domingo, 23 de noviembre de 2008

Etruscan Smiles


Ahora mismo, desde el 2 de octubre, se puede visitar la exposición Príncipes Etruscos, en el Caixaforum madrileño, una muestra a la que sólo le falta haber coincidido con la impresionante exposición que organizara el Museo Nacional de Arqueología, ahora cerrado por obras hasta no se sabe cuando.

De siempre, desde tiempos de los romanos, los etruscos han fascinado a cualquier persona interesada por el mundo clásico. Roma, ante todo, era una una ciudad etrusca, incluso en su helenismo, que heredara de esa civilización; de forma que basta con rascar un poco el barniz romano para que surja la piedra etrusca sobre la que se ha aplicado. Una herencia reconocida por los romanos que no basta para explicar la fascinación que produce esa civilización, sino fuera porque cuando los romanos empiezan a escribir su historia más antigua, allá por los tiempos de Augusto, esa cultura, su lengua y sus habitantes, ya se había desvanecido, y todo lo que a ella se refería estaba envuelto en leyendas y mitos.. que no hicieron mas que aumentar a medida que pasaban los siglos y la propia Roma y el helenismo se extinguían a su vez.

Y es que a pesar de que Roma era Etruria, y podía considerarse su hija, la civilización etrusca se nos mostraba como radicalmente distinta a Roma, casi opuesta a ella en muchos aspectos, como ocurre con la sonrisa enigmática, optimista y segura con la que nos saludan muchas de sus estatuas, una actitud abierta segura y confiada que no es posible encontrar en la producción griega o romana. En efecto, la estatuas griega, de las que una magnífica muestra se se puede admirar ahora mismo en el museo del Prado, se nos muestran ensimismada, ausentes, pertenecientes a un mundo que no es el nuestro, el de los héroes y los dioses, con el cual no podemos, ni podremos comunicarnos. Las estatuas romanas, sin embargo, si viven en este mundo, pero su mundo es el del poder y la jerarquía, en el que cada uno sabe su lugar, a quien manda y por quien es mandado, de manera que esas esculturas no son otra cosa que pruebas de ese status y esa posición que se tiene ante el mundo.

La estatua etrusca, sin embargo, pertenece a este mundo, y ya se trate de héroes, de dioses o de potentados, borra esas diferencias, acude a nosotros y nos invita a participar de esos placeres, de esas fiestas, de esa alegría, que se complace en representar en todas las ocasiones, incluso en el interior de la tumbas y las tapas de los sarcófagos.

¿Por qué ese optimismo vital, en el más y en la ultratumba, cabría preguntarse? Sin quererlo, aunque hayamos perdido ya la fe, aplicamos los conceptos de las religiones monoteístas que pertenecen a nuestra ámbito cultural, ya sea ésta Cristianismo, Judaísmo o Islám. Para todas ellas, la vida futura es la existencia en un reino celeste, a salvo de todo dolor y todas las tribulaciones, pero para las religiones que les precedieron la cuestión no estaba clara y más bien su respuesta era completamente negativa.

Para los Egipcios el alma estaba dividido en multitud de potencias, que necesitaban un soporte material, la momia, la estatua, la tumba para poder pervivir, e incluso así esa supervivencia estaba diariamente amenazada y tenía que ser protegida por constantes invocaciones y sortilegios, pudiendo terminarse en cualquier instante, incluso para los mismos dioses. Para Sumerios y Asirios, el mundo de ultratumba era subterráneo y obscuro, un lugar donde las almas vivían una existencia de dolor y hambre, alimentándose de tierra y odiando a los vivos, de manera que la diosa Innana/Ishtar podía amenazar a los dioses con abrir las puertas del infierno y permitir que los muertos, vueltos a este mundo, devorasen a los vivos. Un destino del que sólo los héroes divinizados podían escapar ascendiendo a los cielos junto a los dioses, concepción muy semejante a la de los griegos, que consideraban que excepto esos afortunados, el resto de la humanidad vivían como sombras, alimentándose de la sangre de los sacrificios de sus descendientes, lo cual llevo a fabular con un Elíseo en el interior de ese Hades, donde algunas almas dichosas pudieran escapar a esa obscuridad o a que los ritos mistéricos, como el de Eleusis, prometieran la salvación personal a aquellos que participasen en sus ceremonias secretas?

Incluso los primeros israelitas, los de antes de la cautividad babilónica e incluso casi hasta tiempos de Jesucristo, consideraban que el favor de dios se manifestaba en esta vida y que lo que había después era una existencia obscura, larvaría y subterránea, sin paraíso celeste, ni resurrección final.

¿Por qué entonces esa alegría de los etruscos en la muerte? ¿Por qué su insistencia en reflejar sus fiestas, sus banquetes, todos los placeres de esta corta vida, cuando nadie en su entorno pensaba lo mismo?

¿Por qué esa alegría y campechanía en sus dioses, que nada tiene de duros, estrictos o severos?

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