martes, 17 de octubre de 2017

El fin de la civilización

Ahora, transcurridos veinte años desde la publicación de la obra de Drew, e incluso después de un debate ininterrumpido y un flujo constante de publicaciones especializadas sobre el tema, seguimos sin haber alcanzado un consenso general sobre qué provocó la destrucción o el abandono de cada uno de los grandes centros de las civilizaciones que desaparecieron con el crepúsculo de la Edad del Bronce. El problema puede resumirse, de modo conciso, en el siguiente esquema:

Observaciones Principales
  1. Tenemos una serie de civilizaciones distintas que florecieron entre los siglos XV y XIII a.C, en el Egeo y el Mediterráneo oriental, desde los micénicos y minoicos hasta los hititas, egipcios, babilonios, asirios, cananeos y chipriotas. Eran grupos independientes, pero interactuaban de forma sistemática unos con otros, sobre todo a través de redes de las rutas comerciales internacionales
  2. Está claro que muchas ciudades quedaron destruidas y que las civilizaciones y la vida de la Edad de Bronce tardía, según sus habitantes la conocieron en el Egeo, el Mediterráneo oriental, Egipto y el Oriente Próximo, se terminaron hacia 1777 a.C. o poco después.
  3. No se han presentado pruebas rotundas sobre quién o qué provocó ese desastre, que terminó con el desmoronamiento de estas civilizaciones y el fin de la Edad de Bronce tardía
Eric H. Cline, 1777 a.C el año en que la civilización se derrumbó

Mi pasión por la historia se debe, en buena medida, a mi lectura, allá en mi juventud, del Atlas Histórico Mundial de Hilgeman y Kinder. Es una obra que necesita un revisión urgente, puesto que no recoge lo mucho que hemos aprendido sobre el pasado en las más de cinco décadas desde su concepción. Por ejemplo, con el desciframiento de la escritura maya. Sin embargo, continua siendo una fuente insustituible de datos, casi la única obra actual con la que es posible hacerse una idea coherente de la historia universal.

Algo que me fascinó, cuando me asomé por primera vez a ese libro, fue el toparme con momentos de tránsito entre épocas que para mí eran desconocidos. En la escuela sólo me habían enseñado los más obvios: la caída del Imperio Romano, el Renacimiento, la Revolución Francesa. De lo que nadie me había hablado, por ejemplo, es de la importancia del siglo XI en la historia europea. Ése fue un momento en que se constituyeron gran parte de los estados que ahora vemos reflejados en el mapa. En el que además, Europa comenzó a verse como una unidad e intentó, por primera vez, proyectarse fuera de sus fronteras, en la locura sin fruto que fueron las cruzadas.

Luego estaba la crisis del 1200 a.C. Otro tiempo en que la faz del mundo se cambió por completo y que es el objeto del libro de Cline que les estoy comentando. Para que se hagan una idea, hacia 1250 a.C en Oriente Medio existían dos potencias hegemónicas: El Imperio Hitita, o Hatti como lo llamaban sus habitantes, y el Imperio Nuevo Egipcio. Ambos se habían enzarzado en una lucha sin cuartel por el dominio del Levante Mediterráneo, las actuales Siria, El Líbano e Israel. Una guerra que había terminado en tablas y había llevado al primer tratado conocido de reparto del mundo en zonas de influencias: El llamado tratado de Kadesh, de 1260 a.C.


No eran los únicos estados de importancia. En el Levante se habían erigido una serie de florecientes ciudades estado, como Ugarit, en diferentes relaciones de subordinación y dependencia con los grandes imperios. Más allá de este ámbito, en el norte del río Tigris, estaba Asiria, en pleno proceso de expansión, mientras que en el curso medio del Eufrates y el Tigries estaba la Babilonia Kassita, y más allá, en Irán, el estado de Elam con su capital Susa. En el Egeo, por su parte, florecían las ciudades-palacio minóicas y aqueas, sin olvidarse de Troya, dominando el estrecho de los Dardanelos.

Todas estas potencias estaban unidas por una estrecha red de relaciones comerciales, casi una primera globalización, que se puede rastrear a partir de los muchos archivos encontrados. En Grecia, en Creta, en Ugarit, en Hattussas, la capital de Hatti, o en el mismo Egipto. Pues bien, a principios del siglo XII, en el  corto espacio de un cuarto de siglo  todas estas potencias, salvo Egipto que aún así quedó muy tocada, habían desaparecido por completo. Las excavaciones revelan destrucciones generalizadas que van acompañadas de incendios y, en muchos casos, de lo que parecen ser acciones bélicas, ya sean ataques externos o rebeliones internas.

El mundo tal y como lo conocían los habitantes de ese tiempo se desplomó por completo. La civilización, podría decirse, cayó y tuvo que ser reinventada. Pero ¿por qué y cómo? ¿Y a manos de quién? Como bien indica Cline, ambas preguntas continúan sin respuesta a pesar de las muchas investigaciones realizadas y de las muchas teorías propuestas durante casi dos siglos.

La principal razón de esta ignorancia es obvia. No disponemos de fuentes escritas. En aquellos tiempos no existía una historiografía como la de tiempos grecorrromanos, de forma que los testimonios se limitan a inscripciones públicas, frecuentemente propaganda de las victorias de un rey. Existen también archivos oficiales y privados que suelen limitarse, en el mejor caso, a registros de contabilidad, como en la civilización Micénica, o a correspondencia diplomática, caso de los valiosos archivos de Tell-el-Amarna y Ugaria. No tenemos, por tanto, una narración de la caída de esos reinos y, dado lo repentino que parece que fue, es dudoso que se hubiera conservado, de haber existido. El único relato procede del único estado superviviente, el Egipto faraónico, donde el faraón Ramses III se gloriaba de haber derrotado, por dos veces, a unos invasores externos, los Pueblos del Mar, que habían arrasado el resto del mundo.

Tenemos por tanto un aparente culpable, los Pueblos del Mar, pero esto no hace más que complicar el problema. El texto egipcio nos ofrece una larga lista de pueblos atacantes, pero no nos da pistas sobre su procedencia ni de su ruta hasta llegar a Egipcio. Por similitudes fonéticas, algunos se han identificado como los Filisteos bíblicos, cuya "llegada" a Palestina puede datarse de forma síncrona con el texto de Ramsesm dadas las destrucciones contemporáneas de ciudades, mientras que otros parecen provenir de Sicilia, Etruria o el Egeo. Sin embargo, la atribución a estos Pueblos del Mar de todas las desgracias del Mediterráneo Oriental puede no ser otra cosa que una figura retórica, una manera de adular al faraón, acrecentado su gloria. Como el único que paró los pies a los destructores del mundo.

De hecho podría ocurrir que los culpables fueran muchos y disintos. Los Hititas, por ejemplo, siempre habían estado en liza con sus propios bárbaros, los pueblos Kaska, a los que sólo conocemos por los escritos de esta civilización. Estos pueblos habitaban en la costa norte de Anatolia, peligrosamente cerca de la capital hitita, Hattusas, siempre independientes y en rebeldía. Tan peligrosos e imprevisibles era que incluso se ha llegado a postular que, en ese primer cuarto del siglo XII, la capital hitita fuera trasladada, de manera que la destrucción de Hattussas, bien visible en el registro arqueológico, podría haber sido el saqueo de una metrópolis abandonada por sus habitantes. 

Por otra parte, da la impresión de que las ciudades aqueas y la misma Troya, se derrumban un poco antes de que la crisis se extienda al Mediterráneo Oriental. Esto podría haber creado una corriente de refugiados en busca de nuevos lugares de asentamiento, que hubiera agravado los problemas internos de los diferentes estados, terminando por abrumarles e impedirles cualquier reacción. Porque otro factor de la caída podría haber sido la rebelión interna, el levantamiento de la población contra unas elites, las que gobernaban las ciudades-palacio, que se veían como imposición opresora. Esto último vendría corroborado porque, si bien la mayoría de los yacimientos quedan abandonados y en otros, como en las ciudades filisteas, hay un claro cambio en la cultura material, los hay donde no se produce esa ruptura. Parece como si los habitantes hubieran vuelto a ocupar las ruinas, sólo que sin recurrir a las soluciones políticas anteriores.

Es decir, no se produjo reconstrucción, sino abandono . Esto apuntaría a una clara causa humana, ya que ante catástrofes naturales, como terremotos, sequías, incendios, las ciudades y los sistemas tienden a reconstruirse, sea en su lugar de origen o en bien en otras tierras a las que se migra. En este caso, por el contrario, tenemos sólo cambio, sin que haya continuidad, como la hubo, por ejemplo, en el tránsito de la Antigüedad a la Edad Media, ni se puede identificar un lugar de origen para los supuestos invasores. Casi como si los habitantes autóctonos hubieran mutado culturalmente sin solución de continuidad.

Estos problemas, incoherencias y contradicciones han llevado a que se postule una solución nueva. Dada la amplitud del fenómeno y carácter cataclísmico, se ha apuntado que pudiera haberse producido una conjunción de todos estos fenómenos: crisis medioambiental, invasión interna, insurgencia externa. A cada uno de ellos, por separado, las sociedades de la Edad del Bronce final podrían haber sobrevivido, pero no a todos juntos, cuya confluencia las habría expulsado de los márgenes de recuperación. Además, dado que todas las civilizaciones de este tiempo estaban interrelacionadas, lo que ocurriera en una repercutía en la otra, de forma que pudo haberse producido un efecto domino, que avanzase de oeste a este y de norte a sur, hasta detenerse en las puertas de Egipto.

En otra muestra de como una civilización, su estructuración y complejidad, puede ser la causa de su misma caída, en vez de protegerla contra agresiones. Su propia organización interna permite, por tanto, que las crisis y las tensiones la afecten por completo y la derrumben. Como ocurrió en nuestro mundo con la crisis del 29 o la más reciente del 2008

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