Les había señalado ya, en entradas anteriores, de la profunda sima que se abre entre Pokolenie (Una generación, 1955), primera película de la trilogía de la guerra de Andrzej Wajda, y su entrega final Popiol i Diament (Cerdos y Diamantes, 1958). Como recordarán, esta última constituyó un antes y un después en la historia del cine polaco. No sólo se atrevía a mostrar en imágenes la guerra sin cuartel entre el AK (Armija Krajowa), las fuerzas de la resistencia nacidas para combatir a los invasores nazis, contra los nuevos amos comunistas y sus simpatizantes locales, sino que además confería a los miembros del AK de un aura de nobleza y heroísmo, en contra de todo lo que la propaganda estalinista había proclamado hasta entonces. Podían estar equivocados, al enfrentarse a la revolución socialista y la liberación de los trabajadores, pero amaban a su patria como el que más. Quizás incluso con mayor convicción.
Por el contrario, Pokoliene era un ejercicio de libro de propaganda estalinista, en donde el AK era tanto o más despreciable que los invasores nazis, mientras que gran parte del metraje se perdía en sermones y en presentar personajes estereotipados, como el viejo revolucionario o el joven e inocente proletario cuya conciencia política era despertada por aquél. Aquí y allá, algún personaje que escapaba a la ortodoxia, por su ambigüedad, junto con alguna escena inspirada, pero poco más. Se pueden imaginar, por tanto, el interés que tenía por ver este Kanal (Las alcantarillas, 1957), sólo por determinar de cual de sus dos hermanas estaba más cerca. Si de la más atrevida y libre Popiol o de la propagandística y timorata Pokoliene.
Pues bien, me he llevado una agradabilísima sorpresa. Kanal es una película sobresaliente, por dos razones principales. La primera, por estar desprovista de cualquier moralina pedagógica, al servicio de la sociedad futura perfecta. La segunda, por tener todas las trazas de un maestro en ciernes, de alguien que domina ya sus recursos expresivos y los utiliza a la perfección. Logro aun más sorprendente si se tiene en cuenta que es la segunda película de Wadja, con apenas 30 años de edad. Un filme que, en mi opinión, muy pocos directores maduros serían capaces de igualar, mucho menos de rodar, con la pasión e intensidad que ésta rebosa.
Pero vamos por parte. En la película, el protagonista absoluto es el AK, aunque nunca se le nombre, al que se muestra en su momento de mayor gloria, pero al mismo tiempo el de su mayor derrota. Para los que no lo sepan, a comienzos de agosto de 1944, tras la aniquilación del Grupo de Ejércitos Centro alemán en Bielorrusia, las tropas soviéticas se aproximaban a las afueras de Varsovia. En una arriesgada jugada, los mandos del AK se decidieron por el levantamiento, aspirando a conseguir un doble objetivo: liberar la capital del país de los invasores y presentarse ante las tropas soviéticas como la autoridad legítima del país. No se consiguió ni lo uno ni lo otro. Las tropas alemanas consiguieron recuperarse y se dedicaron a exterminar a los insurgentes con todos los medios a su disposición. Las unidades soviéticas, por su parte, no franquearon los últimos kilómetros que les separaban de Varsovia y dejaron abandonados a los rebeldes, sin que haya quedado claro hasta que extremo este fracaso se debió a los azares bélicos o al deseo de Stalin de que otros le purgasen los enemigos políticos. Probablemente ambas sean ciertas.
Así, lo que iba a ser una acción casi testimonial se convirtió en una matanza que se prolongó durante dos meses, hasta finales de Octubre. Los alemanes no dudaron en utilizar a sus peores unidades, como la Brigada Dirlenwanger, para exterminar a guerrilleros y civiles, ni tampoco en machacar la ciudad con cañones de grueso calibre, como el mortero Thor de 600mm, o bombardearla hasta convertirla en un campo de ruinas. Aún así, los insurgentes aguantaron durante dos meses enteros el ataque del ejército alemán, quien al final acabó aceptando su rendición, considerando a los miembros del AK como pertenecientes a un ejército regular. Es decir, merecedores del trato de prisioneros de guerra, no sujetos, por tanto, a ejecución sumaria y sí a un trato digno. No obstante, a pesar de tanto heroísmo, todo fue en vano y el coste fue aterrador. Más de 250.000 civiles muertos y la organización entera del AK, con sus mejores mandos y soldados, destruida sin remedio. Sin contar que muchos de ellos, acabada la guerra, serían enviados a las prisiones soviéticas, cuando no ejecutados como enemigos del pueblo.
El film de Wajda recoge dos días al final del levantamiento. Justo cuando la resistencia en Mokotow, uno de los barrios de Varsovia fue aplastada, obligando a los supervivientes a huir por las alcantarillas hasta las zonas aún controladas por el AK. Una salvación que sólo muy pocos alcanzarían, como ilustra el filme, crónica de la muerte, uno por uno, de los soldados de una unidad del AK, que van cayendo en las diferentes escaramuzas, desaparecen en el laberinto de las alcantarillas hediondas o son ejecutados por los alemanes. La película oscila así entre dos opuestos, la clara y sincera admiración por la resistencia y tenacidad, contra todo pronóstico, de estos luchadores condenados desde el inicio; frente a la amargura y desesperación que provoca el saber de antemano, en ellos y en el espectador, la inutilidad de sus esfuerzos. Rasgos que, se nos dice una y otra vez, forman parte del carácter y la historia nacional polaca, pero que no resultan fardos ligeros cuando llega el momento de portarlos. Un peso que poco a poco va venciendo a todos los protagonistas, abrumándolos y postrándolos, hasta que ya nada tenga sentido, hasta que terminen por entregarse a su destino. La muerte, ya sea en la obscuridad, ya sea a manos de los alemanes.
Película, por tanto, de hondo pesimismo, en clara contradicción y oposición con la fe esperanzada del comunismo, de cuyos proponentes no hay huella alguna en toda la cinta. Obra angustiosa y claustrofóbica como pocas, especialmente en su segunda mitad, la que transcurre en el laberinto subterráneo de las alcantarillas, donde ya es evidente que no habrá salida ni salvación, porque todo, absolutamente todo, conspira contra los fugitivos. Ya sea la obscuridad, ya sea la suciedad o los gases de la mierda acumulada allá abajo. O los pánicos repentinos, la cobardía de los nuestros, la presencia continua del enemigo, allá arriba, en la luz, cortando todas las salidas, preparando trampas, esperando a que salgamos para rematarnos.
Obra que aún así, con esas premisas y esa historia, se habría quedado en nada, sino fuera por el talento y la habilidad de ese Wajda joven. De sus elegantísimos movimentos de cámara, que nos permiten experimentar con nuestros propios ojos los peligros a los que se enfrentan los personajes o nos llevan de uno a otro, conectándolos en esa frágil hermandad que se supone compone la unidad en la que militan, hasta que las alcantarillas acaban por quebrar esa solidaridad de forma definitiva... o ya en esas obscuridades, la utilización de los recursos de iluminación expresionistas para resaltar la desorientación en la que se ven sumidos, la falta de vías de escape, la promesa engañosa y traicionera de la luz, que sólo lleva a nuevas decepciones, a la desesperación y la muerte.
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