Vista del monte Fuji, Hokusai |
Se lo adelanto: el Centro Centro madrileño no suele figurar entre mis espacios expositivos habituales. No porque no traiga grandes exposiciones -las ha habido excelentes- sino porque no lo he insertado en mis rondas de periódicas de comprobación. Así que no es de extrañar que se me escapen sus muestras, como ha estado a punto de ocurrir con Japón, Una historia de amor y guerra. Amplia exposición que recorre la evolución de la cultura japonesa desde el periodo de los reínos guerreros -en el siglo XVI- a las primeras décadas del siglo XX.
El Japón -más que la India y mucho más que China- se ha convertido en la niña bonita de la cultura occidental, que desde el siglo XIX ha ido enamorándose a intervalos regulares de ese país, ya sea con el Ukiyo-e en tiempo de los impresionistas, con la tecnología en los cincuenta y sesenta, o con el anime en estas últimas décadas. Como es de imaginar, tampoco han escaseado las exposiciones dedicadas a su arte y cultura. Así, en la década de los 90 del pasado siglo se pudo disfrutar de tres: la inmensa dedicada al periodo Momoyama, de finales del siglo XVI, con su arte híbrido influido por los modos de los europeos, recién llegados a esas latitudes; la muy completa dedicada al periodo Edo, del siglo XVII al XIX, un tiempo que para los europeos se confunde con el Japón "ideal", al igual que para ellos nosotros seguimos siendo la revolución industrial del XIX; y la muy condensada dedicada a los fondos japoneses de la biblioteca nacional, en donde brillaban un par de grabados del pintor Hiroshige, casi páginas de manga. Sin olvidar la muy reciente que rescataba del olvido una excepción histórica, la embajada que Date Masamune envío a Felipe III, a comienzos del XVII, para solicitar la ayuda del rey hispano contra el recién instaurado shogunato Tokugawa. Y tantas y tantas otras que su sola enumaración terminaría por ser astragante
Muestras a la que vendría unirse la nueva del Centro Centro, que comparte con ellas un problema fundamental: como condensar en unas pocas salas siglos de historia y multitud de fenónemos culturales. Para que se hagan una idea, en el periodo del siglo XVII al XIX estamos hablando de la dinámica entre dos religiones, el Budismo y el Shinto, con el cristianismo tomando un protagonismo inusitado al principio y al final de ese periodo. Estamos refiriéndonos, asímismo, a un doble final de un mundo y una cosmovisión, puesto que si el periodo Edo es, para nosotros, el epítome de la cultura japonesa simbolizada por el samurái, es también el de su petrificación en figura ceremonial bajo el shogunato Tokugawa, así como el de su extirpación de la sociedad japonesa, tras la revolución Meiji. Es al mismo tiempo una época en que se disocian el arte popular del arte elevado, de modos similar al contemporáneo, con el primero acabando por ocupar el espacio del segundo, para convertirse, en clara ironía.en el símbolo del Japón. Así, fue la pintura Ukiyo-e -barata, superficial, irrelevante, de usar y tirar, al alcance de todos los bolsillos- la que enamoró a los europeos y no la pintura zen, de profundas ambiciones estéticas, técnicas y filososóficas; mientra qu fue igual que el teatro Kabuki -abierto a todas las clases sociales, de tramas efectistas y con actores tornados en estrellas mediáticas, a quienes seguían sus propias hinchadas- quien relegó al teatro No -estilizado, simbólico, ritualizado, críptico- a ámbitos lindantes con lo sacro.
Nieve en el tempo, Hazui |
Por supuesto, ese defecto estructural no afecta a la calidad de las obras ni al interés de las mismas. En mi opinión, la muestra del Centro Centro se las aregla bastante bien para tocar los tópicos de la cultura japonesa -la mística del samurái, los barrios de placer cuyo símbolo es la geisha, el teatro y la pintura popular simbolizadas por el Kabuki el Ukiyo-e-, ademas de ilustrarlas con obras magníficas. No ya las habituales de Kunisada y su escuela -produjo tanto y es tan ubicuo que debió reventar el mercado y aún algunas muestras, sin pretenderlo, son retrospectivas de su obra- sino mucho Hiroshige y Hokusai, los dos grandes nombres que cierran el Ukiyo-e -y no sus seriess habituales, como pueden comprobar arriba- así como bastante Utamaro -que sigue siendo una referencia para mí, gracias al film de Mizoguchi-, sin olvidar multitud de obras poco conocidas, pero esenciales, tanto por su calidad como por consitutuir piezas de un puzzle inacabable, el de esa misma cultura japonesa. Por ejemplo, las series de pintura erótica destinadas al público masculino, sin compañía femenina, que abarrotaba Edo, la capital Shogunal.
Y entre ellas, la guinda: una sala dedicada por entero a la pintura post Edo. La de aquellos artistas crecidos en la tradición del Ukiyo-e, pero conocedores ya de las nuevas formas europeas, y quienes se esforzaron en encontrar nuevos caminos, sin traicionarse a ellos y a su cultura.
Como la maravillosa pintura que pueden ver arriba.
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