L'Illusionniste (El ilusionista, 2010) es la segunda película de animación de Sylvain Chomet, tras el éxito arrasador de Les Triplettes de Belleville (Las trillizas de Bellevile, 2003). Sin embargo, aunque puesta por los cielos por la la crítica, esta obra no llegaría a tener la resonancia de la primera. A esa acogida tibia se unieron a las dificultades económicas del estudio fundado por el Chomet, Django Films, lo que puso un punto final a su carrera animada. En mi opinión, ese revés no se debió a la calidad del film, sino a su tono, triste y melancólico, realista y desesperanzado, que chocaba con el humor y la bulliciosa alegría de su film anterior. Esas características, en sí, no suponen un reproche, pero sí contribuyeron a que el público no conectase con ella. No sólo por nuestra aversión reciente a todo lo que suponga drama o fracaso, sino porque no concebimos que la animación pueda utilizarse para reflejar las penurias y miserias de la vida cotidiana.
¿A qué se debió este cambio de modo, de mayor a menor? En primer lugar, a que Chomet acometió un imposible: rodar un guion frustrado de uno de los genios de la comedia en imágenes, el francés Jacques Tati. Un director que también vio malograda su carrera debido a que su visón del cine -y de la vida- no acababa de engranar con los gustos de su tiempo. Como sabrán, si han visto sus películas, la visión de Tati sobre nuestro presente es nostálgica y amarga. Él siente que el progreso, a pesar del bienestar que nos ha traído, está minando nuestra esencia: la red de relaciones humana sque torna nuestra existencia plena, junto con la espontaneidad que se deriva de ella. Una postura que en los sesenta y setenta, de tanta efervescencia e ilusión, finalmente frustrada, podía parecer retrógrada y reaccionaria. Para empeorar todo, Tati fue destilando su estilo hasta rozar casi el cine experimental, lo que le apartó aún más del público. Sus elaboradísimos gags, donde se llevaban al límite las posibilidades expresivas de la imagen y el sonido, no provocaban la carcajada, sino que invitaban a la reflexión sobre el mundo contemporáneo. Como mucho a una sonrisa amarga y desengañada.
No es extraño, por tanto, que el guión de Tati adaptado en el film de Chomet sea la quintaesencia del pensamiento de Tati, incluso permitiéndose un giro hacia el pesismismo que no se atrevió a dar en su obra filmada -en esto podría influir, como he podido leer, que L'Illusionniste no estaba destinada a ser plasmada en imágenes, sino que en realidad era una carta de perdón de Tati hacia una de sus hijas-. En la historia se narra una transición irreversible en el mundo del espectáculo en Occidente: el momento, en la década de los sesenta, en que los teatros de variedades comienzan a echar el cierre, debido a la competencia de la televisión y el rock. El protagonista de la cinta, en consecuencia, es uno de estos artistas ambulantes del mundo de la farándula, que poco a poco, y a pesar de su evidente valía, ve como se le van cerrando las oportunidades de trabajo. Ya sólo puede actuar en teatros de mala muerte y cafés situados en el fin del mundo. Lugares donde el mundo moderno -ese que tanto odiaba Tati- aún se demoraba en llegar, pero donde su influencia comenzaba ya a notarse.
No hay que pensar en una tragedia -aunque aquí y allá esta se insinúa- ni en los aspavientos y desafueros tan comunes al cine contemporáneo. La narración de Chomet avanza, como se suele decir, sin dar una voz más alta que la otra, señalando sin subrayarlo como la situación del protagonista -y la de sus colegas artísticos- se va tornando insostenible, cada vez más angustiosa. En una plasmación eminentemente visual, puesto que Chomet vuelve a utilizar las herramientas que tan buen resultado le habían dado en Les Triplettes de Belleville: las del cine mudo. Como en esa película, como en ese cine, como la misma obra de Tati, L'Illusionniste renuncia a la palabra, para fiar todo su impacto en las imágenes, en su montaje y en su puesta en escena. Sin olvidar el facto más importante: la inteligencia del público, capaz de colmar las aparentes lagunas y de reconstruirla en sus cabezas. Una complicidad entre iguales sin la que la película se derrumbaría por su propio peso.
Porque Chomet no se limita a adaptar una película de Tati: construye un apócrifo de Tati, que bien podría figurar entre sus obras mayores. No es ya que el protagonista animado sea un trasunto de Tati, o que su animación replique, con precisión y gracia, los manierismos a los que el cómico nos había acostumbrado en la pantalla. Es que, aquí y allí, presenciamos gags que bien podría haber rodado el maestro, montados y presentados con su mismo sentido del ritmo y la oportunidad. No nos encontramos ante un calco, sino ante una recreación. Ante alguien, como Chomet, que ha estudiado con detenimiento el estilo del maestro y sabe aplicarlo a situaciones nuevas, que tienen sabor a antiguo, pero no dejan regusto a refrito.
No hay comentarios:
Publicar un comentario