sábado, 5 de enero de 2013

Between Lines












Meito Bijomaru (La espada bijomaru) de 1945 es una de las películas menos conocidas de Mizoguchi, una obra menor que apenas ha recibido atención frente a la que muchos consideran su obra maestra del periodo de Guerra, Genroku chushingura, Los 47 Ronin, que comenté ya hace unas semanas.

En mi opinión ni lo uno, ni lo otro. Ya he indicado mis reparos a los 47 Ronin, especialmente su condición de Mizoguchi que gusta a los que no les gusta Mizoguchi, pero en lo que se refiere a Bijomaru, aunque tengo que admitir que se trata de una obra menor en la trayectoria del director Japonés, esto no le quita nada de su interés. De hecho, la condición de obra menor le viene obligada por las duras condiciones en que fue producida, un momento en que los americanos bombardeaban un día sí y otro también las ciudades japoneses - y una de la escenas parece ser casi una referencia directa - por lo que el rodaje se veía interrumpido una y otra vez, mientras que la falta de medios de producción es más que evidente.

Por otra parte, tampoco es una obra en la que Mizoguchi gozó de libertad para aplicar sus temas favoritos: esa crítica de la sociedad tradicional japonesa, expresad en la opresión a la que sometían a sus mujeres. Ya indiqué en otras entradas como el cine Japonés de la segunda guerra mundial estaba sometido a fuertes restricciones, de manera que todas las películas de ese periodo son ante todo obras de propaganda, en la que se exaltan las victorias del ejército imperial y, a medida que el conflicto se torcía para el Japón, se exhortaba a los japoneses a los mayores sacrificios, incluido en ello el suicidio colectivo, expresado en el lema: "100 millones de seres mueren juntos".

La obra por tanto puede leerse en una clave claramente patriota, por la cual la historia de los dos herreros que forjan una espada mítica con la que vengar la muerte de su señor a mediados del siglo XIX, justo cuando se estaba produciendo la rebelión contra el Shogunato Tokugawa, no es otra cosa que una exhortación al pueblo japonés para que saque fuerzas de flaqueza, a pesar de las penalidades presentes, y sea capaz de crear ese arma definitiva con la que derrotar a los enemigos del emperador. Una renovación en la que debían implicarse todos los sectores sociales, como muestra el hecho de que un sistema profundamente machista y discriminatorio, de los de la mujer en casa destinada a la reproducción, elija como heroína precisamente a una mujer que será quien blanda la espada de la venganza... modelo, que en los últimos meses de vida del Imperio japonés llevaría a entrenar a miles de japonesas en el uso de lanzas de bambú, con las que supuestamente deberían atacar en masa a los marines americanos.

No obstante, la obra admite una lectura completamente opuesta, mucho más Mizoguchiana. Por un lado se tiene el hecho indiscutible de que la artífice de la venganza es precisamente una mujer y no una mujer cualquiera, sino una maestra en el uso de las armas, a la que hemos visto vencer previamente a su padre y que por tanto puede enfrentarse sin apenas ayuda al samurái que causó su muerte. Por otra parte, esta historia de venganza no se convierte en una glorificación de la violencia, aunque sí en una clara denuncia del poder arbitrario que un sistema corrupto como el shogunato ejercía sobre el Japón - y que a muchos les sonaría a otro poder arbitrario mucho más cercano - sino que la mayor parte de la peripecia se consume en el forjado de esa espada mítica, la cual más allá de su condición de arma, se convierte en un símil de la creación artística, en la que el auténtico receptor de ese objeto no es el comitente, sino el propio artista.

Dicho en términos más claros, que si el artista no crea para sí mismo, para su propia satisfacción, para su propia superación, no hará otra cosa que crear objetos inútiles, sin alma ni significado, que se quebrarán en cuanto se intente utilizarlos.

Y es ahí precisamente, donde se nos muestra, quitados los disfraces, la marca del auténtico Mizoguchi.

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