lunes, 11 de junio de 2018

Los bajos fondos


Se acaba de abrir, en las salas de la fundación MAPFRE madrileña, una amplia muestra dedicada al fotógrafo Brassaï. De origen húngaro, su vida y obra transcurrieron casi por entero en París, ciudad de cuya vida fue un agudo cronista. No de cualquier aspecto, sin embargo. Brassaï ha quedado en la memoria como el fotógrafo de un París nocturno habitado por delincuentes y prostitutas, de una vida restringida a encuentros pasajeros en garitos sórdidos y locales de alterne. Una universo oculto, el de los bajos fondos, al que no solemos mirar y que el fotógrafo habría captado en toda su naturalidad y espontaneidad. Sin embellecerla ni distorsionarla, como un reportero gráfico o un etnólogo.

Sin embargo, hay pruebas de que gran parte de las fotografías de Brassaï no son producto de la causalidad afortunada, de ese ahora o nunca afortunado tan característico del fotoperiodismo. El propio hecho de su inclinación por captar la noche le obligaba a exposiciones de larga duración, en las que la inmovilidad de lo retratado era esencial. Todo tenía que estar medido y preparado, en aras de evitar la irrupción de elementos pasajeros, como viandantes o coches, que emborronarían la toma. Por otra parte, si se mira con atención, en sus fotos de tugurios, billares y prostíbulos es evidente una  clara complicidad entre el fotógrafo y los retratados. Los personajes de sus fotos aparecen ellas tal y como quisieran ser vistos, algo evidente en sus retratos del mundo del hampa, o al menos producto de una negociación con el fotográfo. Entre lo que éste quisiera ver y lo que sus modelos están dispuestos a figurar por él-


Esta manipulación puede defraudar a muchos. Hacerles valorar negativamente la obra de este fotógrafo y de otros no menos famosos. De hecho, yo pensé lo mismo cuando lo supe. Sus fotos me aparecían bañadas con cierta luz de falsedad, de indignidad. Como si valiesen menos por no haber sido productos de la casualidad y la buena estrella. Por suerte, ya no opino así. Quizás porque el paso del tiempo hace cada vez más imposible distinguir lo real de los simulado, lo ocurrido de lo imaginado, incluso habiéndolo vivido. Ninguno de los que vemos esas fotos sabemos lo que era habitar en el París de los años 20 y 30. Sólo nos quedan las novelas, las películas y las fotos. Las imágenes temblorosas, desvaídas, lejanas, que en ocasiones, como ocurre con éstas de Brassaï, han alcanzado el rango de símbolos, cuando no de iconos.

Ventanas a un mundo desaparecido donde, imaginamos, personas como nosotros sentían de manera similar. Mirillas a ambientes en los que, nos engañamos voluntariamente, podríamos entrar, pasar desapercibidos. Compartir y gozar aquélla vida que desconocemos como fue.


Pero Brassaï es mucho más que un fotógrafo de los bajos fondos. De putas y raterillos, de juerguistas y rufianes.  En otra rama de su obra, no menos amplia que la anterior, figuran, como retratados, una buena cantidad de los grandes popes de la vanguardia artística de esa época, disonancia que ya debería servir de indicio. Porque muchas de sus fotografías no dejan de ser menos experimentales, menos transgresoras, que lo que otros fotógrafos más imbricados en los ismos de ese tiempo, como Man Ray, estaban realizando. 

Así, una de las series definitorias de Brassaï, la dedicada a la noche de Paris, se aproxima en ocasiones a la abstracción pura. En esas imágenes, desprovistas en su mayoría de la presencia humana, la geometría de esquinas y bordillos, de verjas y adoquines, se torna protagonista absoluta. Incluso cuando se difumina, hasta casi desaparecer. Porque la otra presencia dominante es la impresión de que nuestro ámbito de acción es limitado, de que estamos encerrados en medio de la calle.. Pocos paso más allá de la cámara, demasiado más cerca de lo que quisiéramos, empieza la noche, la que todo engulle. Ella y la niebla, que en tantas otras fotografías invade el espacio visto por la cámara, separándonos el mundo, amenazando con borrarnos también a nosotros.

Abstracción y también surrealismo. Al igual que aquéllos surrealistas que buscaban el object trouvé, el arte en lo desechado y lo inservible, en la basura y la inmundicia, en la causalidad propiciada por la naturaleza, Brassaï se embarcó en su propio esfuerzo de catalogación de lo irrelevante, de lo menospreciado. En su caso fotografiando los innumerables grafitos que cubrían las paredes de París. No porque en ellos se trasluciese la mano de artistas anónimos, pero de la misma categoría que los presentes en los museos. Aún  estaban muy lejos los tiempos del artista callejero surgido de la nada, pero conscientes de sí mismo, para el cual la pared era su lienzo, la ciudad su sala de exposiciones. No, lo que Brassaï buscaba eran los grafitos más primitivos, los más toscos y burdos, los que eran testimonio de una energía telúrica que llegaba incluso a violentar a la pared.  Arte, creado a cuchilladas y piquetazos.

Relieves que nos ponían en relación directa, insoslayable, con nuestro pasado salvaje. Ése del que creíamos habernos liberado por nuestra condición de civilizados, pero que una y otra vez resurgía, incontenible, sin que pudiésemos hacer nada por someterlo. 

Porque lo único que nos distingue de los salvajes son nuestros ropajes, bajo los cuales todos estamos desnudos, todos albergábamos los mismos deseos y apetencias. 

Tanto de creación, como de destrucción.


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