jueves, 26 de octubre de 2017

La cámara como arma de combate (y III)























 








En On the Bowery (1956), que les comentaba hace unas semanas, el documentalista norteamericano Lionel Rogosin conseguía equilibrar la descripción de un ambiente desolado y miserable, dejado de la mano de Dios, con la construcción de una historia ficticia en la que esas calamidades tomaban rostro humano. No el de unos actores bien pagados, sino el de los propios habitantes de ese suburbio urbano que era el Bowery. Aquéllos que en él penaban y que, una vez acabado el rodaje, volverían a ser tragados por su destino, condenados a una muerte anónima o a un vagabundeo sin término.

Este acierto podía haberse quedado en golpe de suerte de director principiante que no consigue volver a construir una obra igual. Bien porque su logro se debía más a la colaboración de otros que a su propio talento, bien porque el propio éxito se le torno veneno, peso que le abrumaba por su propia concepción de excepcional, sin que su propias fuerzas, las normales, le permitiesen  levantarlo. No fue el caso de Rogosin, que con su siguiente largometraje, Come back, Africa (Vuelve África, 1959), consiguió demostrar que poseía el ojo avizor, propio de un documentalista, junto con su interés, su afán, por granjearse la complicidad de aquellos a quienes retrataba. Además, claro está de un claro posicionamiento político.

Porque Come Back, Africa es, ante todo, un alegato anti-apartheid, el retrato de una sociedad donde la mayor parte de su población, la de raza negra, era mantenida en un nivel subordinada. Considerada, en tanto que "salvaje", como perpetua menor de edad intelectual. Gentes, esos negros a los que se había conquistado, desposeído de sus tierras, desprovistos de sus institucuines de autogobierno, a las que se las relegaba a los extensos cinturones de chabolas de las ciudades habitadas por los blancos, a los que se les forzaba a los trabajos más duros y peor pagados, a ser, continua y sin posibilidad de ascenso, criados y sirvientes de los blancos. Masas a las que, por otra parte, se les guardaba eterno recelo, profundo miedo, como si en la noche fueran a degollar a sus opresores de raza blanco. A las que por tanto había que tener estrictamente controlados, con permisos y pases, con registros nocturnos, con arbitrariedad y violencia, fueran éstas económicas, laborales o físicas.

Muestra de este espíritu de denuncia no son sólo las imágenes de Come back, Africa, que describen las penurias de un emigrante negro recién llegado a Johannesburgo desde el campo, sino las propias circunstancias de rodaje. Según el propio testimonio de Rogosin, la película se rodó casi a escondidas, aparentando ante las autoridades que el propósito era mostrar al mundo una visión equilibrada y equidistante del Apartheid. Neutral y, por tanto, como toda neutralidad ante la injusticia, disculpa de los opresores. Sin embargo, Rogosin utilizó a auténticos habitantes de los suburbios, eligió mostrar su punto de vista y no el de los blancos, les otorgó la voz que estos les negaban. No es extrañar, en consecuencia, que el material rodado tuviera que sacarse de contrabando del país, aprovechando los viajes de otras personas, o que, una vez presentado en festivales, a Rogosin se le prohibiese la entrada en Sudáfrica a perpetuidad.

No obstante, esta intencionalidad política no es el único rasgo distintivo de la película. Si lo fuera. hace mucho que esta obra habría sido olvidada. Lo importante son las características que les indicaba arriba. Como todo documentalista - o todo fotógrafo - Rogosin sabe de la urgencia de la imagen. Lo que se ve, lo que se experimenta, es pasajero por naturaleza. Desaparecerá en la nada, en el olvido, sin dejar huellas. Sólo la cámara puede salvarlo de ese destino y por eso es el deber, la pesada responsabilidad del cineasta - y del fotógrafo -, el permanecer alerta. Ver de forma despierta, descubrir lo que toda época tiene de personal, de propio y distintivo, para capturarlo tal y como se muestra, en la desnudez y verdad en que desarrolla. Como cuando la cámara de Rogosin se deja seducir por los músicos callejeros, procedentes de los barrios de chabolas, que vagan cantando y bailando por las calles de Johannesburgo, ante la expectación de las gentes. De negros y blancos, por primera vez mezclados, sin reparar en el color del otro.

El segundo rasgo lo comparte Rogosin con el francés Jean Rouch. Muchos falsos documentalistas de ahora pasan como centellas entre los paisajes y los lugares que fotografían. Como los turistas que son, que en pocos días volverán a estar en sus casas, a dormir en sus camas, conservando como recuerdos, como curiosidades exóticas, las imágenes que tomaron. Rogosin, Rouch, en parte Louis Malle, necesitaban vivir en los lugares que iban a ser el escenario de sus documentales. Aún más importante, conocer a las gentes que allí habitaban, saber de sus apetencias, compartir sus tristezas y derrotas. Ganarse su confianza, en definitiva.

Y aún más importante. Convertir a esas personas en protagonistas de su propia existencia. Darles la oportunidad de hablar y de que su voz fuera escuchada por el mundo entero. 

En su tiempo y en el porvenir.

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