domingo, 15 de marzo de 2020

Como si contemplase mi rostro en un espejo

Rembrandt, Retrato de Thomas  Brouaert

Antes de que se produjera el cierre completo de este país -necesario e inevitable, admitámoslo-, pude admirar la exposición Rembrandt y el retrato en Ámsterdam, 1590-1670, abierta en el Museo Thyssen. Teniendo en cuenta las dificultades que tiene toda muestra dedicada a los maestros antiguos, hay que reconocer que lo que se ha traído es magnífico. No sólo un buen puñado de cuadros de Rembrandt, además de un conjunto magnífico de grabados, sino unos cuantos Hals y una nutrida representación de otros retratistas coetáneos. Tanto anteriores como posteriores al maestro, tanto competidores como seguidores y discípulos.

Sin embargo, aparte de la calidad de las obras expuestas o de la oportunidad, tan difícil en nuestro país, de contemplar la evolución de la pintura holandesa del siglo XVII, lo que más me ha sorprendido es otra cosa: los retratos de Rembrandt, un poco menos los de Hals, son identificables al primer vistazo. Da igual a qué época de su trayectoria pertenezcan, siempre destacan entre otros cuadros expuestos, sin importar que algunos de ellos sean de altísima calidad. Por supuesto, un Rembrandt siempre es un Rembrandt, pero no acababa de dar con la razón de esa diferencia tan llamativa. 


Es cierto que Rembrandt, salvo en sus inicios, optó por una paleta reducida, en la que los colores de la gama fría, como los azules, verdes y violetas, brillan por su ausencia. No es menos característico que en sus cuadros hay una naturalidad, una sensación en sus personajes de haber sido sorprendidos a mitad de una acción, que no volvería a aparecer hasta casi la fotografía del siglo XX, mientras que en otros cuadros se nota que se está posando frente al pintor. El modelo se está pavoneando de su posición o su riqueza, incluso de su familia, siendo obligación contractual del artista subrayar ese estatus del retratado.

Aún así, sabiendo todo esto, no conseguía dar con ese algo inasible que distinguía a Rembrandt de sus contemporáneos. Hasta que, contemplando el cuadro que abre esta entrada, me dio la impresión de estar mirándome en un espejo. Ésa persona era yo, sin discusión, y por un momento creí que cualquier movimiento mío iba a ser remedado por ese fantasma en el lienzo.


Fue una alucinación, por supuesto, y se desvaneció enseguida. Dejó, sin embargo, una verdad innegable tras ella: la profunda simpatía que Rembrandt tenía por sus retratados. Cercanía que no supone amistad. mucho menos juicio condenatorio o absolutorio, como sería de esperar de un Goya, siempre contemplando a la humanidad con desengaño y escepticismo. Lo que Rembrandt subraya es nuestra humanidad compartida, el vínculo indisociable que nos ata a los demás, nos guste o no, por el hecho de compartir una misma carnalidad, con sus miserias, sus servidumbres y sus dependencias. El sufrimiento humano es universal y todas las miradas con las que nos cruzamos son la nuestra.

Ese rasgo se aprecia en casi todos sus retratos, en los que el modelo se ve despojado de cualquier boato, loa o enaltecimiento del que hubiera querido jactarse. Quizás por ello, y no por su estilo en apariencia cada vez más anticuado, el público de su tiempo le dio la espalda. Nadie quiere verse en su desnudez corpórea, sin ese disfraz/armadura de mentiras, honores, distinciones y riquezas con el que deseamos ser recordados y conocidos. Aunque como bien sabía Goya, esas protecciones no son otra cosa que tenues vidrios, lentes de aumento que subrayan y anuncian nuestro engreimiento. Tornándolo más ridículo, más digno de mofa.

Sorna que está ausente en los cuadros de Rembrandt, en los que prima ese sentimiento de solidaridad, de humanidad compartida. Quizás nunca más presente, innegable e insoslayable, en que otra obra maestra también presente en esta muestra: La lección de anatomía del Dr. Deyman, arriba mostrada. Pintura donde el cadáver objeto de la autopsia ha sido elevado al nivel de Cristo laico. A pesar de que en vida fuera un criminal y su destino haya sido el de acabar en la mesa de disección, en manos poco compasivas.

Efecto de compasión, de solidaridad, quizás aumentado porque lo que nos queda es apenas un fragmento, respetado por el fuego que asoló la pintura original. Sólo la esquina inferiór izquierda del cuadro, centrada en el cadáver y un ayudante, ahora protagonistas exclusivos de una pintura de la que han sido borrados el forense y sus alumnos. Quizás, por entero, el cuadro habría sido muy otro, aunque no creo que difiriera mucho.

El cadáver habría seguido en el centro, su cabeza el punto de fuga de la pintura, en donde convergerían todas la miradas. Recordándonos, para siempre, que así vamos a acabar todos. Sin importar nuestras glorias y nuestras riquezas, que de poco servirán frente a la parca.

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