Quizás prodría resumir esta entrada en una sóla frase, decir simplemente, todo es parecido, todo es irreconocible.
Pero claro, en ese caso estas anotaciones no pasarían de ser un enigma irresoluble, perfecto para espantar a los lectores y contrario a mis intenciones reales.
Porque la cuestión es que en este otoño madrileño de grandes exposiciones sin publicidad alguna, excepto el macro festival político que ha supuesto la inaguración del Prado, la muestra Los Etruscos, en el museo de Arqueología Nacional es una de las mejores, con diferencia.
Se trata de una muestra con colas de hasta dos horas, que no se deben a una afluencia masiva de público (quienes serían esos etruscos) ni a alguna genialidad de la taquillas, sino a que no se permiten más de quince personas en la sala, para no dañar las piezas allí expuestas. Unas piezas que fuera de un viaje a Italia, a las antiguas ciudades y necrópolis etruscas, suponen la mejor oportunidad para conocer y sentir la cultura de la desaparecida Etruria, no sólo por la calidad de cada una de ellas, sino por su pertinencia. Es decir, cada una de esos objetos es en sí una obra maestra, y cada uno de ellos nos ofrece un detalle nuevo de ese pueblo ahogado por la expansión romana.
Una exposición de la que se sale doblemente agotado, mental y físicamente, por el tiempo que se tarda en recorrerla, a pesar de no ser demasiado grande, y por el esfuerzo que supone digerir toda la información que se expone.
Conocer y Sentir, decía. Para comprender lo que quiero decir, y especialemente para entender la frase con la que abría esta entrada, ese todo es parecido, todo es irreconocible, es necesario que haga un poco de autobiografía, en otras palabras, que comente mi amor por la antigüedad grecolatina, mi hambre por saber cada vez más de ellos, que en otro tiempo me hacía conocer su historia, su cultura, sus esquemas mentales, casi al dedillo, hasta el extremo de poder engañarme y mecerme en la ilusión, equivocada, por supuesto, de que podía comprenderles, de que ellos y yo, éramos camaradas intelectuales.
Sólo sabiendo eso es posible saber, el sentimiento turbador y desconcertante que sentía yo al recorrer esta exposición, el mismo que siente todo enamorado de la antigüedad. La impresión de verse enfrentado a un misterio doblemente insondable, puesto que todo lo que ve le resulta conocido, como no podía ser de otra manera, puesto que los romanos fueron herederos de los etruscos, pero al mismo tiempo es incapaz de descifrar lo que tiene ante los ojos.
En otra palabras, contempla escenas que le recuerdan otras escenas, plasmadas casi igual, pero que hacen referencia a leyendas que le son desconocidas y que dejaron de contarse hace milenios, cuando Roma se enseñoreó de Etruria. Observa a dioses similares a los de la Acrópolis y el Palatino, descritos de la misma manera, pero mezclando atributos que corresponderían a deidades completamente distintas. Observa gentes que, por su tipo, podrían caminar tranquilamente por el foro, pero que han sido representadas de una forma que sería ajena, casi repulsiva, a los orgullosos patricios romanos.
Un mundo en fin, Romano en apariencia, pero Etrusco en su interior. Un interior que se nos escapa completamente y para el que no tenemos puntos de referencia que nos sirvan de guía, que observamos a través de un cristal turbio que nos impide mirar con claridad.
Al igual que ocurre con su lenguaje. Unas inscripciones que podemos leer, pero que no podemos comprender, puesto que nadie tradujo su lenguaje para nosotros, ni existen ya otros lenguajes que se le parezcan.
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