sábado, 21 de noviembre de 2009

Darwin's Dilemma (y I)


The Descent of Man, que he estado leyendo y releyendo estos últimos meses, es uno de los libros más importantes e interesantes de Charles Darwin.... quizás por razones completamente equivocadas.

Me explico, al contrario de The Origin of the Species, esta continuación de la argumentación darwininia, aplicada al hombre, no tiene un tema definido, o mejor dicho, no trata el tema que el lector pensaría encontrar, puesto que en vez de centrarse en los orígenes y genealogía del hombre, la mayor parte del libro se dedica a la demostración del mecanismo de selección sexual, quedando relegado al principio y final del libro el estudio del hombre y las razones que explican sus características propias como especie, contando entre ellas, por supuesto, su cerebro y sus rasgos culturales. Un estudio que, desde la óptica de principios del siglo XXI, puede provocar escándalo por razones completamente inesperadas y a las que ya dedicaré otras entradas de esta serie.

Centrémonos por tanto, en lo que constituye el tema del libro y no el origen del hombre, el mecanismo de selección sexual.

Una de objecciones más importantes a la teoría de la selección natural que Darwin expusiera en el The Origin of the Species, no tenía un origen teológico, sino que utilizaba la propia exposición de Darwin para, aplicando la reductio ad absurdum, demostrarla falsa. La cuestión era que según el mecanismo de selección natural, sólo se conservarían y transmitirían aquellos caracteres que dieran ventaja al individuo sobre sus semejantes, de forma que tuviera una mayor probabilidad de sobrevivir y conseguir reproducirse, transmitiendo así esos mismos caracteres (esa dotación genética) a la siguiente generación, en la cual volvería a producirse ese mismo mecanismo.

Sin embargo, desde el principio, quedó claro que había caracteres que no obedecían a ese mecanismo y no se trataba de caracteres indiferentes, es decir, que no comprometiesen las posibilidades de supervivencia y reproducción, sino que que se trataba de caracteres que podríamos llamar nocivos o peligrosos para el individuo, pero que de forma recurrente aparecían en la especie en estudio, hasta el punto de convertirse en uno de sus rasgos clasificatorios. Un ejemplo claro era el del pavo real macho, sus largas plumas constituían un impedimento para el vuelo y su llamativo colorido le hacía especialmente visible en el entorno en el que habitaba, con lo que ambos rasgos deberían hacerle caer con más frecuencia en las garras de sus depredadores, favoreciendo así a los machos de plumas más cortas y más discretas, que deberían dominar, en unas generaciones, la población de la especie, mientras que en la realidad ocurre lo contrario.

La respuesta de Darwin fue magistral. En primer lugar, se dio cuenta que los rasgos no eran comunes a los dos sexos, sino que sólo aparecían en uno de ellos, y que normalmente, el sexo desprovisto de esos rasgos distintivos, solía ajustarse al aspecto que esperaríamos si la selección natural actuase en solitario. Es más, esos rasgos extraordinarios, como pueden ser las plumas de ciertas aves, los cuernos de ciertos mamíferos, los órganos sonoros de algunos insectos, tenían una función muy clara y precisa, se utilizaban en los rituales de apareamientos de esas especies y determinaban el éxito reproductivo de los animales involucrados. Es decir, que parecía que las hembras preferían a unos machos antes que otros, y que poco a poco esos caracteres habían ido exagerándose para aplacar esas preferencias, hasta el punto que su desarrollo entraba en conflicto con la selección natural, por ejemplo, el ciervo con los mayores cuernos encontrará que estos tienen mayor propensión a enredarse con la vegetación y por tanto será más susceptible a perecer que un competidor con menor ramaje.

La grandeza de Darwin no se limita a la concepción de estas teorías. No hubiera pasado de ser un especulador más si no fuera por su rigor y dedicación, que le llevan a buscar y acumular pruebas que sean incontestables. Una tarea en la que la sección de The Descent of Man dedicada a la selección sexual llega a su cénit, puesto que Darwin, a lo largo de cientos y cientos de páginas nos acompaña en un viaje por todo el reino animal, de los invertebrados a los mamíferos, mostrándonos ejemplo tras ejemplo de estos dimorfismos sexuales, de como se utilizan para la reproducción y sólo pueden ser explicados por las necesidades de apareamiento, hasta que no queda otra vía que rendirse y aceptar las pruebas.

Una demostración que lleva a una inesperada conclusión, una prueba más en la certeza de que el hombre y los animales son la misma cosa. Muchos de esos atributos sexuales llamativos, como el plumaje de los pájaros, nos parecen bellos y hermosos, casi producto de las manos de un artista, de forma que debemos admitir que los animales comparten con nosotros, aunque sea de forma inconsciente, el sentido de la belleza y que éste, como todas nuestras características, incluso las que nos parecen puramente humanas, no es otra cosa que un producto de las leyes de la evolución.

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