Quizás uno de los conceptos más difíciles de definir ahora mismo es el de postmodernismo, si no es por refiriéndose a su oposición al modernismo/formalismo que reinara de 1880 a 1980 más o menos. Un concepto éste, por tanto, elusivo y escurridizo, que hace casi imposible señalar que es postmodernista, aunque es extremadamente simple señalar lo que no los.... y que en mi caso particular me hacía recelar profundamente de esa tendencia, puesto que no era capaz de acotar sus límites.
Quien me iba a decir, por consiguiente, que encontraría una respuesta leyendo, ni más ni menos, a Gombrich, quien a priori, no parece la persona más apropiada para coger ese toro por los cuernos. Sin ambargo, ocurre que su definición, o mejor dicho el aspecto que señala como común al postmodernismo, es precisamente, el que lo define por entero. En concreto, su falta completa de seriedad.
En efecto algo común a todos los ismos, es precisamente esa seriedad asumida y mostrada, la conciencia de tener una misión, que debe cumplirse irremediablemente y que exije al artista que adopte una práxis, y que sea cubista, abstracto, surrealista, expresionista, informalista, pop, incluso, de forma completa, ascética y pura, de manera que toda mezcla, toda concesión, todo retrocesos en unos postulados irrenunciables, se ve como traición, como herejía que debe ser denunciada y castigada irremediablemente. Un espíritu que sigue extrañamente vivo en artes supuestamente tan nuevas y avanzadas como el cine, representado por los posturas de esos defensores de la ortodoxia heterodoxa, que habitan en Cahiers y adláteres.
Sin embargo, como digo, lo que caracteriza al postmoderno es precisamente esa falta de seriedad. Él puede ser , sea cubista, abstracto, surrealista, expresionista, informalista, pop, sin que esto represente contradicción alguna, y sin que le obligue a apurar los postulados estéticos de esas corrientes, más bien, le basta con parecer ser, sin que necesite llegar a ser. Más aún, el artista postmoderno toma todos estilos contrapuestos, y los presenta juntos al mismo tiempo, haciendo rechinar el conjunto, más bien deseándolo como fin último, amándolos y denigrándolos al mismo tiempo, sin reconocer que uno sea superior al otro.
Un espíritu, éste de buscar la impureza y revolcarse en ella con gusto, de ser al mismo tiempo serio y gamberro, que resulta profundamente perturbador para los formalistas/modernistas, simplemente porque como a mí me ocurría, no saben a que atenerse. Una imprecisión que les lleva a reaccionar violentamente ante los postmodernos... algo que a estos les encanta, por cierto.
¿A que toda esta introducción? Simplemente por que he visto estas reflexiones mías reforzadas por la audición estos últimos día. de Le Gran Macabre, la opera postmoderna de Gyorgi Lygeti. Un compositor que tiene en su haber algunas de las últimas cumbres del modernismo, pero que hacia 1970, justo cuando estaba componiendo esta ópera, se dio cuenta que la pureza formal, mística y críptica, que había defendido tanto tiempo, se había convertido en algo inútil, en un camino sin salida.
¡Y qué vía de escape! Cómo buen postmodernista, Ligety realiza un paseo glorioso por toda la historia de la música occidental, de los trovadores y el gregoriano, a él mismo. Una revisión que no se torna historicista, puesto que no es una copia literal, ni una puesta al día, como otros artistas menos hábiles habrían realizado. Muy al contrario, somos capaces de reconocer los mismos estilos, pero la forma en la que se presentan está doblemente distorsionada, puesto que no se utilizan los instrumentos que deberían utilizarse, ni se aplican a las situaciones (a los sentimientos debería decir) que les correspondería.
Todo está tratado de una forma irónica y desapegada, como si no nos perteneciera ya, como si sólo nos fuera válida, si solo pudiera emocionarnos, de esa forma retorcida y degradada, casi decadente, preludio de un supuesto apocalipsis que se desea con locura.
Una llegada del apocalipsis que es precisamente el tema de la obra, pero que como era de esperar en la praxis postmoderna, está tratado con los modos del teatro de títeres, mostrando nuestra aniquiliación como algo risible, y nuestra existencia, todas las cosas, maneras, sueños, ideologías e ideales, como absurdos que mantenemos por propio cabezonería, juegos de niños que no tienen ningun sentido, y cuyas reglas cambian a capricho y a berrinche de los participantes.
Ejemplar en ese sentido, el tercer cuadro de la obra, donde los dirigentes de los partidos, blanco y negro del reíno de Brueghelland donde tiene lugar la accióbn, entablan un duelo verbal en el que intercambian insultos siguiendo las letras del alfabeto, para, al llegar a la Z, dimitir simultáneamente llevados de su indignación, y reconciliarse acto seguido, por el bien del país. Un ciclo constatemente repétido, de autómata que obedece a un programa y es incapaz de salirse de él, y que si lo comparamos con el clima político actual, debería bastar para hacernos enrojecer de vergüenza.
Una forma de hacer arte que no era nueva, pues ya los maestros del teatro del absurdo, Becket y Ionesco, la habían llevado a cierta perfección, sea cual sea el significado que eso pueda tener para un postmoderno. Peor aún, algo que incluso era ya viejo y con canas para ellos, puesto que no es sino el espíritu de Jarry y su Ubú Rey, esa aparente broma de fin de curso, pero que se las arregla para demoler todo intento de hacer arte político y política con el arte, dejando desnudas su vaciedad, exponiendo sus tics y clichés, señalando lo efímeras y banales que son las ideas que le sirve la excusa.
Algo que, para pseudoprovocadores como Calixto Beito, es especialmente turbador, y que les lelva a denigrar esa obra, Ubú siempre que pueden, por su falta de seriedad, y a montarla intentando destruirla y llevarla su propio terreno.
Vano intento que haría reír a carcajadas a Jarry, si éste pudiera verlo.
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