De entradas previas, sabrán de mi entusiasmo por la obra desmedida de Andrzej Zulawski. Sus películas son auténticas caídas en el torbellino de la locura, tanto más extrema e irracional cuanto más se avanza en ellas. Sus actores, su estilo como director, parecen poseídos por la histeria y el frenesí, al borde del paroxismo y el derrumbe subsiguiente, que sin embargo no se produce. O al menos no llega hasta al final catastrófico de cada obra, retrasado y alargado, evitado y aplazado sólo por una constante infusión de energía frenética que acaba por consumir todo: historia, personajes, director. Tan desaforado es el mundo de Zulawski, que en otro autor habría sonado a ridículo y risible, pero en sus manos es perfectamente lógico y verosímil, aunque esto sea contradictorio con la exasperación y desenfreno que colman sus obras.
Quizás eso mismo, mi descubrimiento de un Zulawski primero sin adulteraciones ni remilgos, explique mi decepción con su última película, Cosmos (2015), estrenada poco antes de su muerte. Mi desilusión quizás tenga que ver con que Zulawski filmó está obra tras un largo periodo de inactividad, quince años, tras haberse retirado del cine y dedicado a otras actividades artísticas, de manera que su talento se hubiese oxidado un tanto en ese tiempo de inactividad. El caso es que la veo normal, deslucida y desvaída en comparación con su obra anterior, desprovista de esa locura lúcida que arrebataba sus películas, al menos las que llevaba vistas. Aquí se ve demasiado la tramoya, todo parece calculado, frío, mecánico, pensado para producir un efecto concreto, pero desprovisto de la capacidad de estremecernos y arrastrarnos. De hacernos partícipes de este frenesí y hacer trizas nuestra comodidad y seguridad. Como si fuera el hacha y el hielo de la frase de Kafka
La película es una adaptación de una novela, cierto, así que podría pensarse que el material original ha pesado sobre la película, lastrándola e impidiéndola que remontase el vuelo. Sin embargo, a priori, los talantes de escritor y director debían haber congeniado a la perfección. Gombrovicz, como sabrán, fue un autor polaco que vivió durante casi toda su vida en Argentina, atrapado allí por un azar del destino, que evitó que tuviese que sufrir los horrores de la Segunda Guerra Mundial en Polonia. Aunque su primera obra, Ferdiduke, antecede estos sucesos, todas sus novelas están imbuidas del absurdo y el horror del siglo XX. Un siglo que desarrolló casi cualquier idea hasta sus extremos lógicos, desembocando con demasiada frecuencia en el totalitarismo y el genocidio. Horrores que fueron justificados, una y otra veces, como necesarios, justos y al mismo tiempo inevitables, como si un poder exterior nos dictase esas atrocidades en contra de nuestra voluntad.
Lógica implacable, la ese absurdo histórico, literario y cinematográfico, que se justifica por su mismo desarrollo, por una huida adelante sin término, en la que cada paso se ve dictado por la necesidad imperiosa de apartarse del último error cometido. Universos, el de Gombrovicz y el de Zulawski, que parecerían ser el mismo, separados sólo por el medio utilizado para plasmarlos, la imagen en éste, la palabra en aquél, pero que en esta ilustración de la novela Cosmos se revelan distantes, separados por amplias fosas infranqueables. Espacios estancos, sin comunicación posible. Alejamiento y aislamiento entre director y escritor que reflejan lo que podría ser una incompatibilidad esencial entre literatura y cine, entre lo que la palabra puede mostrar y la imagen relatar.
Conclusión que puede sorprender a muchos, cuando tan convencidos estamos de que el cine no puede existir sin soporte literario, de forma que algunos incluso han aventurado que el cine no es más que otro género de la literatura, pero que en realidad surge, me surge, de una inquietud personal. Mi experiencia propia de lo decepcionantes que suelen ser las adaptaciones fílmicas de los libros que has amado y viceversa. Empresas de traducción que sólo pueden funcionar cuando existe una gran diferencia entre ambos materiales; entre la novela mediocre, sin pretensiones, y la película notable que la utiliza como mera excusa. O cuándo se procede a demoler por completo el material de partida, para construir algo muy distinto con los escombros.
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