Meanwhile, across the real Eastern bloc, in a series of listening stations, Soviet radio operators followed the Able Archer war game with increasing concern. Each radio signal sent was preceded by the message "Exercise... exercise... exercise". The Soviets picked up this but grew doubtful about whether this was in fact simply a game. In Moscow they began to ask if it was all a case of Maskirovka, or deception. The Soviet military commanders knew that the Warsaw Pact had its own contingency plans to attack the West under the cover of military exercises. This would deceive NATO into thinking there was no real threat. They now began to believe that the radio messages they were picking up from Able Archer 83 were a mirror image of their own plans. Maybe this has started out as a war game, but was it in reality intended to disguise plans to launch an actual assault on the Soviet Union?
Taylor Downing, The World at the Brink (El mundo al borde), 1983
Mientras tanto, en el bando del este, en una serie de estaciones de escucha, los operadores de radio soviéticos seguían el desarrollo de las maniobras Able Archer con creciente preocupación. Todas la señales de radio iban precedidas con el mensaje: «ensayo... ensayo... ensayo». Los soviéticos interceptaro esto pero comenzaron a sospechar que quizás se tratase de un caso de Maskiorovka o camuflage. Los comandantes militares soviéticos sabían que el Pacto de Varsovia tenía sus propios planes de contingencia para atacar a Occidente bajo el disfraz de unas maniobras militares. Esto engañaría a la OTAN, haciéndola creer que no había amenaza alguna. Ahora comenzaban a creer que los mensajes interceptados de Able Archer 83 era el reflejo especular de sus propios planes. Quizás al comienzo eran unas maniobras, pero tenían en realidad la intención de disfrazar un ataque real contra la Unión Soviética?
Les hablaba, en entradas anteriores de esta serie, de como el cine antinuclear se concentra en la década de los ochenta, salvo muy honrosas excepciones. No es casual, ni mucho menos. Tras el largo periodo de distensión entre la superpotencias que siguió a la crisis de los misiles de Cuba, el conflicto volvió a recrudecerse, coincidiendo con la invasión soviética de Afganistán y la llegada al poder en Occidente de dos personalidades tan intransigentes -y temerarias-, como Reagan y Tatcher. Fue, además, la primera vez que la férrea censura gubernamental sobre las consecuencias reales de la guerra nuclear se relajó un tanto, permitiendo que las poblaciones conociesen que no había esperanza tras el holocausto termonuclear: el invierno que le seguiría, provocado por la espesa capa de cenizas, emitida por los incendios, que envolvería la tierra, acabando con los pocos supervivientes que quedasen. No es de extrañar, por tanto, que fuese también la época de mayor fuerza y éxitos del movimiento pacifista, capaz de paralizar el despliegue, en Europa Occidental, de los misiles de crucero Pershing.
Lo que no sabíamos, y aún permanece en la penumbra para la mayoría, es que en esos años estuvo a punto de desencadenarse el conflicto termonuclear que tanto temíamos. No porque alguno de los dos bandos planease en serio lanzar un ataque preventivo por sorpresa, creyendo que podría aniquilar al adversario o al menos quebrantar su capacidad de represalia, para ganar así la guerra con pérdidas civiles aceptables. No, lo que ocurrió la tensión - y la paranoia- llegaron a tal extremo, que ambos bandos empezaron a creer que el otro iba a lanzar ese temido ataque preventivo aniquilador, por lo que más valía adelantarse. Así, casi se llegó al punto de no retorno durante las maniobras Able Archer 83 de la OTAN, del 7 al 12 de noviembre de 1983, cuando la URSS interpretó que ese simulacro eran en realidad un disfraz para una ofensiva general contra el bloque soviético y estuvo a punto de contratacar con todo su arsenal atómico.
¿Cómo se llegó a ese punto? A ello contribuyeron tanto factores políticos como tecnológicos. Desde la llegada de Reagan al poder, en enero de 1981, se adoptó una política de dureza e intransigencia frente a la URSS. Una y otra vez, las fuerzas de la OTAN ejercieron un estrecho marcaje sobre las del Pacto de Varsovia. No sólo se desplegaron misiles en Europa Occidental que podían llegar en pocos minutos a las ciudades soviéticas, sino que se retaba al contrario con incursiones, para así descubrir cómo y con qué rapidez respondía a las provocaciones. Para la URSS esa práctica de amagar en el último instante no podía tener otra explicación que la de probar las defensas del Pacto de Varsovia, como preparación de un ataque preventivo.
En ese contexto de tensión creciente tuvo lugar un incidente luctuoso, sobre el que pesan aún muchas incognitas: el derribo de un avión de pasajeros de las líneas aéreas coreanas, que se había adentrado en el espacio aéreo soviético. Fuera de las sospechas de un posible acto de espionaje por parte del Jumbo -la tripulación tomó decisiones inexplicables-, lo que quedó claro es que la defensa aéra soviética era deficiente, lenta en reaccionar y evaluar. Si era incapaz de evitar que se le colase un avión de pasajeros, además de no poderlo identificar como tal, ¿qué podría pasar ante un ataque en toda regla?
A esas carencias del poder militar soviético se unió la amenaza de la SDI (Strategic Defense Initiative) o Star Wars, como se la conoció popularmente. Aunque luego se demostró un farol -era imposible que funcionase con la tecnología de entonces-, la posibilidad que los mísiles nucleares soviéticos fueran destruidos en vuelo desde satélites americanos amenazaba con romper las reglas del juego. Si la MAD (Mutual Assured Destruction) no estaba asegurada, un ataque quirúrgico por sorpresa podía dar la victoria al bando américano. La URSS tenía que encontrar, como fuera, los medios para contrarrestar la iniciativa Star Wars, o reaccionar antes de que fuera operativa, con su propio ataque preventivo.
Fuera lo que fuera, la paranoia estaba servida. Tanto más cuanto los tiempos de reacción se habían ya reducido de manera pasmosa, a apenas unos pocos minutos, con la introducción de los submarinos nucleares, de manera que un ataque preventivo con éxito era una posibilidad, si el bando atacado no reaccionaba con rapidez. Esa urgencia en responder ante un posible ataque implicaba que la posibilidad de provocar un conflicto nuclear no era despreciable. Así ocurrió ese mismo año de 1983, cuando una serie de fallos en cadena en los sistemas de alerta soviético les hizo creer que cinco misiles nucleares americanos estaban en vuelo. Sólo la sangre fría del operador al mando. Stanislav Petrov, quien juzgó que una guerra nuclear no se comienza con un puñado de misiles y se negó a informar a sus superiores, evitó la catástrofe definitiva.
Para empeorar todo, justo cuando los EEUU, con Reagan a la cabeza, adoptaban una postura más beligerante, la cúpula gobernante soviética atravesaba una grave crisis de liderazgo. Su secretario general, Breznev, moría en noviembre de 1982, ya muy anciano y tras haber sido poco más que un pelele sin apenas voluntad en sus últimos años. A su sucesor, Andropov, se le diagnosticó pronto una enfermedad terminal de la que no tardaría en morir, lo que le apartaba durante largos periodos de tiempo. Faltos de dirección, la cúpula soviética fue presa de sus propios miedos, que no sólo se trasladaron por toda la jerarquía, sino incluso a sus servicios de espionaje. Obsesionados con detectar a tiempo cualquier movimiento hostil de la OTAN, interpretaban cualquier dato del modo más radical e imbuían a sus informadores a hacer lo propio. Cualquier cambio en la conducta de los organismos oficiales occidentales podía ser símbolo de ese ataque tan temido y así era informado.
En medio de toda esta confusión e incertidumbre, la OTAN lanzó las maniobras Able Archer 83 . En ellas, se revisaban todos los niveles de defensa -las famosas DEFCON- y se tomaban medidas para reaccionar a una invasión soviética de la Europa Occidental, incluyendo ataques nucleares de represalia. En la apreciación de los altos mandos soviéticos, esas maniobras sólo podían el disfraz de un ataque general, a lo que contribuían unos informes -internos y externos, de los sistemas de vigiliancia y de los espías- que decían precisamente lo que sus jefes querían oír: un ataque masivo estaba a punto de ser lanzado.
Aún no está muy claro lo que sucedió en realidad, pero la noche del 11 de noviembre, cuando las maniobras de la OTAN alcanzaban su cénit, con Andropov siendo informado de su desarrollo en el hospital, el ejército soviético se colocó en estado de máxima alerta, misiles nucleares incluidos. A falta de una orden, que nunca se dio, todo estaba preparado para que fueran lanzados y se desencadenase la guerra nuclear tan temida.
¿Qué lo evitó? ¿Por qué recularon los jerarcas de la URSS? No está claro, pero lo que sí lo está es que nos salvamos por un pelo. Ninguno lo supimos entonces, pero nuestras vidas pudieron haber terminado esa misma noche, como bien narra Taylor Downing, en The World at the Brink: 1983 (El mundo al borde: 1983),
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