lunes, 23 de diciembre de 2019

Para terminar con todas las guerras

Por eso digo a mis hermanos, los proletarios luchadores:

«¡Liberaos de los prejuicios burgueses!

¡Luchad contra el capitalismo dentro de vosotros mismos!

En vuestros pensamientos y acciones, todavía acecha terriblemente el filisteo y el soldado, y en cada uno de ellos se esconde un sargento armado que desea ordenar y dominar, aunque sea sólo a sus propios camaradas o a su esposa e hijos, ¡a su familia!»

Pero también les digo a esos burgueses pacifistas que únicamente buscan luchar contra la guerra, pastas de té y miradas piadosas:

«Luchad contra el capitalismo y ¡lucharéis contra todas las guerras!

Luchad contra el campo de batalla en las fábricas y en las minas, contra la muerte heroica en las enfermerías, contra las fosas comunes. En resumen, ¡la eterna guerra de los explotados contra los explotadores!»

¿Acaso no comprendes todo esto?

La guerra a la guerra significa:

¡La guerra de los victimarios contra quienes sacan provecho!
¡La guerra de los explotados contra lo explotadores!
¡La guerra de los oprimidos contra los opresores!
¡La guerra de los torturados contra los torturadores!
¡La guerra de los hambrientos contra los bien alimentados!

Ernst Friedrich, Guerra a la guerra

Indignación. Profunda repulsa. Urgente llamada de atención a los pueblos. Arenga en pro de una acción inmediata. Así se puede definir el manifiesto pacifista, antibelicista y antimilitarista, Krieg dem Kriege en su idioma original, que Ernst Friedrich publicó en 1924. 

El  nacimiento del movimiento pacifista en Europa tiene una fecha clara: la Primera Guerra Mundial. Más que el número de muertos que causó, lo que sacudió las conciencias fue su absurdo. Durante cuatro largos años, la guerra no fue sino una matanza sin sentido ni resultado. Ofensiva tras ofensiva, sin importar el bando que fuera, se estrellaban contra las trincheras y el poder destructivo de las armas modernas. Tras meses de combate, los muertos se contaban por centenares de miles, sin que las lineas se hubieran desplazado más allá de unos pocos kilómetros. Ninguna batalla era decisiva y sólo el agotamiento de los contendientes, primero la Rusia zarista, luego las Potencias Centrales, llevó al termino del conflicto. De forma abrupta e inesperada, sembrando las semillas del siguiente, puesto que los perdedores no sintieron haber sido derrotados.


No es de extrañar que apenas declarado el armisticio, en ocasiones incluso antes, proliferasen los movimientos pacifistas, abarcando todos los ámbitos culturales. El nihilismo de Dadá, por ejemplo, es producto directo de ese absurdo de la matanza industrial, cuya primera víctima fue la confianza ciega en el progreso y desarrollo humano. De igual manera, el segundo expresionismo germano, el de entreguerras, es inconcebible sin la exasperación ideológica propiciada por el conflicto, como queda de manifiesto en la obra de Dix o Grosz, tan certeros, tan obsesionados, con mostrar los horrores de una guerra aún tan reciente.

Ese caso, el de la perseverancia en una misión de denuncia, es también el de Friedrich. Su conexión con el pacifismo no se reduce a este panfleto, sino que se tradujo también en la fundación del Anti-Krieg-Museum, que completaba y ampliaba las ideas del manifiesto, exponiendo documentos gráficos y textuales, además de intentar ser un foro de agitación y discusión política. Como pueden imaginarse, esa fundación no fue bien vista por las autoridades y tuvo una vida bastante azarosa. Ya a comienzos de la república de Weimar se censuraron y retiraron las imágenes más explícitas, mientras que a la llegada de los Nazis fue clausurado de manera definitiva, su fundador encarcelado temporalmente. Tanto él como parte de su archivo consiguieron escapar a países neutrales, pero esto no evito nuevas pérdidas y huidas, a medida que la maquinaria bélica nazi se hacía con el resto de Europa.

¿Y qué molestaba tanto a las autoridades, tanto de Weimar como del régimen Nazi? En primer lugar, la orientación política de Friedrich, quien no rechazaba la guerra en abstracto, sino como producto necesario del sistema económico capitalista. No hay que olvidar que, en la Europa del Imperialismo, el desarrollo económico se basaba en la ocupación colonial de otros países. Se establecía a continuación un comercio desigual, en el que la metrópoli compraba materias primas baratas en las colonias, para luego venderles productos manufacturados caros. Esa rivalidad territorial, en la que las potencias coloniales competían por nuevos mercados, venía acompañada por un militarismo y un nacionalismo exacerbado, que justificaba la guerra abierta como forma de resolver los desequilibrios comerciales entre las potencias. O los supuestos desaires y pérdidas de prestigio que no podían tolerarse.

Unas guerras que se justificaban ante las poblaciones con conceptos como el honor y el patriotismo, la defensa de los seres queridos frente a un oponente despiadado y sanguinario, pero que no podrían mantenerse, mucho menos librarse, si los individuos, de forma colectiva, se negasen a colaborar. De ahí el llamamiento de Friedrich a la desobediencia ante las autoridades, a negarse a colaborar con ellas en la matanza de otros seres humanos, acompañado,  también, de la construcción de un nuevo orden socioeconómico, que en el marco conceptual de la época no podía ser otro que el marxista. Un carácter subversivo, cuando no revolucionario, que necesariamente debía granjearle la enemiga de las autoridades. Tanto más exacerbado en el caso de los nazis, para quienes la guerra era el motor de la historia, la forjadora de almas y caracteres, la única actividad noble a la que debería poderse dedicar la humanidad.

No obstante, hay que recordar que el ataque de Friedrich contra la guerra no se realiza de manera abstracta. Al igual que la propaganda estatal nos quería convencer de la bondad y necesidad de la guerra, si se quiere acabar con ella es preciso utilizar armas similares. En concreto, las de la fotografía, que permitían, casi por primera vez, mostrar en toda su amplitud el horror del campo de batalla. Sin que quedase resquicio a la duda ni posibilidad de protesta, puesto que la cámara no era más que observador neutral de realidades innegables. Así, la mayor parte del manifiesto de Friedrich -y la razón por la que ha pervivido- es un catálogo de horrores al estilo de Goya, en la que se subraya el absurdo y la inutilidad de toda muerte -tanto de amigos como enemigos-, para culminar en un muestrario de repelentes mutilaciones. Las de todos aquellos a los que la guerra científica les dejo con vida, pero a los que arrebató toda humanidad, y cuya visión aún hoy resultan insoportables. En especial cuando su secuencia se torna interminable.

Como pueden imaginarse, esa fue la sección de la exposición del Anti-Krieg-Museum que ordenó retirar la policía de Weimar. Contra la verdad descarnada de esas fotografías no había posibilidad humana de defender la guerra, así que más valía ocultarlas para siempre, incluso destruirlas. Curiosamente, esas fotografías de mutilados y de muertos también correrían peligro de ser censuradas hoy, sólo que por razones contrarias. Nuestra sociedad ha acabado por habituarse, por normalizar, a la representación del horror, de la muerte y la mutilación. En muchos de nuestros productos culturales la crueldad y la tortura sirven de regocijo, de risa, incluso se aproximan al placer pornográfico. El horror nos atrae y excita, necesitamos dosis mayores para saciarnos, en vez de asquearnos y repelernos, como pretendía Friedrich.

Como si, al final, hubiéramos perdido la guerra contra la guerra que declarase este autor hace casi ya un siglo.

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