domingo, 8 de agosto de 2021

En busca de Wong Kar-Wai (IV) : Fallen Angels (1995)

Fallen Angels (1995), dirigida por Wong Kar-Wai tras Chungking Express (1995), es una película desconcertante. Hiperbólica, desequilibrada, partida en dos secciones que parecen no casar, rebosante de planos enfáticos, distorsionados, con los personajes empujados al fondo, impedida nuestra visión por todo tipo de obstáculos y una cámara en continuo movimiento, podría confundírsela con uno de esos films esteticistas que luego se califican de visionarios. Ya saben, los realizadas por esos directores que acaban de descubrir que cierto botón de la cámara crea un efecto nuevo, al menos para ellos, y que no pueden reprimir el impulso de pulsarlo una y otra vez, venga o no venga a cuento. La diferencia es que todos estos efectos, por muy forzados y discordantes que parezcan, tienen pleno sentido en manos de Kar-Wai.

Empecemos con las historias que componen Fallen Angels. La primera sigue a un sicario y a su informadora, quienes sólo se relacionan a través de los mensajes que intercambian, lo que no evita que surja un extraño enamoramiento a distancia, de consecuencias trágicas. La segunda, mucho más ligera y despreocupada, sigue a un pícaro que ocupa comercios cerrados durante la noche, no para robarlos, sino para continuar su negocio de una manera atípica, convirtiendo a los escasos clientes que puedan aparecer a esas horas en víctimas de sus caprichos. El tono de ambas narraciones no puede ser más distinto, pero ambas comparten un mismo fondo, común a la mayoría de las obras de Kar-Wai: la soledad inextinguible de sus personajes, conjugada con su conciencia de marchar a la deriva en busca de un golpe de suerte, que puede o no presentarse, ser reconocido o no como tal, fallado de antemano o ya para siempre pasado.

Ese poso temático explica las decisiones estéticas. En primer lugar, el hecho de que la película transcurra siempre de noche, salvo la brevísima conclusión final, trasunto de la noche eterna en que viven los personajes, de la que se ven impotentes para escapar. Sólo pueden vagar por ella, a través de un laberinto de calles y locales, a cada cual más inhóspitos, donde jamás podrán hallar un abrigo, mucho menos un hogar. De ahí que el estilo de planos inclinados, de enfoques deformados, de obstáculos a la visión, de cámara al hombro incapaz de aquietarse, resulte pertinente al tema, al que termina por unirse de forma inseparable. Es el único medio de representar la confusión, la provisionalidad, el desarraigo, en el que viven los diferentes personajes.

Comunidad de estilo que no supone que esos efectos se apliquen de manera mecánica. Por el contrario, su plasmación se modifica y se adapta al tono de cada historia y de las vivencias -y personalidad- de cada personaje. Así, la historia del sicario y de su informante rebosa de juegos de espejos. Ambos protagonistas cruzan los mismos espacios en tiempos distintos -aunque siempre como causa y consecuencia de las acciones del otro-, llegando incluso a desdoblarse en copias de si mismos. En varias ocasiones -vean las capturas que abren la entrada- vemos en el mismo plano uno de los personajes y a su reflejo en un espejo, símbolo de su fragilidad y de la falsedad de la imagen que proyecta. Vació existencial subrayado porque la cámara tiende a apartarse de la persona real para centrarse en su fantasma, quien ha terminado por suplantarle. Impresión resaltada aun más por una audacia técnica: los personajes terminan por decolorarse, mientras que lo que les rodea sigue imbuido por una  chirriante iluminación de neón.

En el caso del pícaro, la cámara en continuo movimiento anticipa la evolución de su personaje. A mitad de la película se hará con una cámara de vídeo -de aquéllas de cintas VHS-, con la que se dedicará a rodar lo que le rodeda de forma alocada, a bandazos y sin fijar el objetivo en nada más allá de tres segundos. Replicando, de manera más o menos intencional, más o menos primitiva, lo que Brakhage y Mekas habían investigado en el contexto del cine  experimental. Una manera de rodar que no sólo remeda el modo en que Kar-Wai lo observa, sino que casa a la perfección con su sobrevivir a golpe de mata, al tiempo que también permite incluir, en medio de sus peripecias, ese toque de melancolía tan caro al director: esas imágenes fugaces se convertirán, al final, en la única prueba de la existencia de unos tiempos felices.

O al menos de unos que fueron menos malos que los presentes y que nos permiten engañarnos con la posibilidad de otros mejores.

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