Si son aficionados al manga, les sonará el nombre de Osamu Tezuka, un creador prolífico hasta la extenuación, cuya obra marcó y sigue marcando la manera en que se concibe el manga. Un talento tan volcánico como el de Tezuka, por tanto, no podía quedarse limitado a una sola forma artística, así que no es extraño que extendiese sus esfuerzos a la animación, donde su legado consiste en una buena cantidad de cortos y mediometrajes, a caballo entre el "art cinema", la vanguardia e incluso el cine experimental. Sin embargo, su proyecto más ambicioso en ese campo fue el estudio Mushi, nacido con la intención de crear películas animadas para un púbico adulto, liberando a esta forma del ghetto infantil en el que se la suele encerrar.
No fue el único intento de esa época -recuerden la obra de Ralph Bakshi en los EE.UU.- y, como ellos, tuvo una corta duración. A la tercera película, Mushi tuvo que cerrar sus puertas. De hecho, su última obra, la magnífica Kanashimi no Beradonna (Belladona of Sadness, 1973, Eiichi Yamamoto), se rodó a pesar de que el estudio estaba ya condenado, sólo porque los gastos de producción estaban ya pagados como parte del paquete inicial de películas del estudio. Quizás esa circunstancia, el saber que daba igual lo que se hiciera, explica la libertad absoluta con que fue rodada, así como las alturas estéticas a las que se elevó. Factores que la han hecho permanecer en el recuerdo del aficionado, mientras que las dos obras que la precedieron han quedado en la penumbra. Con razón, me atrevería a decir.
Senya Ichiya Monogatari (Las mil y una noches, 1970), dirigida por Eiichi Yamamoto, el futuro director de Belladonna, fue la primera entrega del estudio Mushi y, viéndola, son patentes las diferencias entre una obra maestra, como Kanashimi no Belladonna, y una mera curiosidad. No porque Senya Ichiya Monogatari no sea interesante -cuenta incluso con momentos magistrales-, sino porque nio acaba de encontrar un tono que la unifique, ni logra resolver las contradicciones entre los elementos dispares que la componen. Un desequilibrio que tiene su origen en la razón de ser del estudio Mushi: el giro hacia temas y público adulto.
Ser adulto, en aquellos tiempos, significaba aprovecharse del fin de la censura para incluir un erotismo explícito, pero no se quedaba allí. Igual de importante era un cinismo, extendido a temas y personajes, que tenía raíces en la revolución optimista de los sesenta. Si la sociedad que se rechazaba estaba podrida hasta los cimientos, los mismo se podía decir de las personas que la componían. No es extraño que las películas de los años 60 y 70 rebosen de antihéroes o de personajes ambiguos, a un tiempo virtuosos y malvados. Estos dos elementos son prominentes en Senya Ichiya Monogatari, hasta invadir casi cualquier escena, pero Tezuka -a cargo del guion- no puede evitar contrapesarlos con los elementos cómicos que utilizaba en sus cómics, pero que aquí quedan un tanto fuera de lugar, lastran la película.
Quizás un guion mejor armado podría haber armonizado estos elementos, sin embargo, eso era contrario al espíritu de Tezuka, siempre embarcado en cientos de proyectos, que quedaban interrumpidos a mitad de camino para ser reanudados mucho más tarde, sin que a Tezuka le importase mucho la coherencia o la continuidad. El guion de la película, por tanto, deviene errático, una secuencia de episodios deslavazados que terminan de forma abrupta, se olvidan por completo, son recuperados a conveniencia o incluso acaban contradiciendo lo narrado hasta entonces. Sin olvidar que no todos los episodios son igual de interesantes, ni tienen la misma relevancia, polos entre los que la película oscila continuamente.
¿Película fallida? Sin dudarlo, pero eso no evita que cuente con momentos magníficos, que anticipan las alturas estéticas de Kanashimi no Belladonna. Toda la trayectoria, en cómic y en animación, de Tezuka es un continuo ir más allá de lo establecido, por la época y por él mismo, afán en el que Eiichi Yamamoto no se quedaba mucho más atrás. Por ello, a lo largo del metraje abundan los momentos de lucimiento, de experimentación, incluso de abstracción, sin que ninguno de ellos suene a falso o parezca forzado. Al contrario, no sólo son perfectos en sí mismo, sino que engarzan de manera elegante con lo que se está narrando en ese instante.
Obra menor, por tanto, pero anunciadora de glorias futuras: las de Belladonna.
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