domingo, 29 de marzo de 2020

Historia(s) de España (IX)

El arancel fiscal es aquel que se concibe como un impuesto, cuya finalidad es principalmente recaudatoria; y así eran en su origen los aranceles: un impuesto más, fácil de recaudar, similar a los derechos de puertas, a los peajes, o a los pontazgos. Con el desarrollo de los Estados nacionales, sin embargo, pronto se echo de ver que el arancel también puede servir para inhibir el comercio; como cualquier otro impuesto, puede deprimir la actividad sobre la que recae: basta fijarlo lo suficientemente alto para que se convierta en un arancel protector. Ahora bien, un arancel tan alto que desanime la actividad sobre la que recae equivale a una prohibición: un impuesto que gravara con un millón de pesetas cada paquete de cigarrillos importado sin duda acabaría con la importación de tabaco, al menos con la legal. Pero no recaudaría ni un céntimo. Poer eso, cuando se trata de proteger a toda costa una industria nacional de la competencia extranjera, de impedir la exportación de un determinado producto, en lugar de al arancel se recurre a la prohibición pura y simple. Es más sencilla y el resultado es el mismo. A diferencia de la prohibición, el arancel se emplea como arma doble: no sólo protege, sino que también recauda. Debe observarse, sin embargo, que, aunque cumple ambas emisiones a un tiempo, lo hace de manera alternativa: cuanto más protege un arancel, menos ingresos produce, y viceversa.  

Grabiel Tortella Casares, Casimiro Martú, José Maria Jover Zamora, José Luis García Delgado, David Ruiz. Revolución burguesa, oligarquía y constitucionalismo (1834-1923). Tomo VIII de la Historia de España de Manuel Tuñón de Lara.

Ya he señalado, en otras ocasiones, que la Historia de España de Manuel Tuñón de Lara constituyó un hito de la historiografía, a principios de la década de 1980. Fue la primera obra multivolumen escrita en libertad tras el Franquismo, lo que no evita que esté lastrada por defectos muy importantes. El primero, metodológico, es una periodización atípica que mezcla etapas muy distintas, impidiendo alcanzar una visión coherente de conjunto. Por ejemplo, extender la narración del siglo XVII al reinado de Fernando VII, cuando el orden borbónico había sido quebrantado por completo y era ya irreparable. O en este caso, unir las décadas centrales del siglo XIX, plenas en pronunciamientos y ocasiones perdidas, con el largo periodo de aparente paz que fue la restauración.

La segunda carencia es ideológica. La obra está concebida desde una óptica marxista, en la que la economía es el motor principal de la historia. Si recuerdan un poco de esa teoría, la cultura, la sociedad, incluso la política, son superestructuras, efectos contingentes de las relaciones de producción, la estructura. Estudiar el modo en que se construye la economía, por tanto, es determinante a la hora de analizar como esa sociedad reaccionará ante los hechos históricos -la política-, además de las justificaciones que construirá para eternizar esas relaciones productivas -la cultura-. Es un enfoque muy interesante y que podría llevar a descubrimientos muy valiosos, siempre que se aplicase con ese objetivo. Sin embargo, no es el caso. En todos los volúmenes de la Historia de Tuñón de Lara, la economía se aborda la primera, pero de forma aislada. Parece existir por sí sola, presa de sus propias leyes, sin influir ni ser influida por las medidas políticas, ni las ideas preconcebidas de los miembros de la sociedad. En conclusión, no aclara nada de la evolución histórica, ni se utilizan sus conclusiones para iluminar aspectos culturales. Ni en un sentido, ni en el contrario. 

Excepto en este tomo, que en el capítulo económico sí se establecen esas relaciones, además de explicar porque las decisiones políticas tenían sentido o no.


El principal problema económico -y por ende, social- del siglo XIX español es que no se produjo una revolución industrial al estilo europeo. Aunque el modelo inglés tardó en saltar al continente - los primeros atisbos son de la década de 1830, en Bélgica- en España no se comenzaría a contar con un tejido industrial hasta la Segunda Revolución industrial, en 1880-1890. Incluso en esa época, la actividad fabril quedaría restringida a dos sectores muy concretos, el textil barcelonés y el siderúrgico bilbaíno, que tendrían mucho de parasitarios, además de adolecer de especial fragilidad frente a la competencia extranjera y los embates del mercado.

El caso vizcaíno es paradigmático. Aunque ya desaparecidos, los altos hornos de Bilbao fueron, durante mucho tiempo, emblema y orgullo de la industria española. Su éxito parecía deberse la presencia cercana de vetas de hierro, cuya transformación en acero podía acometerse con los aportes de carbón asturleonés. Sin embargo, como bien se señala en este volumen, su constitución y desarrollo no obedeció a ninguna necesidad nacional. No teníamos una industria propia que necesitase de un suministro de hierro continuo, ni tampoco producíamos en tal cantidad que pudiésemos contribuir de manera apreciable al mercado mundial. La pista del porqué de la siderurgia vasca se halla en sus socios fundadores y accionistas. En origen, eran sociedades mixtas angloespañolas, cuya función era surtir el mercado británico con aportes de acero más barato, en comparación con los de otros suministradores, como Suecia o los EEUU.

En muchos aspectos, se trataba de un ciclo semicolonial, en donde se extraían recursos de un país atrasado con destino a una potencia comercial, con un mínimo aporte de capital y sin dejar apenas riqueza en el país productor. Aparte, claro está, de lo que pudiera quedar en las arcas de inversores y accionistas, motivo y arranque de varias importantes fortunas de tiempos de la Restauración. Algo similar ocurrió con los telares catalanes. Esa industria se benefició del algodón barato que provenía de Cuba, durante mucho tiempo, hasta 1886, recolectada con mano de obra esclava. Sin embargo, no tenía la calidad ni el volumen necesario para poder competir con los paños ingleses, que en el siglo XIX se habían aventajado montados en los avances técnicos del siglo XVIII y la eliminación de la competencia de ultramar, tras acabar con los talleres artesanales hindúes.

La industria textil catalana se convirtió así en el paradigma de la industria parasitaria. Ofrecía grandes beneficios a los industriales catalanes -sólo así cabe explicar la ascensión de Barcelona a ciudad cosmopolita y moderna en el contexto europeo-, pero sólo podía sobrevivir en régimen de invernadero. Para evitar que los paños extranjeros invadiesen el país, se precisaba un régimen proteccionista extremo, que se reveló un arma de doble filo. Las restricciones al comercio gravaban asímismo la entrada de maquinaria industrial de última generación, lo que mantenía a los telares catalanes en insuperable atraso técnico frente a sus homólogos europeos. Se perpetuaba así su indefensión y se entraba en un circulo vicioso de proteccionismo paralizante.

Ese atraso, además, empeoraba las dificultades de una industria que debía surtir a un mercado nacional en expansión, sin contar que la burguesía catalana, cada vez más segura de sí misma, rivalizaba en acumular fortunas cada vez más mayores. La única solución para obtener el mayor beneficio con rendimientos productivos mediocres, sin elevar los precios, era mantener los costes laborales bajo mínimos. Se condenaba a los trabajadores a una vida de miseria, similar a la del capitalismo despiadado inglés de la primera mitad del siglo XIX. No debe  sorprender, por tanto, que Barcelona se convirtiera en capital del Anarquismo, además de creciente fuente de inestabilidad para los gobiernos nacionales, temerosos de enajenarse las simpatías de la burguesía catalana, con quienes compartían los mismos intereses de clase.


Son dos ejemplos pero vienen a señalar una tendencia que estallaría en el siglo XX, con consecuencias dramáticas para todo el páis. España devino un país atrasado, casi sin remedio o al menos con caminos viables para salir de él.  Sus élites se habían enriquecido por medio de negocios sin base real, mientras que su fortunas astronómicas contrastaban con la miseria del resto de la población. Unas desigualdades que ningún gobierno pensaba en paliar, dado que el sistema de la restauración era un gobierno de las élites para beneficio de las elites, aplicando en todo momento las mismas fórmulas erróneas. Aquéllas que sólo servían para mantener incólumes las rentas de las élites. 

Al menos hasta que Europa, y el sistema económico de la Belle Epoque, no se viniesen abajo.

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