la narración, el rostro contraído en una mueca de horror, la boja abierta sin proferir un solo sonido, se olvida de regatear, acepta el primer precio que le proponen, se marcha timado y estafado.
   
Un solo tema de conversación, una única historia, repetida por cientos de bocas, cada más vez más fuerte, para poder hacerse oír en el tumulto, cada vez con mayor vehemencia, con creciente indignación. Un sacerdote, uno de los de mayor rango, ha sido asesinado en el templo, a la vista de todos, a plena luz del día, sin que nadie pudiera impedirlo, sin que nadie pudiera detener a los asesinos. Así se empieza, avisan algunos, los siguientes seremos nosotros, se escucha profetizar. ¿Qué hacen la autoridades? ¿Qué hacen esos romanos? Pregunta algún ingenuo. Eso les favorece, responde un cínico, menos tropas para guardarnos, si nos matamos entre nosotros.
    
Los jóvenes avanzan entre los puestos, una expresión de sorna en sus rostros. Al vernos, los corrillos callan, las conversaciones se extinguen, sólo queda una mirada de miedo, de odio, con la que vendedores y compradores los siguen hasta que se pierden en la multitud. Vuelven a encenderse entonces las tertulias. Cobardes, coinciden, bien que no se atreven contra el gobernador, ni contra los legionarios. Insensatos, remachan, bien que nos comprometen a todos. Ellos no sufrirán las consecuencias, no, seremos nosotros. Si las legiones intervienen será aquí, donde se puede hacer daño, no contra ellos que no se sabe donde encontrarlos. Habría que darles un escarmiento, una buena lección, para que aprendiesen y si no escarmentaban, entonces...
    
Las palabras se hielan en la boca. El grupo de jóvenes mira directamente hacia el corrillo. Como si pudieran oír lo que allí se dice, como si tomarán nota de quien lo dice. Uno tras otros, comerciantes y clientes apartan la mirada, humillan la cabeza. Uno tras otro, se marchan se pierden entre la multitud, buscando la seguridad del anonimato, perseguidos por las risas del grupo de jóvenes, acosados por sus bromas. Avergonzados, no consiguen encontrar refugio. La multitud se abre a su paso, los transeúntes se apartan, las miradas les evitan. No quieren ser vistos en compañía de las víctimas, no quieren convertirse en la próxima.
    
Muy a menudo cansa. Al cabo de un rato, los jóvenes se hartan de poner en evidencia a los comerciantes y marchan en busca de nuevas diversiones. Las miradas les siguen, no pierden de vista sus evoluciones. Ésta vez no se permitirán que les engañen, esta vez les plantarán cara.
    
El grupo no se deja intimidar. Es más disfruta con la expectación que despierta. De repente, uno de ellos se acerca a uno de los puestos y pregunta por un artículo. No le hacen caso. Insiste. No le hacen caso. Vuelve a insistir. La codicia ciega al vendedor que se acerca, obsequioso, untuoso, ajeno a la expresión de burla del joven, que tiene que hacer esfuerzos para no echarse a reír. Es tan fácil engañarles. Siempre ocurre igual. Me gusta éste, pero me parece mejor ése. ¿Ése? Sí, ese que está ahí detrás, al fondo. El comerciante titubea, no quiere dejar sólo el puesto, pero sólo será un instante, el tiempo de volverse, tomar ese objeto y vendérselo al joven. No puede pasar nada. No debe pasar nada.
   
Cuando se vuelve, ya no está ahí. Ni el joven, ni las mercancías. Inclinado sobre la mesa, estirando el cuerpo, les ve correr entre los puestos. Grita al ladrón. Insulta y maldice, pero nadie corre tras ellos, nadie tiene el valor de arriesgarse. Miran como huyen pero no se interponen. Esta vez no han sido ellos, han sido otros. Que apechugue. Que hubiera sido más cuidadoso Que escarmiente para el futuro.
   
Los jóvenes lo saben. Saben que les tienen miedo. Por eso mientras huyen, sorteando los puestos, procuran empujar a los transeúntes que se interponen, les arrojan contra los puestos, derriban alguna de las mesas, roban al paso. Sembrar la confusión, extender el pánico. Para conseguir respeto. Para ahora cualquier intento de resistencia.
    
Nadie lo intenta. Los comerciantes se refugian en el interior de sus puestos, los transeúntes se apartan de un salto, refugiándose en los espacios entre las mesas. Los jóvenes apresuran su carrera, despreocupados por la confusión que esparcen. Se limitan a reír, a disfrutar, a sentir su fuerza, su juventud su triunfo.
    
Pronto han salido del mercado, pronto se pierden entre las callejuelas. Atrás, los insultos y las amenazas se disparan, pero ninguno llega a los oídos de los fugitivos. Tampoco lo hubieran oído, continúan corriendo, sin aflojar la marcha, descendiendo la colina, hasta que alcanzan el final de barranco del Tiropeón y la piscina de Siloé, asustando a los peregrinos que acaban de llegar a la ciudad santa y se disponen a realizar sus abluciones, saltando sobre los tullidos y mendigos que allí se reúnen, corriendo, corriendo, corriendo, corriendo siempre, hacia la puerta de la ciudad, hacia los guardias que despiertan sorprendidos de su modorra, que hacen gesto de esgrimir sus armas, pero que les dejan pasar en el último momento y les observan ascender por las colinas, desaparecer tras ellas.
    
El día termina. El sol desaparece entre los cerros, se detiene un instante en el horizonte y luego desaparece tragado por ellos. Más allá, dicen que está el mar, aunque ninguno lo haya visto, y más allá de ese mar han venido los romanos.
    
Agotados, se han sentado en la ladera de una colina, al borde de un barranco, mirando la luz desvanecerse en el poniente, mientras recuperan las fuerzas. Atrás, a sus espaldas, está la ciudad santa y corrompida, completamente invisible, como si hubiera sido borrada del mundo. Ante ellos, en el fondo del barranco, completamente sumido en sombras, comienzan a encenderse luces, una a una, debiles y temblorosas, iluminando bocas de cuevas cavadas en la pared, eclipsadas aquí y allí por siluetas obscuras, por aquellos que las habitan.
    
Ésta es la auténtica comunidad. Los que piensan lo mismo, lo que creen en lo mismo. Los que han elegido, por ello, vivir juntos, los que han abandonado a sus padres, a sus hermanos, a sus hijos, para encontrar nuevos hijos, nuevos hermanos, nuevos padres. Los que han abjurado de las leyes absurdas de la comunidad, válidas sólo para encadenarlas, perfectas para hacer más ricos a los ricos, más poderosos a los poderosos, y se han creado nuevas leyes, nuevas normas, donde nadie es superior a nadie, donde la voz de todos se escuchan.
   
Ése es el hogar de estos jóvenes. De todos, menos uno.
     
Aquel cuyas vestiduras están limpias, mientras las de los otros están sucias. Aquel cuya ropa es rica y pesada, cuidad y remendada, mientras que la de los otros está reducida a andrajos, apenas identificable, apenas válida para cubrir sus vergüenzas.
    
Allí mismo se despiden. Uno a uno, sus compañeros le abrazan y él, antes de irse, reparte dinero entre ellos, porque lo que es de uno es de todos, porque la comunidad es más importante que el individuo, porque así será en el futuro, ese futuro que ya está cercano, mañana o pasado mañana, ese futuro inevitable, cuando el reino se manifieste y su gloria aniquile a los orgullosos e insensatos.
    
No se hacen de rogar. Toman rápidamente el dinero que se les ofrece, casi con codicia. Quedan un momento allí parados, observando como asciende la colina y, desde la cima, se vuelve a hacerles una seña con la mano. Ellos responden, pero cuando desaparece, rompen a carcajadas. ¿Qué se creerá con sus aires de grandeza? ¿Qué se creerá, con su educación, sus buenas modales y sus grandes palabras? Si no fuera por su dinero, por ese dinero que les sirve para comer todos los días, ya habrían acabado con él, al igual que un día acabarán con todos los ricos, al igual que un día reventarán las puertas de sus casas, saquearan sus contenido, les apuñalarán en sus lechos y violentarán a sus hijas y mujeres.
    
Ese día será cuando el reino se manifieste, cuando el poder de dios se muestre, cuando la tierra sea purificada, cuando la paja sea arrojada a la hoguera eterna.
    
El niño rico no sabe nada de eso. Daría igual que alguien se lo contase, no lo creería. Daría igual que lo hablasen en su presencia. Seguiría sin creerlo. Enamorado de sus sueños, no existe otra realidad fuera de ellos, no puede haber otra realidad más real. Allí, junto a sus compañeros, junto a aquellos que, como él, ansían la verdad y buscan un mundo más justo, se siente protegido, se siente arropado, se siente querido. Aún ahora, que vuelve sólo, entre las sombras que avanzan rápidamente, puede sentir el calor de su presencia, el ánimo y las fuerzas que el grupo le confiere.
    
Sin embargo, no puede negar lo que es. Los guardias están cerrando las puertas de la ciudad, nadie puede entrar ya, quien lo desee deberá aguardar hasta mañana, pasar la noche al pie de las murallas, expuesto al frío y a los peligros, sabiendo que nadie acudirá desde dentro a ayudarle. Todas las noches se forma el mismo tumulto, gentes que quieren entrar a última hora, que se apiñan y empujan, intentando forzar el paso, tratando que su masa compacta abrume a los guardias, hienda su formación y le abra paso hasta el interior, pero éstos no se amilanan, mantienen la línea, dirigen sus lanzas hacia la multitud, hacia los que la encabezan, sabiendo que el miedo les hará detenerse, sabiendo que nadie quiere ser el primero en morir, sabiendo que nadie quiere morir por los demás.
    
El joven rico se abre paso entre la multitud. Con seguridad, sin ningún miedo. La gente le cede el paso, si quiere suicidarse, nadie va a impedírselo. Pronto ha llegado al espacio abierto que les separa de los guardias y sigue avanzando, hacia las lanzas que se dirigen, súbitamente, todas hacia él, hacia las miradas frías y temerosas de los guardias, que le avisan y le amenazan, si sigue avanzando.
    
Nada ocurre. Basta que el joven pronuncie un nombre. Basta con que indique un cargo, para que las lanzas recuperen su verticalidad, para que la formación se abre, para que todos se inclinen a su paso, humildes, respetuosos, mientras él se muestra amable,  le promete que ese error no será tenido en cuenta, muy al contrario, que obtendrán reconocimiento y recompensas.
    
Cuando llegue el reino, piensa, todo esto no será necesario, pero entretanto...
    
Entretanto, aún le queda lo peor. Todos los días lo mismo.
    
Inconscientemente, mientras avanza en la obscuridad, por las silenciosas callejas, retarda su paso. Es la pendiente se dice. Es el cansancio, se repite, pero no puede reprimir una sonrisa de amargura. No puede engañarse. Podrá retrasar cuanto quiera el momento, pasar la noche en la calle, esperando el día, pero llegará el momento en que tenga que enfrentarse a ellos.
   
Si quiere seguir gozando de todo lo que tiene, no tiene otro remedio.
   
El primer obstáculo aguarda a la puerta de casa. La hoja está entreabierta y en el espacio, se dibuja una forma encorvada, tapando la temblorosa luz de una vela que arde en el interior.
    
Ya desde lejos, siente unos ojos fijos entre él, una mirada que le observa con miedo y preocupación, satisfecha de que haya vuelto, esté avanzada ya la noche, temerosa de sus reacciones.
    
El joven no responde a esa mirada. No hace ademán de haberla notado. Empuja la puerta con fuerza, como si no hubiera nadie tras ella, aguardando, y la anciana tiene que apartarse deprisa, para que no la golpeé la hoja. Luego, pasa ante ella, sin volver la cabeza hacia donde está, apoyada en la pared. La mujer le sigue, hablando, suplicando, en una voz quebrada e insistente, la de alguien que se humilla, la de alguien dispuesto a soportar cualquier humillación, tan desagradable que le hace sentir deseos de volverse y golpear a aquel ser ya menos que humano. Pero aprieta los puños, se muerde los labios, y continua la marcha por la casa, sin atender uno sólo de sus ruegos, sin responder a una sola de sus preguntas.
    
Una única palabra le detiene. Padre. Él quiere verte, ha dicho esa mujer. Él te espera despierto.
    
De pie en el pasillo medita sobre lo que le espera. O al menos lo intenta, porque los lloriqueos, las lamentaciones, las súplicas de esa mujer no se lo permiten. Piensa en él, dice, piensa en él. Es ya un anciano y estos disgustos le están matando. No puede quedarse ya hasta tan tarde, necesita dormir, y si no se acuesta temprano, no podrá pegar un ojo en toda la noche y mañana no podrá levantarse. Es tu padre, repite una y otra vez esa mujer, es tu padre, ¿Cómo puedes tratarle así? ¿Es que no puedes pensar un poco en él, en mí? ¿Tanto te cuesta? ¿Tan importante es? ¿Cómo puedes ser así? Tan insensible. Tan egoísta.
    
¿Cómo puedo ser así? Vosotros sois los insensibles y los egoístas. Vosotros y no yo, los que presumís de sensibilidad y cerráis los ojos al sufrimiento del pueblo. Está a punto de volverse y espetárselo así a esa mujer, en plena cara, con toda la rabia que lo consume, para dejarla sin respuesta, pero se contiene, tiene que conservar las fuerzas para la entrevista que le espera.
    
Parado frente a la puerta de la habitación de su padre, siente que las fuerzas le abandonan. Apoya la mano en la hoja, pero no encuentra el coraje para empujarla. Hace ya mucho que aguardaba ese momento, demasiado ha tardado. Sabe perfectamente el resultado, sabe a lo que tendrá que renunciar, sabe que sus decisión ya está tomada de antemano, sabe que no se echará atrás, pero, precisamente por eso titubea en la entrada, como queriendo alargar un poco más el momento, como intentando mantenerse un instante más en la juventud, sin obligaciones, sin responsabilidades, sin consecuencias.
   
Pero ya está dentro, ya está dentro. La mirada de su padre, fría y despiadada, se clava en su ser, como una hoja acerada. Bajo ese peso, siente que debería humillar la suya, bajar la cabeza, pero si así hiciera estaría derrotado, debería aceptar las condiciones y los términos que le dictasen, así que aguanta, aguanta, combatiendo en silencio, aunque siente el estómago revuelto, aunque sus rodillas se doblan.
   
Adivinando las palabras que su padre está a punto de decirle.
   
Rango. Familia. Deberes. Responsabilidades. Protección. De generación en generación. Como su padre y el padre de su padre antes de él, y el padre de su padre de su padre y  así hasta perderse en el pasado, hasta el día en que dios volvió sus ojos a esta tierra y eligió a este pueblo entre otros.
   
Porque no son cualquiera. No son destripaterrones que no ven más allá del surco que labran, que no conocen más allá de las cuatro colinas que limitan su aldea. No son un artesano que consume su vida fabricando siempre los mismos recipientes, ajeno a quienes puedan ser su compradores. No son uno de aquellos que nacen y mueren sin que nadie les recuerde, aquellos cuya existencia o no sería indiferente al mundo, aquellos que son intercambiables, substituibles, reemplazables. 
   
No, ellos son la elite.
   
Los receptores del legado. Los que pueden remontar su ascendencia al día en que dios entregó las leyes a los hombres. Los que siempre se han contado del lado de los creyentes, los que nunca han vacilado en su fe, fueran cuales fueran las circunstancias, fueran cuales fueran los peligros. Siempre al frente, siempre a la luz, los primeros en recibir el golpe, los primeros en morir.
   
Todo eso para que el pueblo no sufriese el mismo destino. Para que el hombre común pudiera continuar su vida anónima, sin sobresaltos ni contrariedades. Para que su fe no se viera turbada, para que el dios, único y verdadero, no apartase su vista. Para que se sucediesen los imperios y la nación, sin embargo, continuase. Como había ocurrido en el pasado, como Asirios, persas, macedonios, seleúcidas, ptolemaicos, habían desaparecido sin dejar rastro. Como les ocurriría a los romanos.
   
Pero para alcanzar este objetivo, es necesario permanecer firmes, todos unidos, como una piña. Prestos a golpear aquellos que prediquen la división, a aquellos que sólo buscan la sedición, a aquellos que sólo buscan medrar y ascender. Ya ocurrió antaño, ya lo intentaron, moviendo al pueblo con bellas palabras, con no menos bellas promesas, que se revelaron hueras, para conseguir únicamente que en medio del templo se alzase la abominación de la desolación.
   
Demasiada sangre costo resolver aquello. Demasiados muertos dentro del pueblo, a manos del mismo pueblo. La misma que se verterá ahora, si no se remedia pronto, si algunos no recuerdan su misión, si algunos no repudian a otros, y la mirada de su padre no deja lugar a las dudas sobre quienes son los algunos, sobre quienes son los otros.
   
Por eso, no el joven no permite terminar a su padre. Le interrumpe y contraataca, sin pensar, dejando escapar toda la ira, todo el odio acumulado, atropellándose en las palabras, perdiendo la idea, pero volviendo a recuperarla casi instantáneamente, aprovechando el estupor de eso hombre que dice ser su padre, abusando del asco y la repugnancia que esas ideas, temidas pero nunca admitidas, le producen.
   
Defender al pueblo, dice. Defender al pueblo, repite. ¿A qué pueblo? Los planos de esta casa son paganos, las pinturas que los decoran también lo son, los muebles que los llenan los mismos, los vestidos indistinguibles, y lleno de rabia rasga los que le cubren, mostrando su desnudez, haciendo que su padre vuelva la cabeza asqueado. Envalentonado por la vergüenza de su progenitor, el joven ríe a carcajadas. Falso pudor. Mentira sobre mentira. Más vale ir así desnudo, que no cubierto por las ropas de los enemigos, que no insultar a dios de la mañana a la noche.
   
Dios. Sólo queda dios. El dios heredado por de sus padres, el dios traicionado por sus abuelos, el dios alabada y despreciado por generación tras generación de sus fieles, de sus sacerdotes. Los mismos que decían adorarle en el templo, los mismos que obligaban al resto del pueblo a inclinarse, a prosternarse a su paso, eran los primeros en traicionarle y quebrar sus mandamientos.
    
No se necesitaba mucho. Oro, o más menudo la simple promesa,  bastaba para que olvidasen su deber. Así habían permitido que los extranjeros ocupasen y gobernasen al poder, así habían permitido que se erigiesen templos a los ídolos en la tierra sagrada y ellos mismos habían sufragado su construcción, así habían permitido que se levantasen teatros, y circos y palestras, donde celebrar todo tipo de espectáculos repugnantes, propios de bestias y salvajes, así habían consentido, en definitiva, que los pies de los infieles hollasen el templo, que realizasen sacrificios en su recinto, que le orasen como si fuera uno más de sus ídolos, cuando él era el único, el único real, el único existente, el único poderoso.
   
No había llovido fuego del cielo la primera vez que habían contravenido sus designios. Tampoco se habían desplomado las estrellas, ni corrido los cielos las siguientes. Hicieran los que hicieran, su mano vengadora no les aplastaba. Estaba claro. Él no debía existir, porque si existiera ... ¿cómo era que consentía tanta ignominia? De este modo, los primeros entre sus creyentes, los que debían guiar al pueblo, se habían convertido en los primeros en negarlo.
   
Impunes en todos sus actos, no podían acallar sus conciencias. Todo lo externo lo cumplían hasta la última coma, no fuera que... Y si estrictos eran con ellos mismos, inflexibles eran con el pueblo, aunque supiesen todo falso, aunque sus palabras resonasen con la mentira. Poco importaba que el pueblo pereciese de hambre, o que los romanos lo aniquilasen. Eso era pasable, ordinario, normal, tolerable, inevitable. ¡Ay de quien, por el contrario, se atreviese a transgredir el sábado! No bastaría con el castigo, no bastaría con su ejecución, su condena se extendería más allá de la muerte, a su cadáver, a sus restos, a todo lo que dejase en este mundo, hacienda, mujer, hijos, padres.
   
Porque la mala semilla debe ser extirpada de raíz. Porque ahí precisamente estriba su poder. En mantenerse arriba, mientras los otros permanecen abajo. En imponer las reglas, en forzar su cumplimiento, en quebrarlas arbitrariamente cuantas veces se quieras, en castigar sin compasión ni misericordia a quienes tienen el atrevimiento de quebrarlas. Porque unos mandan y los otros no.
    
Eso es lo único que le importa. Sobrevivir. Frente a ese deseo, dios, el pueblo, la religión, las tradiciones, son secundarios. Frente a ese deseo, los romanos son los auténticos dioses, porque ellos, aquí y ahora, deciden quienes viven y quienes mueren. Que ordenen, como han ordenado, exterminar al pueblo cuando tiene el valor de protestar, que vosotros, sus defensores, no moveréis un dedo. Que ordenen deponer a sus sacerdotes, encarcelar a sus verdaderos líderes, perseguir y ejecutar a los que les combaten, que vosotros aplaudiréis al fantoche que pongan en su lugar, a la marioneta que baile a su son, al protector de espada de madera. Que ordenen demoler el templo y vosotros correréis con picos y palas, pugnando por ser los primeros.
    
De repente, el joven se encuentra mirando al techo, la mejilla ardiente, el dolor extendiéndose con rapidez. Mientras se emborrachaba con sus propias palabras, no ha visto acercarse al anciano, que ahora permanece frente a él, los ojos ardiendo en rabia, la mano aún levantada, presta a golpear de nuevo.
    
No le da oportunidad.
    
Basta un empujón, un débil golpe, sin apenas fuerza, para que el anciano recule, trastabileando, sin poder recuperar el equilibrio, hasta tropezar con un banco y desplomarse en el pavimento, no sin antes haber intentado agarrarse a la mesa y haberla derribado con su impulso.
    
Silencio y en el silencio el canto de los grillos.
    
Sin reaccionar, el joven observa el cuerpo de su padre. No se mueve. La lucerna colgada de la pared, ilumina temblorosa sus piernas, desparramadas en la posición de la caída, mientras que el torso y la cabeza permanecen en la obscuridad, invisibles, pertenecientes ya a otro mundo.
    
Un escalofrío le sacude. Las rodillas se le doblan y está a punto de caer. La vista se le nubla. Se lleva la mano a la frente y la retira empapada en sudor, frío, helado, cuyo contacto le hace temblar con mayor violencia aún.
    
Sigue allí, sin embargo. Tirado en el suelo. Sin que pueda dejar de mirarlo.
    
Da un paso atrás. Despega el talón y arrastra la punta del pie, hasta que su cuerpo bascula y  el peso entero se apoya en ese pie. Permanece así largo tiempo, hasta que consigue mover el otro, de la misma manera y volver a hacer lo mismo con el primero, hasta que ya no hay intervalo entre ambos movimientos, hasta que sus pasos son una carrera y esta una huida y su espalda choca con la pared y el dolor recorre su cuerpo de un extremo a otro.
    
No le detiene, nada puede detenerle ya. A tientas busca la puerta, sin verla la abre con violencia de par en par, de forma que la hoja golpea con la pared, vuelve a rebotar y le golpea en la frente, aturdiéndole con el impacto, haciendo que esté a punto de caer, aturdiéndole con el dolor agudo y punzante que siente, con la sangre que empapa su mano.
    
Nada puede detenerle ya. Ni la anciana que le implora y que extiende sus brazos ante él y a la cual empuja con rabia contra la pared, sin volverse a ver los resultados del golpe, ni las puertas que le cierran en el paso y que va derribando una tras otra, a patadas, ni los esclavos que intentan cerrarle el paso, pero que no se atreven a levantar la mano contra y que, poco se limitan a verle pasar, escondidos tras las esquinas, observando tras la rendija de las puertas, ni los gritos desgarradores de la anciana, atrás, en el interior de la casa, ni el rumor en las casas vecinas al oír el escandalo, ni las luces que aparecen tras las ventanas, ni la gente que se asoma a las puertas, aún a medio vestir.
   
No, nada puede ya detenerle.
   
Es libre. Al fin es libre.
   
Corre sobre las colinas que rodean la ciudad. Riendo y cantando. Como un niño. Incapaz de contener su alegría, hasta que pierde de vista la ciudad tras cimas, hasta que ya no existe para él, hasta que se deja rodar por la ladera, riendo, riendo, riendo, riendo sin para, sin sentir dolor, sin sentir las piedras que se clavan en su cuerpo, los arañazos o las desolladuras, hasta pararse en el fondo del barranco, cubierto de tierra y polvo, aún riendo, aún riendo, hasta que pierde la respiración, hasta que el agotamiento le impide continuar.
    
Sobre sus cabeza, las estrellas. Más allá, dios.
    
Se incorpora.
     
Frente a él, en la pared rocosa, limada y pulida por los torrentes, brillan multitud de luces, cientos de hogueras. Allí vive gente, porque, de vez en cuando, una silueta obscura cruza frente a ellas, ocultando su luz por un instante.
    
Ésa es la auténtica ciudad santa, donde vive su auténtica familia, donde moran sus verdaderos hermanos.
    
Ahora lo sabe.
    
Ahora lo sabe.
    
Y corre hacia ella, con todas sus fuerzas, hasta perder el aliento, hasta plantarse en medio de ellos y reconocer sus rostros familiares y mirarles uno a uno con expresión de alegría y triunfo, buscando en ellos esa misma alegría, ese mismo impulso, esa misma embriaguez.
    
Pero sólo encuentra miedo y desconfianza, duda y confusión. Alguno, sin llegar a levantarse, retrocede arrastrándose, intentando llegar a las sombras, otro echa mano a la empuñadura de la espada, dispuesto a lo que sea.
    
Sólo uno de ellos, el más valiente, se atreve a levantarse y acercarse, a mirar más allá de las vestiduras desgarradas, del polvo y la suciedad que cubren al joven. Lo rodea y los examina, lo escruta, mientras el joven siente enfriarse todo su entusiasmo, ser substituido por el miedo, por la seguridad de que de ese examen depende su vida.

- No te habíamos reconocido – oye pronunciar a sus espaldas -  sin tus ropas caras, tan mal aseado como cualquiera de nosotros, era imposible reconocerte.
   
Todos prorrumpen en carcajadas y el jefe de ellos, tranquilo y reposado, sin necesidad de unirse al coro de risas, ni de variar en un ápice su compostura, vuelve a tomar lugar en el corro que rodea la hoguera. Allí, sin mirarle, hace una seña y pronto alguien entrega al joven un cuenco con comida, una pasta que es imposible reconocer de que está hecho, pero que el joven devora con ansiedad, con evidente placer, con gula y avaricia.

- ¿Qué vamos a hacer contigo? – y ante esas palabras el joven mira con sorpresa al jefe de estos hombres, provocando un nuevo coro de risas ante expresión de bobalicón, y por primera vez se da cuenta de que tienen alguien a quien obedecer, de quien siempre han tenido a alguien a quien seguir, que él no era nada, que el era tolerado e intenta una defensa, la boca sucia y llena, la cuchara en la mano – cállate – y los ojos del hombre se clavan en los suyos, haciéndolos descender – cállate. Sé la tontería que acabas de hacer.
   
Todos guardan silencios, atentos a las palabras de su jefes, previendo el rapapolvo que el joven está a punto de recibir.

- ¿Qué quieres que hagamos contigo? Ya no nos sirves de nada. Antes al menos...
   
El joven siente que la boca se le seca, que la cuchara que sostiene está a punto de escapársele de las manos.

- Otro día no te habríamos admitido, pero hoy...
  
Hace un gesto con las manos, como intentando apartar una idea de la cabeza, algo que no tiene ningún sentido.

- Esos romanos ¿quién puede comprenderlos? ¿Creerás que han liberado a los nuestros? A todos. Incluso a los que iban a crucificar mañana. Incluso a los que han asesinado a alguno de los suyos... ¿y sabes por qué?
   
La boca abierta de par en par, la cuchara a medio camino, el joven niega con la cabeza.

- Hay un nuevo gobernador... y tiene que demostrar quien es el que manda. Idiota... bien vamos a demostrarle quien es el que manda. ¿No es cierto? – y se vuelve a un lado a otro - ¿No es cierto? – repite una y otra vez, entre las carcajadas, hasta que su voz deja de oírse, hasta que él mismo se une al coro de risas.
   
El joven come en silencio, agazapado sobre el plato, cucharada a cucharada.
   
Ya no es el hijo de un hombre importante, alguien a quien se le cedía el pasado, alguien ante quienes todos se inclinaban. Es uno de ellos. Mucho menos, incluso. El último entre ellos, el que tendrá que soportar todas bromas, el que tendrá que acatar todas las órdenes.
   
Pero no le importa.
   
No le importa.

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