martes, 24 de diciembre de 2019

Esperando a que tiren la bomba (y VIII)
































Dr. Strangelove, or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb (Telefono Rojo:  ¿Volamos hacia Moscú?, 1964) de Stanley Kubrick, ocupa un lugar especial en mi cinefilia, además de en mi vida personal. Como ya les he indicado, mi infancia y juventud coincidieron con el último recrudecimiento de la guerra fría, de manera que acabé obsesionado con la posibilidad de una próxima guerra termonuclear. Hasta un extremo tal, que no me cabía duda alguna de que mi vida se vería truncada, terminada antes de tiempo, sin permitirme llegar a la madurez, por el estallido de una de esas bombas sobre mi ciudad natal: Madrid.

A aumentar y consolidar esa paranoia contribuyeron muchos factores, como los frecuentes reportajes, en periódicos y revistas, sobre cómo comenzaría la Tercera Guerra Mundial y cómo seríamos convertidos en polvo radioactivo. En ese clima de anticipación  apocalíptica, Dr. Strangelove era programada una y otra vez en la televisión, en concreto en el famoso programa de debate La clave, para ilustrar la tensión entre los dos bloques, la doctrina de la destrucción mutua asegurada (MAD en su abreviatura inglesa), o la carrera armamentística. No me atrevo a afirmar que llegué a sabérmela de memoria, pero sí que muchas de sus escenas se quedaron grabadas en mi memoria. Por supuesto, y en primer lugar, ese icono del absurdo nuclear, tan citado y reinterpretado en la cultura popular, en el que un piloto de bombardeo cabalga sobre la bomba nuclear que acaba de lanzar contra un objetivo soviético, sin olvidar el aterrador montaje final, en el que diferentes explosiones atómicas se acompañan de una música optimista, aunque en realidad bastante ominosa.


Como tantas cosas vistas en la niñez y la adolescencia, esta película me sigue gustando por razones que poco tienen que ver con su calidad o maestría. Desde sus primeras escenas entro en un modo especial, similar al de volver al hogar, que une y unifica etapas opuestas, sentimientos contrarios, de mi biografía. Ocurre que cuando la vi de niño, nunca me percaté de su tono de comedia, sino que lo que me impresionó fue su descripción detallada y minuciosa del absurdo nuclear.  Esa locura estribaba en que el poder del armamento nuclear -en especial del termonuclear- era tan potente, tan aniquilador, tan incontrolable, una vez puesto en marca, que para evitar un apocalipsis por descuido tenían que ponerse todos los medios, crearse todas las salvaguardas, para evitar iniciarlo por error. Frenos y obstáculos que, al mismo tiempo y de forma contradictoria, no debían entorpecer una respuesta inmediata, casi automática, en caso de ataque por sorpresa, de manera que ningún bando pudiese albergar esperanzas de sobrevivir a un conflicto nuclear, dejando fuera de combate al oponente. En su lugar, lo que debía asegurarse es que ambos bandos fueran aniquilados y con ellos, la humanidad entera.

La Guerra Fría, en su vertiente MAD, suponía vivir siempre al borde del abismo. En cualquier instante, una concatenación de errores, la enajenación de los mandos militares o una mala apreciación de las intenciones del enemigo, podría desencadenar ese conflicto tan temido. Por un mero error técnico o un descuido humano. Sin que nada ni nadie pudiera detenerlo, siquiera atenuarlo, una vez puesto en movimiento. Eso es precisamente lo que ocurre en Dr. Strangelove, donde todos los factores conspiran para llevar al peor resultado: la psicosis del comandante de una base nuclear, quien decide forzar a su gobierno a atacar a la URSS, empezando la guerra por su cuenta; los planes de contingencia que deberían evitar una derrota por descabezamiento de la cadena de mando, otorgando poderes excesivos a mandos subalternos; unas tripulaciones de combate entrenadas para tener iniciativa y superar cualquier dificultad, lo que da al traste con intentos desesperados por detenerlos; sin olvidar la creación del arma definitiva, esa bomba del juicio final, que se disparará de manera automática cuando el ordenador que la controla decida que ha habido un ataque masivo, sin que pueda ser desactivada en modo alguno. Es más, habiendo sido diseñada para que cualquier intento por desactivarla provoque su estallido.

Cualquiera de esos elementos enumerados, por sí sólo, bastaría para provocar pesadillas, así que puede imaginarse lo que suponía encontrarselos todos en una sola película,  que además era narrada en casi tiempo real. Otro director hubiera tenido problemas para armonizarlos y hacerlos creíbles, pero en el caso de Kubrick vino a ayudarle lo que se considera como su mayor defecto: la frialdad. El desarrollo de la catástrofe se contempla desde la distancia, como si le estuviese ocurriendo a otros, sin permitirse ningún tipo de sentimentalismos, con un desapego cínico que estremece. Secciones enteras de la película, las que suceden a bordo del bombardero que se adentra en el espacio aéreo soviético, son descripciones asépticas de operaciones rutinarias. Reflejos aprendidos en largas sesiones de entrenamiento que se ejecutan sin emoción alguna, como corresponden a profesionales avezados, aterradoras en su constatación de como se puede educar a personas normales para aceptar imposibles. Un endurecimiento moral que se extiende a lo largo de toda la cadena de mando, ya sean civiles o militares, capaces de prever muertes del orden de millones de personas inocentes, en el caso de esa guerra nuclear, sin despeinarse ni torcer el gesto. Aceptándolas, además, como el caso mejor. O al menos el más favorable.

Cinismo descarnado, opresión asfixiante. La película corría así el riesgo de perecer bajo su propia seriedad, de ser víctima de su integridad moral y de su realismo meticuloso. No ocurre gracias al humor, ése que no comprendí de niño, que a pesar de su negrura, tenebrosa y deprimente, obra el efecto contrario. Desde los primeros compases queda claro que toda esa organización minuciosa del ejército y del gobierno - La paz es nuestra profesión, rezan los paneles de la base aérea - está a cargo de papanatas. Personas que sólo saben obedecer órdenes o que son prisioneras del propio absurdo que han creado, sin que sus buenas intenciones les permitan escapar a él, actuar de forma diferente. Ni siquiera cuando el apocalipsis se hace realidad y todo lo conocido y amado ha sido destruido, o va a serlo, por entero

O de quienes, como es el caso del Dr. Strangelove del título, gozan de un cinismo lúcido que les permite llevar cualquier razonamiento hasta sus contradicciones últimas, para luego aplicar, sin inmutarse, esas mismas conclusiones absurdas. Una virtud que les permite navegan así a través de cualquier ideología, sin importarles mucho cuál, salvo que sea la de sus amos de ese instante. Porque, no se olvide, el Dr. Strangelove no es otra cosa que un nazi reconvertido, a quien el apocalipsis nuclear le permitirá llevar a la práctica algunas de las teorías de su adorado difunto.

Ese Führer cuya invocación se le escapa de vez en cuando sin querer.

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