Se piense lo que se piense de Peter Watkins, es innegable el interés de su obra. Cineasta eminentemente político, su filmografía se caracteriza por el cuestionamiento del sistema social y económico, la aspiración por revelar la historia verdadera que la propaganda oculta, además de la denuncia de como corrompe las manifestaciones audiovisuales. No sólo en su contenido, sino en su forma, que a su entender ha cristalizado en un modo omnipresente e incuestionado que él denomina "monoforma". No es de extrañar que sus películas sean pseudodocumentales en los que quedan a la vista las bambalimas, reconstrucciones históricas conscientes de serlo -y donde los actores debaten lo que representan-, o documentales comprometidos y combativos.
A este último modo pertenece Resan (La travesía, 1987), documental mamut de 14 horas de duración con el que Watkins intento narrar, en los últimos años de la Guerra Fría, cómo la posibilidad de un conflicto termonuclear impregnaba nuestras concepciones y acciones. Tanto de forma consciente como inconsciente, puesto que una de sus tesis es demostrar una paradoja: como el ocultamiento, completo y con éxito, que los gobiernos hacían de la militarización inherente a la Guerra Fría no evitaba que todos fuéramos afectados, testigos y actores, por ella. Declaración de intenciones que no puede ser más clara y que supone una llamada a la acción: frente a la amenaza en que los gobiernos nos han sumido, hay que tomar el camino de la acción directa. Protestar, oponerse, combatir.
Dentro de esa travesía se cruzan y se entrecruzan varias líneas argumentales. Por un lado, se entrevista a personas -familias- de varios países, para examinar el grado en que conocen la amplitud amenaza nuclear, además de como se ven afectados por ella. Estos testimonios pueden ser de personas que han sufrido ese impacto de manera directa, sean supervivientes de Hiroshima o polinesios contratados para trabajar en los atolones de las pruebas atómicas, como gentes que poca o ninguna relación parecen tener con la amenaza, ya vivan en el primer o en el tercer mundo.
Esa lejanía no significa que no se vean involucrados, convidados de piedra sin saberlo. Cuando Watkins muestra la pobreza del tercer mundo, como la que aqueja a una granja comunal de Mozambique, la contrapone a cifras del gasto militar mundial. Una infima fracción de esos presupuestos ingentes bastaría para dotar a esas explotaciones agrícolas de todos los avances modernos. A las personas del primer mundo, además, se les muestran fotos del sufrimiento de la población civil en Hiroshima y Nagasaki. Casi ninguno de ellos los ha visto con anterioridad, lo que apunta a ese silenciamiento voluntario por parte de los gobiernos, temerosos de que sus ciudadanos cobren consciencia.
Ése es el segundo eje del documental. El horror atómico es de tal magnitud que no se puede comunicar a la población. Si lo conocieran, la repulsa sería universal, incontenible. Puede parecer exagerado, pero ya a lo largo de esta serie de entradas, se han mostrado ejemplos de como se intentaban acallar las voces discordantes lo que llevó al archivado de películas como el documental The War Game (1967), del propio Watkins. Sólo en los años ochenta, con el recrudecimiento de la tensión, empezó a cuartearse esa barrera de silencio. Pero no del todo, porque el análisis que se hace en Resan de la información televisiva es demoledor. Al seguir la cobertura del viaje de Reagan a Canadá, queda claro como las cadenas sólo se centran en los aspectos protocolarios, sin citar sus repercusiones políticas, ni mucho menos las protestas en contra.
Restituir esa realidad que se nos oculta, revelar el peligro que se esconde tras las declaraciones tranquilizadoras de los políticos es el tercer eje de la película. En el tráfico de camiones que cruza una Isla de las Shetland, transportando materiales de construcción para una base de la OTAN, planeada para servir de escala y punto de aprovisionamiento en caso de conflicto en Europa. En los planes detallados de evacuación de zonas consideradas objetivos primarios en caso de guerra nuclear, pero que no se revelarán a las autoridades locales hasta el último instante. En las evoluciones, ocultas a todos, pero evidentes a poco que se busque, del White Train americano que reparte las cabezas nucleares de la planta de ensamblaje en Armadillo, Texas, por las múltiples bases diseminadas por todo el país.
Un único reproche. Quizás dos. Primero, que el derrumbamiento del bloque soviético en 1989-1991 torna muy lejano, para quienes no hayan vivido ese tiempo, lo que se narra en el documental. Como cualquier obra de combate, es demasiado lo que se da por sentado, aquello que sería evidente para quienes estaban sumidos en los acontecimientos. Segundo, que su longitud desmesurada la torna en película invisible desde su propio nacimiento.
Cualidad que, por suerte, me llevará a dedicarle más de una entrada.
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