Tengo un especial cariño a Rouge (Rojo, 1994), última entrega de la trilogía de los tres colores de Kieslowski, también la última película que rodó. Fue la primera película de que vi de este director, al poco de estrenarse, y mi encuentro tuvo mucho de flechazo. Repentino y definitivo, sin admitir vacilaciones ni explicaciones. Sé que para muchos esta película es la más floja de la trilogía, afectada, según dicen, de un cansancio que quizás apuntaba a un bache creativo, incluso la decadencia de un autor fundamental. No para mí, aunque puede que mi opinión fuera muy distinta si las hubiese visto en el orden correcto y no barajadas y desperdigadas, separadas entre sí por varios años.
Parte de mi admiración, de mi fascinación, se debe también a que esta obra me pilló en el momento preciso. Kieslowski es un cineasta de profundos dilemas morales, lo que le aproxima a la gran literatura rusa del XIX. Justo la que para mí, en la década de los ochenta del siglo XX, había supuesto mi vía de acceso, mi educación estética, el fundamento ideológico, a lo que debía ser la creación artística. En pocas palabras, el análisis de los problemas que aquejaban al hombre contemporáneo, la necesidad del perfeccionamiento de la sociedad, los medios que para ello debían aplicarse. Aunque, con demasiada frecuencias, el balance fuera negativo, ya que cualquier solución habría de quebrarse bajo el doble peso de los condicionamientos sociales y la imperfección de nuestra naturaleza.
Así, Bleu (Azul, 1993) podría verse como el carácter suicida de cualquier intento por vivir aislado, sin amor ni contactos con tus semejantes, además de la obligación ineludible de hacer florecer el talento propio, sin cuyos frutos el mundo quedaría incompleto. Blanc (Blanco, 1995), medio en broma, medio en serio, mostraba el absurdo de la venganza, cuyo impulso devorador bien puede llevarnos a destruir precisamente aquéllo que más amamos, error decubierto sólo a destiempo. ¿Y en Rouge? Pues ni más ni menos que el encierro paralizante, autoinfligido, que supone la misantropía, en este caso no producto de una superioridad moral, ni del odio, sino de la consciencia de la debilidad humana. Del conocimiento íntimo, no en vano el personaje principal es un juez, de los muchos modos y maneras en que creemos hacer bien, lo mejor, para en realidad hacer el mal, sin saberlo ni pretenderlo. Ignorantes de las consecuencias, hasta el momento después de plasmar nuestras buenas intenciones.
En ese sentido, Rouge se encontraría cercanas de las posiciones de Ibsen en El pato salvaje. En ambas obras se llega a una conclusión paradójica: la de que la búsqueda de la verdad y su desvelamiento puede acarrear la infelicidad la injusticia, al descubrir secretos que destruirán la vida de aquellos que los ignoraban. Se podría hablar por tanto, de un cierto relativismo moral, resumido en una frase simple: la de que la tragedia del mundo es que todos tienen sus razones para actuar como actúan - no recuerdo quien lo dijo, quizás Camus -. Conclusión que nos llevaría a la biblia, al no juzguéis si no queréis ser juzgados, porque los pecados de los demás puede que sean también los vuestros, que la maldad que censuráis no sea sino producto del modo en que el mundo y nosotros estamos constituidos. Pero aún se le puede dar otra vuelta, al modo socrático, porque para ese filósofo, maldad es sólo ignorancia, carencia, que una vez reparada se desvanecerá como la niebla o los sueños.
Vueltas, revueltas y más revueltas, que en este caso, al contrario que en las dos entregas anteriores, no son sólo mostradas, sino también contadas. En los largos diálogos que sostienen Irène Jacobs y Jean Louis Tringinant, representantes de la juventud y de la vejez respectivamente. De la pureza intransigente de quienes acaban de descubrir el mundo, tanto su belleza como su fealdad, frente al desánimo castrante de quienes han vivido ya demasiado, sin fuerzas para otra cosa que no sea vegetar. Conflicto que lleva a cada uno a modificar sus posiciones, dulcificándolas, para tolerar y comprender, en un caso, retornar a la vida, en el otro.
Combate que se lleva a cabo mediante palabras, debates y parlamentos, lo que puede explicar el que Rouge no tenga la misma alta apreciación que sus hermanas, al no basarse como ellas, exclusivamente, en las imágenes. Al no dejar, en definitiva, que sea el espectador quien saque sus propias conclusiones, sino que éstas le sean señaladas por el director. Puede que sea así, que nos hallemos lejos del final interrumpido de Bleu o del enigma en que concluye Blanc, pero no es menos cierto que quien así lo piense se perderá el elaborado juego de espejos, de referencias sutiles, que se construye en Rouge.
El de los muchos destinos paralelos que se repiten, casi idénticos, entre generaciones distintas. El de la cercanía innegable de todos los seres humanos, con los que compartimos las mismas virtudes, iguales defectos.
El de única humanidad, sin importar edad, raza o religión.
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