miércoles, 25 de marzo de 2020

Estamos bien jodidos (y III)

In fact a deep dive into the poll data showed that Trump voters were better off than the average American. The voters with the lowest incomes -overwhelmingly minorities- continued to vote Democrats. But a detailed accounting of the electoral statistics did show a significant shift to the Republicans amongst white male voters with less than a college education. It was less immediate misery than anxiety about the future that drove the Trump vote, fears that in the white population were associated with  hostility to Latinos and Black Americans, and among men with hostility to upwardly mobile women. Trump improved on Romney's miserable tally in the Rust Belt states. Dog-whistle racism and nationalism solidified this constituency. Even an issue such as trade was saturated with racial markers. In one advertising spot after another, the face of the American worker displaced by foreign imports was that of a burly white man in a hard hat. And campaigning mattered. Concentrating their effort where it counted, the Republicans put in relentless legwork and media time in key Midwestern states that the Democrats considered theirs by right. The complacency, the refusal to countenance the reality of Trump's appeal went deep. The democrats offered nothing to counter Trump's manufacturing "cargo cult". In answer to Trump's crude appeals to white male nationalism, Clinton offered anodyne conformity to the polite conventions of corporate globalism.

Adam Tooze, Crashed.

De hecho, un análisis profundo de los datos de las encuestas mostraba que los votantes de Trump estababan mejor situados económicamente que el Americano medio. Los votantes de menores ingresos -minorías en su mayor parte- continuaron votando a los demócratas. Sin embargo, un desglose detallado de las estadísticas electorales sí mostraba un desplazamiento hacía los republicanos entre los votantes blancos masculinos que no tenían educación universitaria. No era la pobreza cercana sino la ansiedad sobre el futuro lo que arrastraba el voto por Trump, unos miedos que entre la población blanca estaban asociados con hostilidad hacia los latinos y los negros, mientras que entre los hombres eran hostilidad hacía las mujeres que estaban ascendiendo en la escala social. Trump obtuvo ventaja de los magros resultados de Romney en los estados del Cinturón del óxido. Incluso temas como el comercio acabaron saturados de comentarios raciales. En un anuncio tras otros, la cara del trabajador americano que había sido relegado por las importaciones extranjeras era la de un recio hombre blanco con casco. Y hacer campaña era importante. Concentrando sus esfuerzos allí donde importaba, los republicanos utilizaron sin descanso el puerta a puerta y el tiempo en los medios en estados clave del Medio Oeste que los demócratas consideraban suyos por derecho propio. Su complacencia, su rechazo a tomar en serio la realidad del atractivo de Trump tenían raíces profundas. Los demócratas no ofrecieron nada para contrarestrar el "cargo cult" industrial de Trump. En respuesta a los burdos llamamientos de Trump al nacionalismo blanco masculino, Clinto offreción conformidad vacua con las convenciones educadas de la globalización corporativa.

En entradas anteriores, les narraba como, en opinión de Tooze, la Gran Depresión no tumbó al capitalismo, ni siquiera llegó al nivel catastrófico de la Gran Recesión. Puede parecer increíble, dado el incremento del paro, la extensión de la pobreza a sectores que se consideraban bien instalados en la clase media, o la caída del nivel de vida en todos los países. Sin embargo, desde un punto de vista de las élites, de los grandes empresarios, propietarios y corporaciones, el sistema se había salvado. Los generosos rescates, por muy dramáticos que fueran las circunstancias de su promulgación, habían evitado el derrumbe del entramado bancario. La economía siguió adelante, con muchas dificultades, pero se evitó el parón completo del año 1929 en los EEUU y 1930 en Europa.

Desde un punto de vista macro-económico, a lo largo de la segunda mitad de la década de 1910 todos los indicadores iban volviendo al verde. Lo que ninguno de los cerebros políticos y económicos había previsto, al igual que no habían visto venir la Gran Recesión, es que el incremento de las desigualdades iba a pasarles factura. En la segunda mitad de la década de 2010, la ultraderecha volvería a levantar la cabeza en Occidente, con una fuerza como no se había visto desde el periodo de entreguerras. Bien insuflando nueva vida a partidos ya existentes, como el Frente Nacional francés, dando alas a nuevas formaciones, como el AfD alemán o el VOX español, o tomando por asalto formaciones políticas  puntales del sistema, caso del partido Republicano estadounidense y Donald Trump.


¿Cómo llegó a ocurrir esto? Contemplado desde posiciones de izquierdas, el aumento de la pobreza, con la inseguridad que acarrea, debería haber conducido al auge de partidos que defendieran el Estado del Bienestar y los derechos de los trabajadores. Sin embargo, han sido los zorros -Trump, Bolsonaro, Johnson- quienes se han apoderado del gallinero, poniendo en práctica políticas que van en contra de los intereses de sus supuestos votantes. Por su lado, las formaciones tradicionales de izquierda han desaparecido -los partidos socialdemócratas de Grecia, Alemania o Francia-, sufrido importantes mermas -los laboristas británicos y los socialistas españoles-, o bien muestran una indecisión que revela impotencia -caso del partido Demócrata estadounidense-. Sólo en España surgió con fuerza un movimiento de izquierdas, Podemos, que sin embargo se ha descompuesto casi enseguida en facciones en conflicto, más interesadas en hacerse la puñeta que en derrotar a la derecha o proponer una política social coherente.

De nuevo, ¿qué ha pasado? Tooze apunta a una razón que es muy convincente. Los votantes de la nueva ultraderecha no son personas que estén en la pobreza. Son personas que temen estarlo pronto, sin que hallar en los partidos tradicionales intención de protegerles. Por el contrario, la política de esos partidos institucionales, ya sean de izquierdas o derechas, parece consistir en mantener la bolsa alta y el déficit a cero, a gusto del inversor y el FMI, sin importarles que para conseguir esos fines se destruya la sanidad pública, se disminuyan las pensiones o se cierren los colegios, perjudicando a quienes temen no tener los recursos económicos para poder costeárselos en el mercado. Esas personas, además, suelen tener un bajo nivel educativo, por lo que son muy vulnerables a las trampas de las "Fake News", esas campañas de propaganda difamatoria tan similares a las del pasado, pero que han alcanzado especial repercusión gracias a las redes sociales. A través de ellas, un bulo puede extenderse en cuestión de segundos por todo un país, mientras que algoritmos informáticos permiten dirigirlos a quienes tienen más posibilidades de creérselos.

Es aquí donde se entra en la discusión de lo "fascista" que pueda ser esta nueva ultraderecha. Lo que es innegable es que, al igual que los fascistas de los años 20 y 30, estos nuevos partidos juegan con el miedo de la población para recabar votos. Si ellos llegan al poder, -dicen- la pobreza será conjurada, aunque no para todos, sino para unos pocos elegidos, sus votantes, también al estilo del fascismo clásico. En la cosmogonía que proponen, los males de la sociedad actual se deben a otros,  elementos extraños, díscolos o discordantes: las mujeres, los homosexuales, los izquierdistas, los inmigrantes. Y, por supuesto, a los lobbies de poder que, como en las buenas conspiraciones, los toleran y jalean desde dentro del sistema. Si se extirparan esos colectivos, o al menos se les mantuviera en su sitio, se volvería al orden y a la prosperidad de décadas pasadas. Si se es, claro está, blanco y hombre.

Parece sorprendente que mensajes tan exclusivistas, tan racistas, como estos hayan podido arraigar con tanta fuerza, alcanzando amplias mayorías. No lo es tanto si se consideran dos factores: las altas tasas de abstención de las democracias occidentales y la pasividad de los partidos tradicionales. Muchos votantes, los más desfavorecidos, los más desprotegidos, se han excluido voluntariamente del sistema, mientras que entre los que siguen ejerciendo su derecho al voto se ha producido una radicalización provocada por el miedo. Por otra parte, los partidos tradicionales, por su defensa a ultranza de un sistema que se ha olvidado de amplios sectores de la población, se han tornado indistinguibles, meras maquinarias electorales ciegas y obtusas que solo sirven para defender a las grandes corporaciones. Como resultado, cualquier partido nuevo que proponga trastocar el sistema conseguirá recoger amplias capturas entre en el electorado, aunque luego sus políticas sirvan de apuntalamiento de ese mismo sistema al que decían combatir. Mejor dicho, a favor de los sectores más adinerados.

El caso paradigmático es Trump. Un multimillonario que dice luchar por el bien del hombre común, pero cuyas políticas están orientadas a que los ricos se hagan aún más ricos, mientras que a los pobres se les exprime sin piedad. Una figura musoliniana a cuyo alrededor se creado una auténtica religión, una fe por el hombre providencial, el mismo, que habrá de salvarnos a todos, cuyos partidarios lo defienden a ultranza, en contra de toda razón y toda prueba. Coreando eslóganes en los que creen a pies juntillas, únicas tablas de salvación a las que aún pueden aferrarse, mientras su líder procura pisotearles sin piedad, para que se hundan aún más.

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