Mientras pensaba, a lo largo de hoy, en como construiría esta entrada, me ido dando cuenta de que no me era posible construir un argumento, con una dirección que lo orientase de su principio a su fin, sino que me apetecía más yuxtaponer una serie de reflexiones, de las cuales quizás se pudiera extraer alguna conclusión, aunque yo mismo no hubiera reparado en ella.
Así que... adelante con los faroles.
Lo primero es señalar como, a medida que envejezco, cada vez me gusta más la música de cámara, la de los cuartetos y sonatas con el público pegado a los interpretes, mientras que no me gusta ya tanto la música de sala de concierto, simfonías y concierto. No es, como podría suponerse, porque al hacerse uno viejo prefiera las cosas lentas, tranquilas y reposadadas. Al contrario, ciertas piezas de cámara pueden ser auténticos matacerebros y traicionar un espíritu rebelde y juvenil, de vivir a tope, que ya quisieran algunos rockeros.
No, la diferencia fundamental y la razón por la que aprecio tanto la música de cámara, es el hecho de que está destinada a la intimidad. La música de sala de concierto, es una música pública, destina a una colectividad de gente, algo que le quita cierta parte de su autenticidad y de su sinceridad. Me explico, el hecho de tener que hablar a un colectivo, generalmente variado y heterogeneo, obliga a que la expresión adopte cierto aspecto de tesis, de argumento demostrativo hecho notas, de manifiesto y declaración de intenciones. Algo que produce una tensión interna en la música, que le roba como he dicho, la espontaneidad, y que le torna también, aunque odie la palabra, un poco conservadora, puesto que, evidentemente, si uno quiere hablar a muchos y quiere que lo diga se llegue a todos, tiene que hacerlo de forma que todos lo entiendan, llegar a un terreno común, a un resultado que todos puedan disfrutar o al menos esperar hacerlo.
Estas dos limitaciones, sin embargo, desaparecen con la música de cámara. Por el propio espacio en el que se producen, un pequeño grupo de intérpretes ante un pequeño grupo de oyentes, la música de cámara tiende a ser más libre, o si se prefiere más relajada, la voz de un amigo que habla en la intimidad a un grupo de amigos, con plena confianza. Por ello, la música de cámara tiende a ser más revolucionaria, o por explicarlo con más precisión, el vínculo de confianza que se establece entre interprete y oyente, permite al compositor atreverse a contar más profundas y a contarlas de una forma más audaz, sabedor de que la censura no será aplicada con tanto rigor.
Esto que digo, es especialmente cierto en el caso de Bartok, en el cual hay un abismo entre la experimentación con freno de mano que constituye sus conciertos para piano, y la experimentación sin traba alguna que se encuentra en sus seis cuartetos... y que los convierte en el ciclo de cuartetos por antonomasia del siglo XX, junto con los de Sostakovich, y en uno de los hitos de la historia de esa forma, a la altura casi de los que compusiera Beethoven.
Pero es en este momento, donde mi ignorancia me deja al descubierto. Hablar de los cuartetos de Bartok, sería, en primer lugar, hablar de como han sido compuestos, de que forma utiliza la tradición y la transforma, apurando las posibilidades técnicas y creando otras nuevas, pero desgraciadamente, no tengo esos conocimientos técnicos, sólo puedo hablar de los sentimientos que en mí produjo esa música. De esas vagas sensaciones que nos produce la audición y que se enreda con nuestros recuerdos y las peripecias de nuestra biografía.
Simplemente de eso. Nada más.
¿Qué representaron en mí esos cuartetos? En concreto ¿qué representaron para mí el cuarto y el quinto, esa pareja que debe escucharse juntos y que casi eclipsan al que es la obra maestra del ciclo, el tercero?
En primer lugar, para hacerse una idea de la dificultad que supone entender estos cuartetos, y la extrañeza que producen en el oyente, hay que esperar al final del quinto, cuando, tras el aparente caos musical en que nos hemos embarcado, una navegación sin origen, destino, ni referencias, Bartok se las arregla para que todas las piezas caigan en un sitio. Simplemente, con unos compases compuestos al modo de la armonía tonal que dominó la música de mediados del siglo XVIII a principios del XX. Son unos compases que bien podría haber sido compuestos por el mismo Mozart, pero que en manos de Bartok son un momento casi aterrador, simplemente por la ironía y la disonancia con que su ejecución se encarga a los interpretes.
Es casi como si asistieramos al final de una época, mejor dicho, al derrumbamiento de su ideal de belleza, al de cualquier ideal de belleza, y tras ello, se nos hiciera claro el desierto musical que acabamos de atravesar, bello a su manera, pero, frío y desolado, incapaz de acogernos y arroparnos en su seno, como lo hicieran los compositores de antaño.
Hablo de "desierto", de "desolación", ´de "frio", de "pérdida de ideales", de "desaparición de la belleza" y no lo hago de forma arbitraria, o por aumentar la intensidad de estas anotaciones acumulando superlativos. Un efecto sorprendente, que recorre la partitura entera de estos dos cuartetos, es el pizzicato de Bartok, llamado así en su nombre. Normalmente, el pizzicato, el rasgueo con los dedos de las cuerdas en vez de con el arco, suele dar una impresión de alegría y sorpresa, algo lúdico y juguetón que todos los aficionados aprecian. Nada más lejano del ejecto conseguido por Bartok, en estos cuartetos. En ellos, el arco, se utiliza para golpear las cuerdas, lo cual provoca que éstas suenen como un muelle que destensa. Un sonido agrio y casi metálico, que induce al desasosiego y la intranquilidad, como si unas manos nos empujasen y rechazasen.
No todo es tensión y rechazo en estos cuartetos, dentro de esa belleza fría, ajena y dolorida que recorre todos los cuartetos existen también remansos de paz, especialmente dolorososo por constituir simplemente un breve descanso entre dos estallidos... como ocurre con el segundo movimiento del quinto cuarteto, donde por unos breves instantes, es como si los cuatro intrumentos del cuarteto respirasen al unísono.
Un efecto, sobrecogedor, hipnótico, inexplicable e incomunicable.
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