domingo, 8 de diciembre de 2019

Esperando a que tiren la bomba (y VI)













































En mi opinión, la inmensa mayoría del cine bélico es culpable de un pecado original: el olvido de los sufrimientos de la población civil. Centrarse en las miserias de los soldados, por muy terribles que sean, suele acabar derivando en relato de hazañas bélicas.  En vez de criticar la matanza absurda de la  guerra, se demuestra como, a fuerza de voluntad y espíritu de resistencia, se acaba triunfando ante cualquier dificultad, conclusión opuesta y contraria a cualquier intencionalidad pacifista inicial. Si esta desviación indeseable acababa contaminando obras imbuidas de las mejores intenciones, que acaban siendo disfrutadas por el mero mata-mata, pueden imaginarse lo que sucede ahora, cuando el militarismo ha perdido la vergüenza, se ha despojado de todos los disfraces, y no tiene reparos en volver a proclamar que la guerra hace hombres, que es la actividad más digna en la que uno puede embarcarse. Si se es de carácter viril, claro, con los suficientes redaños que se le suponen.

Es por ello que se agradecen obras como Hadashi no Gen 2 (Gen de Hiroshima 2, 1986, Toshio Hirata, continuación de Hadashi no Gen (Gen de Hiroshima, 1983, Mori Masaki). A pesar de sus defectos, es encomiable que se aparte del camino fácil, el de la vida militar, para hablarnos de lo que ocurrió a quienes quedaron en casa. Todos aquéllos que sufrieron, sin poder defenderse, el rigor asolador de una guerra tecnificada moderna, en donde la matanza se realiza a distancia, por medios mecánicos, sin ver a quien se mata -y mucho menos presenciar su sufrimiento-, mientras que la destrucción -y el número de víctimas- se ven multiplicados por la perfección de los instrumentos de extermino. Con la bomba atómica como paradigma último.

Si conocen el manga original de Keiji Nakazawa, sabrán que no se detiene en la mera descripción de la explosión nuclear sobre Hiroshima. A lo largo de sus muchos miles de páginas, narra los prolegómenos inmediatos, para luego extenderse en su larguísimo epílogo, llegando hasta la década de los cincuenta. Una interminable postguerra, en donde a la miseria provocada por la derrota, junto la destrucción casi completa de ciudades e industria, se unieron los efectos deletéreos de la contaminación radiactiva. Los habitantes de Hiroshima y Nagasika, con independencia de que hubieran salido ilesos o no de la explosión, siguieron muriendo durante largos años, casi decenios, en un reguero de muertes que parecía no tener fin, ni respetar a nadie. Un relato cercana al de terror, donde Nakazawa se despacha a gusto tanto contra el militarismo japonés, ciego y sordo a los sufrimientos de su pueblo, como contra la frialdad racista de los estadounidences, para los que matar civiles japoneses era semejante a exterminar cucarachas.

Tan radical era el manga, que la película se vio obligado a atenuar ciertos aspectos. Por ejemplo, Nakazawa dejaba bien a las claras que los supervivientes de Hiroshima quedaron reducidos a ciudadanos de segunda clase, cuando no marginados indeseables. La ignorancia sobre los efectos de la radiación llevaba a que se considerase como una enfermedad contagiosa, de manera que todas las puertas se cerraban ante ellos, incluso las de amigos y parientes. A veces, hasta las de los familiares más cercanos. Los americanos, por su parte, eran retratados como cínicos despiadados, que no tenían miedo en experimentar con los enfermos, en especial los terminales, para aprender sobre los efectos clínicos del arma atómica. Hiroshima y su población etran considerados como cobayas de laboratorio, despojados de su dignidad humana, susceptibles de ser sometidos a cualquier vejación, si con ello se conseguía aumentar el conocimiento científico. Postura no muy lejana a la de los infames médicos de la SS en los campos de concetración o a la de los miembros de la unidad 713 del ejército japonés.

Algo queda de ello en la película. Los americanos son mostrados como turistas curiosos, a quienes el exotismo del país del sol naciente les oculta las miserias que ellos mismos habían infligido. Incluso en una de las escenas, se les ve enterrar,. machacándolos. los esqueletos de las incontables víctimas sin nombre que habían quedado esparcidas entre las ruinas de la ciudad, tratándolas como basura, sin consideración a su condición humana. Por parte japonesa, la ciudad rebosa de huérfanos de los que nadie se ocupa, sino es para encerrarlos en reformatorios, y a quienes se les desea una muerte pronta, para librarse cuanto antes de esa basura humana. Odio que no se limita a los niños abandonados, sino que se extiende a cualquiera marcado por el estallido nuclear, ya sea en el cuerpo o en la mente, de quien se teme que contaminen a los demás con su mera presencia.

La película se construye así como el relato de una durísima posguerra. Un combate de todos contra todos, en donde sobrevivir se consigue a costa de los demás, pero en donde se cuela, aunque sea con timidez, un poco de esperanza. La solidaridad entre los marginados, la creación de nuevos lazos humanos que substituyan a los perdidos, la posibilidad de construirse un mundo a medida, fuera y paralelo al que les rechaza, es el único medio por el que los condenados pueden reafirmarse y escapar.

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